Con aquella información y una calculadora estaba completando los dos documentos básicos previos a cada vuelo: la hoja de navegación y el plan de vuelo. En la hoja debía marcar su posición, calcular las variaciones del rumbo provocadas por el viento y el grado de divergencia entre el rumbo verdadero y el rumbo magnético, determinar el tiempo estimado de vuelo (ETE) y con ello calcular el número sagrado: el que indica la cantidad de combustible que se necesita para el vuelo. Seis ciudades, seis planillas diferentes, docenas de puntos de control entre medias…
Luego estaba el plan de vuelo de la FAA, al dorso de la hoja de navegación. Una vez en el aire, el piloto debía activar el plan llamando a la Estación de Servicio de Vuelo en Mamaroneck, que, a su vez, debería comunicarse con Chicago e informarles de la hora estimada de llegada. Si el avión no llegaba en su momento, media hora después se le declaraba en emergencia y comenzaban los procedimientos de búsqueda y rescate.
La documentación era muy complicada y los cálculos debían estar perfectos. Si el avión disponía de una cantidad ilimitada de combustible, el piloto podía confiar en la navegación por radio y pasar tanto tiempo como quisiera paseando entre destino y destino, a la altitud que quisiera. Pero evidentemente, el combustible era muy caro y las dos turbohélices Garrett quemaban una cantidad impresionante; por otra parte, también pesaba bastante y transportarlo costaba mucho en tasas al combustible extra. En vuelos largos, en especial cuando se hacían varios despegues, que consumían mucho combustible, si llevaba demasiada gasolina la ganancia que la Compañía obtenía con el vuelo disminuía drásticamente. La FAA establecía que cada vuelo debía llevar el combustible necesario para llegar a destino, más una reserva, en el caso de un vuelo nocturno, equivalente a cuarenta y cinco minutos de vuelo.
Los dedos de Percey bailaban sobre la calculadora; completó las planillas con nítida caligrafía. En su vida cotidiana descuidaba muchas cosas, pero en cuestiones de vuelo era muy meticulosa. El mero acto de completar las frecuencias o las variaciones magnéticas le producía placer. Nunca escatimaba y nunca elucubraba cuando se requerían cálculos exactos. Aquel día se sumergió en el trabajo.
Roland Bell estaba a su lado, demacrado y huraño. El muchacho simpático de siempre había quedado atrás. Percey sufría por él, así como por ella; Brit Hale era el primer testigo que había perdido. Sintió un impulso irrazonable de tocarle el brazo y consolarlo, como él lo había hecho antes con ella. Pero Bell parecía ser uno de esos hombres que, cuando se enfrentan a alguna pérdida, se cierran en sí mismos; cualquier manifestación de compasión le molestaría. Percey pensó en que se parecían mucho. Bell miraba por la ventanilla del coche y su mano tocaba con frecuencia la culata negra de la pistola que llevaba en una funda bajo el brazo.
Justo cuado terminaba de confeccionar la última tarjeta del plan de vuelo la camioneta dobló la esquina y entró al aeropuerto. Se detuvo frente a los guardias armados que examinaron los carnés de identidad y les dejaron pasar.
Ron Talbot, manchado de grasa y exhausto, estaba sentado en la oficina y se enjugaba la frente sudorosa. Su cara tenía un alarmante color púrpura.
– Ron… -Percey se le acercó a la carrera-. ¿Estás bien?
Se abrazaron.
– Brit -dijo Ron, sacudiendo la cabeza y jadeando-. Se llevó también a Brit. Percey, no deberías estar aquí. Vete a un lugar seguro. Olvida el vuelo. No vale la pena.
Ella retrocedió.
– ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
– Sólo cansado.
Percey le quitó el cigarrillo de la mano y lo apagó.
– ¿Has hecho tú solo todo el trabajo en el Foxtrot Bravo?
– Yo…
– ¿Ron?
– Hice la mayor parte. Está casi terminado. El tipo de Northeast entregó el cartucho del extintor y la camisa de la cámara de combustión hace una hora. Comencé a instalarlos pero me sentí un poco cansado.
– ¿Dolor de pecho?
