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Luego el detective de pelo castaño lo atacó desde un rincón; disparando a dos manos logró acertar dos tiros que fueron rechazados por el chaleco antibalas de Stephen, que también erró por muy poco, y ambos cayeron hacia atrás simultáneamente. Más disparos, más fallos. El policía era casi tan buen tirador como él.

Como máximo un minuto. No tenía más tiempo.

Se sentía tan lleno de gusanos que quería llorar… Había elaborado su plan lo mejor que pudo. No podía ser más listo de lo que había demostrado ser hasta entonces, pero Lincoln el Gusano se le había adelantado. ¿Quién sería? ¿El policía casi calvo con las dos pistolas?

Volvió a lanzar otra descarga. Y… joder… el detective se dirigió derecho hacia él, hacia delante. Cualquier policía del mundo hubiera buscado cubrirse. Él no. Recorrió con esfuerzo medio metro más, luego otros treinta centímetros. Stephen volvió a cargar el ama, disparó de nuevo y se arrastró casi la misma distancia hacia la puerta del cuarto de su objetivo.

Debes desaparecer en el suelo, muchacho. Puedes hacerte invisible, si lo deseas.

Otro metro más y ya casi estaba en la puerta.

– ¡Soy Roland Bell otra vez! -gritó el policía al micrófono-. ¡Necesitamos refuerzos inmediatamente!

Bell. Stephen registró el nombre. Así que no era Lincoln el Gusano.

El detective volvió a cargar el arma y siguió disparando. Una docena de tiros, dos docenas… Stephen admiró su técnica. Aquel tipo era capaz de llevar un registro de la cantidad de disparos que había efectuado con cada pistola y alternar la recarga para no quedarse nunca sin un arma preparada.

El policía dio un tiro en la pared, a tres centímetros de la cara de Stephen, quien le devolvió el disparo con otro que le pasó casi tan cerca como el suyo.

Stephen avanzó por el suelo otro medio metro.

Bell levantó la vista y vio que finalmente Stephen había llegado a la puerta del dormitorio a oscuras. Sus ojos se encontraron y a pesar de no haber sido un soldado de verdad, Stephen Kall había estado en suficientes combates como para saber que ya no quedaba el menor átomo de racionalidad en el policía, que se había convertido en la cosa más peligrosa que existe: un soldado hábil a quien poco le importa su propia seguridad. Bell se puso de pie y se adelantó, disparando ambas pistolas.

Esta es la razón por la que usaron pistolas calibre 45 en el teatro de operaciones del Pacífico, muchacho. Grandes cartuchos para detener a los pequeños japoneses locos. Cuando se acercaban no les importaba que estuvieras a punto de matarlos: no querían que nada los detuviera.

Stephen bajó la cabeza y lanzó contra Bell una de esas granadas que tardan un segundo en estallar y cerró los ojos. El artefacto detonó con una explosión asombrosamente fuerte. Escuchó gritar al policía y le vio caer de rodillas, llevándose las manos a la cara.

Por la presencia de los guardias y por los esfuerzos de Bell por detenerlo, Stephen supuso que la Mujer o el Amigo estarían en este cuarto. También dedujo que fuera quien fuese que estuviera allí, se habría escondido en el armario o debajo de la cama.

Se equivocó.

Mientras miraba desde la puerta, fue atacado por alguien, con una lámpara como arma, pegando un grito de miedo y cólera.

Cinco disparos del arma de Stephen dieron en la cabeza y el pecho del atacante. El cuerpo giró y cayó al suelo.

Buen trabajo, soldado.

Luego escuchó más pisadas que venían de las escaleras y una voz de mujer junto a otras. No tenía tiempo de acabar con Bell, ni de buscar al otro objetivo.

Evacuar…

Corrió hacia la puerta de atrás y asomó la cabeza. Pidió a gritos más bomberos. Media docena se acercaron con cautela.

Stephen señaló el interior con la cabeza.

– La tubería de gas acaba de explotar. Todo el mundo fuera. ¡Ahora!

Y desapareció por el callejón; llegó a la calle, evitó los camiones de bomberos Mack y Seagrave, las ambulancias y los coches policiales.

Tembloroso, sí.

