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Sonó una aguda carcajada, sobresaltándolos a todos. Percey Clay se sirvió más whisky. También echó un poco más para Rhyme.

– Hay mucha mierda aquí, eso es seguro. Pero sólo en lo que estás diciendo.

Rhyme abrió los ojos y le lanzó una furiosa mirada.

Percey volvió a reír.

– No lo hagas -le advirtió Rhyme, ambiguamente.

– Oh, por favor -musitó Percey, sin darle demasiada importancia-. ¿Que no haga qué? -Sachs observó que los ojos de la aviadora se achicaban-. ¿Qué estás diciendo? -murmuró Percey-. ¿Que alguien ha muerto a causa de… un fallo técnico?

Sachs se dio cuenta que de Rhyme había esperado que dijera otra cosa. Le pilló con la guardia baja. Después de pensarlo un instante respondió:

– Sí. Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Si hubiera sido capaz de levantar el teléfono…

– ¿Y qué? -lo cortó Percey-. ¿Eso te da derecho a montar este maldito berrinche? ¿A renegar de tus promesas? -Agitó el licor y suspiró exasperada-. Oh, por amor de Dios… ¿Tienes idea de lo que hago para ganarme la vida?

Para sorpresa de Sachs, Rhyme se calmó de repente. Comenzó a hablar, pero Percey volvió a interrumpirlo:

– Piensa en esto: Me siento en un pequeño tubo de aluminio que vuela a cuatrocientos nudos por hora, a diez mil metros de altura. Afuera hay sesenta grados bajo cero y los vientos soplan a ciento sesenta kilómetros por hora. Ni siquiera te hablo de los relámpagos, ni de las turbulencias o el hielo. Dios del cielo, estoy viva sólo gracias a las máquinas -otra carcajada-. ¿En qué me diferencio de ti?

– No lo comprendes -protestó Rhyme, cortante.

– No has contestado a mi pregunta. ¿En qué? -insistió, inflexible-. ¿En qué somos diferentes?

– Tú puedes andar, levantar el teléfono…

– ¿Puedo caminar? Estoy a mil quinientos metros de altura. Si abro la puerta, mi sangre hierve en segundos.

Por primera vez desde que lo conociera, pensó Sachs, Rhyme había encontrado la horma de su zapato. Se quedó sin habla.

– Lo lamento, detective -continuó Percey-, pero no veo ni una pizca de diferencia entre nosotros. Somos productos de la ciencia del siglo XX. Maldita sea, si tuviera alas, podría volar por mí misma. Pero no las tengo y nunca las tendré. Para hacer lo que tenemos que hacer, tú y yo… confiamos.

– Está bien -Rhyme sonrió, divertido.

Vamos, Rhyme, pensó Sachs. ¡Dale su merecido! Deseaba ansiosamente que Rhyme ganara la discusión, que mandara a aquella mujer a Long Island y acabaran con ella para siempre.

– Pero si yo me equivoco -adujo Rhyme-, la gente muere.

– ¿Oh? ¿Y qué sucede si mi anticongelante falla? ¿Qué sucede si mi amortiguador de desviación no funciona? ¿Qué pasa si un pájaro se introduce en mi tubo Pitot en un aterrizaje ILS [47]? Estoy… muerta. Los extintores que no funcionan, los fallos hidráulicos, los mecánicos que se olvidan de reemplazar ciertos circuitos… Los sistemas auxiliares fallan. En tu caso, los heridos pueden tener la oportunidad de recuperarse de los disparos. Pero si mi avión cae a tierra a quinientos kilómetros por hora no queda nada.

En aquel momento Rhyme parecía completamente sobrio. Sus ojos recorrían frenéticamente el cuarto como si buscaran una prueba infalible para refutar los argumentos de Percey.

– Bien -dijo la mujer, tranquila-. Creo que Amelia trajo algunas pruebas que encontró en la casa de seguridad. Sugiero que comiences a examinarlas y termines con estas bobadas de una vez. Porque me voy a Mamaroneck ya mismo a terminar de reparar mi aparato y por la noche haré ese vuelo. Te lo preguntaré sólo una vez: ¿me dejarás ir al aeropuerto como me prometiste? ¿O tengo que llamar a mi abogado?

Rhyme seguía sin habla.

Pasó un momento.

Sachs dio un salto cuando Rhyme gritó con su potente voz de barítono:

– ¡Thom! ¡Thom! Ven aquí.