– No, de veras.
– Ron, vete a casa.
– Puedo…
– Ron -exclamó Percey-, acabo de perder a dos personas muy queridas. No voy a perder a una tercera… Puedo terminar la reparación. Es pan comido.
Talbot daba la impresión de que no podía levantar ni una llave inglesa, mucho menos una pesada cámara de combustión.
– ¿Dónde está Brad? -preguntó Percey. Era el copiloto para el vuelo.
– En camino. Llegará en una hora.
– Vete a casa -besó su frente sudorosa-. Y deja de fumar, por amor de Dios. ¿Estás loco?
Él la abrazó.
– Percey, en cuanto a Brit…
Ella lo hizo callar llevándose un dedo a los labios.
– A casa. Duerme un poco. Cuando te despiertes estaré en Erie y nos habremos hecho con ese contrato. Firmado, sellado y entregado.
Ron se levantó con esfuerzo y permaneció un momento mirando a través de la ventana el Foxtrot Bravo. Su rostro mostraba una gran amargura. Era la misma mirada que ella recordaba haber visto en sus ojos mansos cuando le comunicó que no había pasado las pruebas físicas y que ya no podría volar para ganarse la vida. Talbot se dirigió a la puerta.
Era hora de volver al trabajo. Se arremangó y le hizo una seña a Bell para que se acercara. Él inclinó la cabeza sobre ella de una forma que le encantó. La misma postura que adoptaba Ed cuando le hablaba bajo.
– Necesitaré estar unas horas en el hangar -le dijo-. ¿Podréis mantener alejado a ese hijo de puta hasta que termine?
Bell no contestó con aforismos sureños ni con dichos pintorescos. El hombre que llevaba dos pistolas asintió solemnemente y sus ojos se movieron con rapidez de sombra en sombra.
Tenían un misterio entre sus manos.
Cooper y Sachs habían examinado todos los vestigios encontrados en las ruedas de los camiones de bomberos y coches policiales de Chicago que habían estado en el lugar en que explotó el avión de Ed Carney. Hallaron tierra estéril, caca de perro, hierbas, aceite y basura, todo lo que Rhyme había esperado encontrar. Pero hicieron un descubrimiento que les pareció importante.
Rhyme no tenía ni idea de lo que significaba.
La única muestra de vestigios que mostraba señales de residuos de la bomba eran unos pequeños fragmentos de una sustancia beige flexible. El cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa informó que era C5H8.
– Isopreno -anunció Cooper.
– ¿Qué es eso? -preguntó Sachs.
– Goma -contestó Rhyme.
– También detecta ácidos grasos -continuó Cooper-. Tinturas, talco.
– ¿Algún agente de endurecimiento? -preguntó Rhyme-. ¿Arcilla? ¿Carbonato de magnesio? ¿Oxido de zinc?
– Ninguno.
– Es una goma blanda, como el látex.
– Y también hay pequeños fragmentos de cemento para goma -añadió Cooper, mientras miraba una muestra en el microscopio de luz polarizada-. Bingo -dijo.
– No bromees, Mel -gruñó Rhyme.
– Hay trozos de soldadura y minúsculos pedazos de plástico incrustados en la goma. Tarjeta de circuitos.
– ¿Parte del temporizador? -se preguntó Sachs en voz alta.
– No, estaba intacto -le recordó Rhyme.
Presentían que habían encontrado algo importante. Si era otra parte de la bomba, podría proporcionarles una pista sobre el origen del explosivo o de algún otro componente.
– Tenemos que saber con seguridad si proviene de la bomba o del mismo avión. Sachs, quiero que vayas al aeropuerto.
– Al…
– A Mamaroneck. Encuentra a Percey y pídele que te dé muestras de todo lo que tenga látex, goma o de las tarjetas de circuitos que pudiera haber en el interior de un avión como el que pilotaba Carney. Cerca del lugar de la explosión. Mel, envía la información a la Colección de Referencia de Explosivos del FBI y contacta con el CID [49] del ejército, quizá haya un revestimiento impermeable de látex de algún tipo que usen para los explosivos. Quizá lo podamos localizar de esa forma.