Estar limpio, estar limpio. Sin gusanos. Ni uno solo.
Se había sentido bien cuando desvió la camioneta negra de la calle y la aparcó al fondo de un garaje subterráneo. Stephen sacó del maletero del vehículo las herramientas que iba a necesitar y subió por la rampa hasta salir a la transitada calle. Había trabajado en Nueva York varias veces, pero nunca se acostumbró a tanta gente, mil personas en una sola manzana.
Me hace sentir aterrorizado.
Me hace sentir lleno de gusanos.
De manera que entró al servicio para lavarse un poco.
Soldado, ¿ha terminado todavía? Le quedan dos objetivos que eliminar.
Señor, ya casi está, señor. Debo suprimir el riesgo de dejar alguna pista antes de proceder a la operación, señor.
Oh, por el amor de Dios…
El agua caliente caía sobre sus manos. Se frotaba con un cepillo que llevaba consigo en una bolsita de plástico. Tomó más jabón rosado del dosificador. Y se frotó un poco más.
Finalmente miró las manos rojizas y las secó bajo el aire caliente del secador. No quería toallas, no quería fibras delatoras.
Tampoco quería gusanos.
Aquel día Stephen estaba vestido de camuflaje, aunque no con el verde oliva militar o el beige de la Tormenta del Desierto. Llevaba téjanos, zapatillas Reebok, una camisa de trabajo y una cazadora gris salpicada con manchas de pintura. En su cinturón tenía el móvil y una gran cinta métrica. Tenía el aspecto de cualquier contratista de Manhattan, y hoy llevaba aquel atuendo porque nadie repararía en él si veía a un trabajador con guantes de algodón un día de primavera.
Caminó hacia el exterior.
Todavía había mucha gente. Pero sus manos estaban limpias y ya no sentía temor.
Se detuvo en la esquina y miró calle abajo hacia el edificio que había sido el hogar del Marido y de su Mujer, pero que ahora era sólo de la Mujer porque el Marido había estallado en un millón de pedacitos sobre la Tierra de Lincoln [17].
De manera que dos testigos todavía estaban vivos y ambos debían morir antes que el gran jurado se reuniera el lunes. Miró su aparatoso reloj de acero inoxidable. Eran las nueve y media de la mañana del sábado.
Soldado, ¿tiene suficiente tiempo para atrapar a los dos?
Señor, quizá no atrape a los dos ahora, pero todavía tengo casi cuarenta y ocho horas, señor. Es tiempo más que suficiente para localizar y neutralizar ambos objetivos, señor.
Pero, soldado, ¿se atreve con los desafíos?
Señor, yo vivo para los desafíos, señor.
Había un solo coche patrulla enfrente de la casa. Ya lo esperaba…
Muy bien, tenemos una zona muy conocida enfrente de la casa y una desconocida en su interior…
Miró calle arriba y calle abajo, luego caminó por la acera. Se había frotado tanto las manos que le escocían. La mochila pesaba cerca de veintisiete kilos pero apenas la sentía. Stephen, el del corte de pelo militar, era puro músculo.
Mientras caminaba, se imaginó a sí mismo como un vecino más. Anónimo. No quería pensar en sí mismo como Stephen, o como el señor Kall ni como Todd Johnson o Stan Bledsoe, o como cualquiera de los otros alias que había utilizado en los últimos diez años. Su nombre verdadero era como un aparato de gimnasia oxidado, colocado en el patio, algo que se tenía en cuenta pero no se veía realmente.
De repente se volvió y entró en el vestíbulo del edificio que se alzaba frente al domicilio de la Mujer. Stephen abrió la puerta principal empujándola y miró los amplios ventanales de enfrente, ocultos parcialmente por un cornejo en flor. Se colocó un par de teleobjetivos de caza, muy caros y con un tinte amarillo, y el resplandor de las ventanas desapareció. Podía ver figuras que se movían en el interior del piso. Un policía… no, dos policías. Un hombre de espaldas de la ventana. Quizá el Amigo, el otro testigo al que le habían pagado para matar. Y ¡…sí! Estaba la Mujer. Baja. Hogareña.
Con aspecto de muchacho. Llevaba una blusa blanca. Sería fácil darle.
Ella salió de su campo de visión.
Stephen se agachó y abrió la cremallera de su mochila.