El ayudante apareció en el umbral y atisbó, dudoso.

– He tenido un accidente, mira, volqué mi vaso. Y mi pelo está hecho un asco. ¿Te importa poner un poco de orden? ¿Por favor?

– ¿Te estás riendo de nosotros, Lincoln? -preguntó Thom cautamente.

– ¿Y Mel Cooper? ¿Podrías llamarlo, Lon? Debe haberme tomado en serio, pero estaba bromeando. Es un científico muy bueno, pero no tiene ningún sentido del humor. Necesitamos que vuelva.

Amelia Sachs quería salir corriendo, entrar en su coche y conducir por las carreteras de Nueva Jersey o del Condado de Nassau a doscientos kilómetros por hora. No podía soportar estar un minuto más en el mismo cuarto que esa mujer.

– Está bien, Percey -dijo Rhyme-, que te acompañe el detective Bell y nos aseguraremos también de que otros hombres de Bo os siguen. Vete a tu aeropuerto y haz lo que tienes que hacer.

– Gracias, Lincoln -asintió y le ofreció una sonrisa.

Ese gesto fue suficiente para hacerle pensar a Sachs que parte del discurso de Percey Clay iba dirigido a ella, para dejar en claro quién era la ganadora indiscutible de aquel torneo. Bueno, Sachs estaba convencida de que estaba condenada a perder en ciertos deportes. Campeona de tiro, policía condecorada, conductora experimentada, valiente y bastante buena criminalista, poseía sin embargo un corazón muy vulnerable. Su padre ya lo había percibido, él, que también era un romántico. Unos años atrás, después de que ella pasara por una relación bastante conflictiva, le había dicho:

«Tendrían que hacer un blindaje para el corazón, Amie. De veras».

Adiós, Rhyme, pensó. Adiós.

¿Cuál fue la respuesta de Rhyme a aquella nueva despedida? Una leve mirada y una brusca orden:

– Veamos esas pruebas, Sachs. Estamos perdiendo el tiempo.

Hora 29 de 45

Capítulo 28

Individualizar es la meta del criminalista.

Así se denomina el proceso de relacionar una prueba con un único origen, con exclusión de todos los demás.

En aquel momento Lincoln Rhyme observaba la prueba más individualizada que existe: sangre del cuerpo del Bailarín. Un test muy sofisticado de ADN podría eliminar virtualmente cualquier posibilidad de que la sangre proviniera de otra persona.

Sin embargo, aquella prueba podía aportar poco. El CODIS o sistema de información computerizado sobre el ADN contenía los perfiles de algunos criminales convictos, pero era aún una base de datos muy pequeña, compuesta mayormente de delincuentes sexuales y un número limitado de criminales violentos. Rhyme no se sorprendió cuando el examen de la sangre del Bailarín resultó negativo.

Sin embargo, el criminalista sentía un leve placer al poseer una parte del propio asesino, preparada en un frotis y guardada en un tubo de ensayo. Para la mayoría de sus colegas, los delincuentes se limitaban a estar «por ahí», raramente se encontraban cara a cara con ellos, incluso no llegaban a conocerlos, de no ser en el juicio. De manera que sintió una profunda conmoción al estar en presencia del hombre que había causado tanto dolor a tantas personas, él incluido.

– ¿Qué más has encontrado? -preguntó a Sachs.

Amelia había aspirado el cuarto de Brit Hale para encontrar vestigios, pero cuando ella y Cooper se colocaron las gafas de aumento y repasaron todo lo que habían traído, no encontraron nada excepto residuos de disparos y fragmentos de balas, ladrillo y yeso desprendido por los tiroteos.

Había recogido los casquillos de la pistola semiautomática que había usado el asesino. El arma era una Beretta de 7,62 milímetros, probablemente un viejo modelo con algunos deterioros. Los casquillos, recuperados por Sachs en su totalidad, habían sido sometidos por el Bailarín a un proceso que eliminaba hasta las huellas de los empleados de la fábrica de municiones, de manera que nadie pudiera relacionar su compra con un turno en concreto o con un lote enviado a algún lugar particular. Aparentemente el joven había cargado el arma con los nudillos para evitar dejar huellas. Un truco conocido.

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[47] ILS: Instrument Landing System o sistema de aterrizaje por instrumentos (N. de la T.)