Pero satisfecho. Había terminado dos tercios de su trabajo.

Amelia Sachs fue la primera en responder al estruendo de la explosión de la puerta y los gritos. Luego escuchó la voz de Roland Bell desde la primera planta:

– ¡Refuerzos! ¡Refuerzos! ¡Un oficial herido!

También un tiroteo. Una docena de disparos y luego más.

No sabía cómo lo había logrado el Bailarín, tampoco le interesaba. Sólo quería ver un objetivo nítido y disponer de dos segundos para dispararle medio cargador con sus balas de nueve milímetros y punta hueca.

Con la liviana Glock en la mano, se abrió paso hasta el pasillo de la segunda planta. Detrás iban Sellitto y Dellray y un joven uniformado, cuya competencia en situaciones de peligro le hubiese gustado evaluar mejor. Mientras, Jodie se encogía en el suelo, dolorosamente consciente de que había traicionado a un hombre muy peligroso que estaba armado y a menos de nueve metros.

A Sachs le crujieron las rodillas cuando bajó corriendo las escaleras. Era la artritis que la martirizaba de nuevo; hizo una mueca de dolor cuando saltó los tres últimos escalones para llegar al primer piso.

En los auriculares escuchó una nueva llamada de socorro de Bell.

Anduvo por el oscuro pasillo con la pistola muy pegada al cuerpo, para que no se la pudieran quitar de un golpe (sólo los policías de la televisión y los hampones de las películas llevan las armas alejadas del cuerpo, sobresaliendo en forma fálica, antes de doblar una esquina o apuntar para otro lado). Iba lanzando rápidas miradas hacia el interior de los cuartos que iba pasando, siempre agachada, por debajo de la altura del pecho, el lugar donde posiblemente apuntaría el arma del enemigo.

– Yo me encargo del frente -gritó Dellray y desapareció por el vestíbulo que estaba detrás de ella, con su enorme Sig-Sauer en la mano.

– Protegednos las espaldas -ordenó Sachs a Sellitto y al uniformado, sin importarle en ese momento el rango de cada uno.

– Sí, señora -respondió el joven-. Así lo haré.

Sellitto jadeaba y su cabeza giraba para todos lados.

La estática resonó en sus oídos, pero no oyó voces. Se quitó el aparato. No quería distraerse, mientras seguía cautelosamente por el pasillo.

A sus pies vio a los dos sargentos que yacían muertos sobre el suelo.

El olor del explosivo químico era fuerte. En aquel momento miró hacia la puerta de atrás de la casa. Era de acero pero el Bailarín la había abierto como si fuera de papel.

– Dios -exclamó Sellitto, quien era demasiado profesional para entretenerse en aquel momento sobre los dos sargentos caídos, pero demasiado humano como para evitar mirar con horror los cuerpos acribillados.

– Cubridme -gritó Sachs, y antes de que nadie tuviera ocasión de detenerla, saltó dentro del cuarto.

Con la Glock en alto escudriñó la habitación.

Nada.

Tampoco olía a cordita. Allí no se había disparado.

Volvió al pasillo. Se dirigió a la otra puerta.

Se señaló a sí misma y luego al cuarto. Los oficiales del 32E asintieron.

Sachs hizo un giro y cruzó la puerta, preparada para disparar. Los agentes estaban detrás. Quedó paralizada al ver la boca del cañón dirigida a su pecho.

– Dios -murmuró Roland Bell y bajó el arma. Tenía el cabello despeinado y la cara sucia. Dos balas le habían desgarrado la camisa y rayado el blindaje.

Luego Sachs asimiló el terrible espectáculo del suelo.

– Oh, no…

– El edificio está limpio -gritó un patrullero desde el pasillo-. Lo han visto marcharse. Llevaba un uniforme de bombero. Ya se ha ido. Se perdió entre la muchedumbre que está frente a la casa.

Amelia Sachs, volviendo a su papel de criminalista, observó las manchas de sangre, el olor astringente del residuo de los disparos, la silla caída, que podría indicar una pelea y por lo tanto sería un lógico punto de transferencia de restos de pruebas. Los casquillos de bala eran de una pistola automática de 7,62 milímetros.