La imagen apareció simultáneamente en la pantalla del ordenador de Rhyme.
– ¡Sí! -gritó-. Aquí está.
Las curvas y bifurcaciones eran muy visibles.
– Lo atrapaste, Sachs. Buen trabajo.
Mientras Cooper giraba lentamente el trozo de plástico, Rhyme hizo tomas progresivas en la pantalla, imágenes digitalizadas, y las guardó en el disco duro. Luego las reunió e imprimió una sola lámina bidimensional.
Pero cuando el técnico la examinó, suspiró.
– ¿Qué? -preguntó Rhyme.
– No es suficiente para hacer una comparación. Mide sólo cinco milímetros por uno con cinco. Ningún laboratorio del mundo podría obtener información de ella.
– Dios -exclamó Rhyme-. Todo ese esfuerzo… perdido.
Amelia Sachs se echó a reír a carcajadas. Estaba mirando la pared, donde estaban los diagramas de las pruebas. EC1, EC2…
– Unidlas -dijo.
– ¿Qué?
– Tenemos tres parciales -les explicó-. Probablemente todas provengan del dedo índice. ¿No podremos hacerlas coincidir?
Cooper miró a Rhyme.
– Nunca oí nada semejante.
Tampoco lo había oído Rhyme. La mayor parte del trabajo forense consiste en analizar pruebas para su presentación en un juicio, ya que «forense» significa «relacionado con procedimientos legales»; y un abogado defensor reaccionaría muy mal si la policía comenzara a hilvanar fragmentos de las huellas de los sospechosos.
Pero su prioridad consistía en encontrar al Bailarín, no en preparar el caso en su contra.
– ¡Claro que sí! -dijo Rhyme-. ¡Hacedlo!
Cooper cogió las fotos de las otras huellas del Bailarín y las puso sobre la mesa.
Sachs y el técnico comenzaron a trabajar. Cooper hizo fotocopias de las huellas y redujo dos para que todas tuvieran el mismo tamaño. Luego se pusieron a hacerlas coincidir como si fuera un rompecabezas. Parecían niños intentando variaciones, volviendo a colocar fragmentos, discutiendo amablemente. Sachs hasta se animó a coger un bolígrafo y conectar varias líneas del dibujo.
– Eso es hacer trampas -bromeó Cooper.
– Pero coinciden -dijo Sachs, triunfante.
Finalmente cortaron y ensamblaron una huella. Representaba tres cuartos de una huella en relieve por fricción, probablemente del dedo índice derecho. Cooper la levantó.
– Tengo mis dudas sobre lo que hemos hecho, Lincoln.
– Es arte, Mel ¡Es hermosa! -contestó Rhyme.
– No se lo digas a nadie de la Asociación de Identificación o nos echarán con cajas destempladas.
– Pásala a AFIS. Solicita una búsqueda prioritaria. En todos los Estados.
– Ooooh -dijo Cooper-. Costará lo que cobro de salario en un año.
Escaneó la huella en el ordenador.
– Llevará una media hora -dijo Cooper, más realista que pesimista.
Pero no llevó tanto tiempo. Cinco minutos después, el tiempo suficiente para que Rhyme especulara sobre quién, si Sachs o Cooper, estaría más dispuesto a servirle un trago, la pantalla se iluminó y apareció una nueva imagen.
Su pedido ha encontrad… una identificación. Hay 14 puntos de comparación. La probabilidad estadística de identificación es del 97%.
– Oh, Dios mío -murmuró Sachs-. Lo tenemos.
– ¿Quién es, Mel? -preguntó Rhyme, en voz baja, como si temiera que las palabras hicieran volar las frágiles partículas de la pantalla del ordenador.
– Ya no lo llamaremos el Bailarín -dijo Cooper-. Es Stephen Robert Kall. Treinta y seis años. El paradero actual se desconoce. El último domicilio conocido, de hace quince años, es un número de RFD [48] en Cumberland, Virginia Occidental.
El apellido, tan corriente, le produjo a Rhyme una cierta decepción. Kall.
– ¿Por qué estaba fichado?
– Por lo que le contó a Jodie… -leyó Cooper-. Cumplió veinte meses de cárcel por un homicidio involuntario cuando tenía quince años. -Rió quedamente-. Aparentemente el Bailarín no se molestó en contarle a Jodie que la víctima fue su padrastro.