Capítulo 4
Lincoln se trasladó a su silla de ruedas Storm Arrow.
Enseguida se puso al control, y tomó la paja de plástico con la que manejaba la silla por medio del aliento. Se dirigió al minúsculo ascensor, colocado en el hueco de un armario, que lo llevó sin ceremonias a la primera planta de su domicilio.
En los años 1890, cuando se construyó la mansión, el cuarto al que ahora entró Rhyme había sido una sala contigua al comedor. Una construcción de yeso y listones, con molduras coronadas por flores de lis, nichos abovedados en los muros y un suelo de cedro con listones de madera sólidamente unidos. Sin embargo, cualquier arquitecto se hubiera horrorizado al ver que Rhyme había hecho demoler el muro que separaba las dos habitaciones y horadar enormes agujeros en los muros restantes para colocar cables eléctricos adicionales. Los cuartos unidos formaban ahora un desordenado lugar, en el que no lucían cristales coloreados de Tiffany's ni agradables paisajes de George Innes, sino que estaba lleno de objets d'art muy diferentes: tubos de gradiente de densidad, ordenadores, microscopios compuestos y de comparación, un cromatógafo de gas, espectómetro de masas, una mente de luz alternativa PoliLight, y monturas ahumadas para aumentar los bordes de fricción de huellas dactilares. En un rincón se podía ver un microscopio electrónico para escáner, muy costoso, combinado con una unidad de rayos X de dispersión de energía. También estaban las herramientas corrientes en la labor del criminalista: anteojos, guantes de látex resistentes a los cortes, vasos de precipitación, destornilladores y alicates, cucharillas para exámenes post-mortem, tenacillas, escalpelos, depresores de lengua, trozos de algodón, frascos, bolsas plásticas, cubetas de examen, sondas. También había una docena de palillos chinos (Rhyme ordenaba a sus asistentes coger las pruebas con el mismo cuidado con que tomaban dim sum [18] en Ming Wa's).
Rhyme colocó en posición la Storm Arrow, de líneas puras y color rojo de manzana de caramelo, al lado de la mesa de trabajo. Thom puso el micrófono sobre su cabeza y encendió el ordenador.
Un momento después Sellitto y Banks aparecieron en el umbral, seguidos de otro hombre que acababa de llegar. Era alto y delgado, con piel oscura como el caucho. Llevaba un traje verde y una estrafalaria camisa amarilla.
– Hola, Fred.
– Lincoln.
– Hola.
Sachs saludó a Fred Dellray cuando entró al cuarto. Ya lo había perdonado por arrestarla no hacía mucho por una disputa entre departamentos, y ahora la policía alta y hermosa y el alto y peculiar agente mostraban una curiosa afinidad. Ambos eran, había deducido definitivamente Rhyme, policías sociales (mientras que él era un policía de pruebas): Dellray confiaba tan poco en la ciencia forense como Rhyme en el testimonio de los testigos; en cuanto a la antigua patrullera Sachs, bueno, Rhyme no podía hacer mucho para neutralizar su tendencia natural, pero estaba decidido a que dejara de lado esa capacidad y se convirtiera en la mejor criminalista no sólo de Nueva York, sino del país entero. Una meta a la que ella podría llegar con facilidad, aun cuando no lo supiera.
Dellray dio grandes zancadas por el cuarto y estacionó al lado de la ventana. Cruzó sus largos brazos. Nadie, ni siquiera Rhyme, podía encasillar exactamente al agente. Vivía solo en un pequeño apartamento de Brooklyn, le gustaba leer obras de literatura y filosofía y todavía más jugar al billar americano en bares sórdidos. Había sido un tiempo la joya de la corona de los agentes secretos del FBI, todavía se le llamaba algunas veces con el apodo que tenía cuando realizaba aquel trabajo: El Camaleón. Todos sabían que había sido un renegado, aunque sus superiores en el FBI le daban mucha cuerda; tenía más de mil arrestos en su hoja de servicios. Pero había estado demasiado tiempo como agente encubierto y a pesar de su habilidad considerable para ser lo que no era, se había «sobreexpuesto», como decían sus compañeros. Era cuestión de tiempo que lo reconocieran y lo mataran, de manera que accedió de mala gana a encargarse de una tarea administrativa dirigiendo a los otros agentes secretos y a los Informantes Confidenciales (C.I.).