– ¿Padrastro, eh?
– Lo que estoy leyendo es muy fuerte -dijo Cooper, inclinado sobre la pantalla-. Joder.
– ¿Qué? -preguntó Sachs.
– Notas de los informes policiales. Esto es lo que pasó. Parece que había un historial de peleas domésticas. La madre del muchacho se estaba muriendo de cáncer y su marido, el padrastro de Kall, la golpeó por algo que había hecho. Se cayó y se rompió un brazo. Murió unos meses después y a Kall se le metió en la cabeza que la muerte había sido culpa de Lou. -Cooper siguió con la lectura y se estremeció-. ¿Queréis oír lo que pasó?
– Adelante.
– Un par de meses después de la muerte de su madre, Stephen y su padrastro salieron a cazar. El chico le hizo perder el conocimiento, lo desnudó y lo ató a un árbol en el bosque. Lo dejó allí unos días. Su abogado dijo que lo había hecho para asustarlo. Cuando la policía lo encontró, bueno, digamos que estaba lleno de gusanos. Vivió dos días más, delirando.
– Joder -murmuró Sachs.
– Cuando lo encontraron, el chico estaba allí, sentado a su lado y se limitaba a observarlo -leyó Cooper-. El sospechoso se entregó sin ofrecer resistencia. Parecía estar en un estado de desorientación. Repetía una y otra vez «Cualquier cosa puede matar, cualquier cosa puede matar…». Lo llevaron al Centro Regional de Salud Mental para su evaluación.
El informe psicológico no le interesaba mucho a Rhyme. Para determinar el perfil del sospechoso confiaba más en sus técnicas forenses que en las de los policías conductistas. Sabía que el Bailarín era un sociópata, como todos los asesinos profesionales, y las penas y traumas que le habían convertido en lo que era no resultaban de mucha ayuda en aquel momento.
– ¿Hay alguna foto? -preguntó Rhyme.
– No les sacan fotos a los delincuentes juveniles.
– Vale. Mierda. ¿Qué se sabe del servicio militar?
– Nada. Pero hay otra condena -dijo Cooper-. Intentó alistarse en los marines pero su perfil psicológico hizo que lo rechazaran. Persiguió a los oficiales de reclutamiento durante un par de meses y finalmente atacó a un sargento.
– Vamos a pasar el nombre por FINEST, la lista de alias y el NCIC -dijo Sellito.
– Haz que Dellray envíe algunos hombres a Cumberland para tratar de localizarlo -ordenó Rhyme.
– Lo haré.
StephenKall…
Después de todos aquellos años era como visitar un lugar sagrado sobre el que se había leído toda la vida pero que nunca se había visitado.
Se oyó un fuerte golpe en la puerta. Tanto Sachs como Sellitto llevaron las manos instintivamente a sus armas.
Pero el visitante era uno de los policías de la planta baja. Traía un enorme maletín.
– Para entregar -dijo.
– ¿Qué es? -preguntó Rhyme.
– Lo trajo un policía de Illinois. Dijo que proviene del Departamento de Bomberos del condado de Du Page.
– ¿Qué es?
El policía se encogió de hombros.
– Dijo que era basura de las ruedas de unos camiones. Debe ser una broma.
– No -dijo Rhyme-, eso es exactamente lo que es. -Miró a Cooper-: El raspado de las gomas del lugar de la explosión.
El policía parpadeó.
– ¿Eso es lo que quería que viniera de Chicago por avión?
– Lo hemos estado esperando impacientes.
– Vale. La vida es graciosa algunas veces, ¿verdad?
Lincoln Rhyme estuvo muy de acuerdo.
La aeronáutica como oficio sólo en parte consiste en volar.
La aeronáutica también significa papeleo.
En la parte trasera de la camioneta que transportaba a Percey Clay al aeropuerto Mamaroneck había una gran pila de libros, mapas y documentos. Miles de páginas. Montañas de información. Percey, como la mayoría de los pilotos, conocía casi todo su contenido de memoria. Pero, con todo, no se le ocurriría pilotar un aeroplano sin repasar todos los datos y estudiarlos como si fuera la primera vez que los veía.