Cooper empezó a teclear en su ordenador, pero Rhyme se dio cuenta de que Sachs no estaba contenta con su tarea.
– ¿Quieres que vaya a hablar con ella? -le preguntó-. ¿Con Percey?
– Sí. Es lo que te estoy diciendo.
– Vale -Sachs suspiró-. Muy bien.
– Y no la molestes como lo has estado haciendo. Necesitamos su cooperación.
Rhyme no tenía idea de la razón por la cual Sachs se puso el chaleco antibalas con tanto enfado y salió sin despedirse.
Hora 31 de 45
Capítulo 29
En el aeropuerto Mamaroneck, Amelia vio a Roland Bell al acecho, fuera del hangar. Otros seis oficiales hacían guardia alrededor del enorme edificio. Supuso que también habría francotiradores en las cercanías.
Se fijó en la colina donde se había arrojado al suelo durante el tiroteo. Recordó, con disgusto, el olor de la tierra mezclada con el dulce aroma de la cordita que emanó de sus disparos fallidos.
– Detective -saludó a Bell.
– Hola -respondió el hombre volviéndose hacia ella. Luego siguió escudriñando el aeropuerto. Habían desaparecido sus simpáticas maneras de hombre del sur. Había cambiado. Sachs notó que ahora compartían algo de lo que no podían vanagloriarse: ambos habían disparado una vez contra el Bailarín y ambos habían fallado.
También los dos habían estado en la zona de muerte y habían sobrevivido. Sin embargo, Bell lo había hecho de forma más honrosa que ella. Sachs notó que su chaleco antibalas mostraba las huellas de la lucha: los destrozos causados por las dos balas que habían rebotado en él durante el ataque a la casa de seguridad. Se había mantenido firme en su posición.
– ¿Dónde está Percey? -preguntó la policía.
– Dentro. Está terminando las reparaciones.
– ¿Lo hace ella misma?
– Creo que sí. Es una gran mujer. Jamás hubiera pensado que una mujer tan poco atractiva como ella, tuviera toda esa fuerza. ¿Lo entiendes?
No me provoques.
– ¿Hay alguien más de la Compañía? -Señaló con la cabeza la oficina de Hudson Air. Había luz en su interior.
– Percey envió a casi todos a sus casas. La persona que será su copiloto está por llegar en cualquier momento. Y alguien de Operaciones está dentro. Me parece que se necesita alguien de guardia cuando se va a realizar un vuelo. Ya lo registré. No hay problemas.
– ¿De manera que, finalmente, hará ese vuelo? -preguntó Sachs.
– Así parece.
– ¿El avión ha estado vigilado todo el tiempo?
– Sí, desde ayer. ¿Qué haces aquí?
– Vengo a buscar unas muestras para analizar.
– Ese Rhyme también es un gran hombre.
– Ya…
– ¿Os entendéis bien?
– Hemos trabajado juntos en varios casos -contestó Sachs, con indiferencia-. Me salvó de trabajar en Asuntos Públicos.
– Es una buena acción. Escucha, me han dicho que sueles dar en el clavo.
– ¿Qué…?
– Que tiras muy bien con arma corta, que compites y todo.
Heme aquí, en el lugar de mi último torneo, pensó ella con amargura.
– Solo se trata de un hobby de fin de semana -musitó.
– Yo también suelo tirar con pistola; aún en un día bueno, con un arma de caño largo y preciso y yendo tiro a tiro, lo más que puedo disparar es a cincuenta o sesenta metros.
En su fuero interno, Sachs le agradeció sus comentarios pero reconoció que no eran más que un intento de consolarla por el fracaso del día anterior; las palabras no significaban nada para ella.
– Será mejor que vaya a hablar con Percey.
– Por allí, oficial.
Sachs entró en el amplio hangar. Caminó despacio y observó todos los lugares en donde el Bailarín podría esconderse. Se detuvo detrás de una pila de cajas; Percey no la vio.
La mujer estaba de pie sobre un pequeño andamio, con las manos en las caderas, y miraba la complicada red de cables y tubos del motor abierto. Se había arremangado y sus manos estaban cubiertas de grasa. Hizo un ademán afirmativo y luego se concentró en el compartimiento.
Sachs contemplaba fascinada cómo las hábiles manos de la mujer volaban sobre la maquinaria, apretando, comprobando, ajustando metal con metal y tensando juntas con precisos movimientos de sus frágiles brazos. Montó en apenas diez segundos un gran cilindro rojo, que Sachs pensó que sería el extintor.
Pero uno de los elementos, una especie de gran tubo de metal, no encajaba correctamente. Percey bajó del andamio, escogió una llave inglesa, y subió de nuevo. Aflojó tuercas, sacó otra pieza para tener más espacio de maniobra y trató nuevamente de colocar en su lugar el tubo grande.
No se movía.
Lo empujó con el hombro. No se movió un centímetro. Sacó otra pieza, y colocó meticulosamente cada tornillo y cada tuerca en una bandeja de plástico que estaba a sus pies. Se le enrojeció la cara por el esfuerzo cuando intentó montar la anilla de metal. Jadeaba mientras luchaba con el tubo. De repente éste se deslizó, se salió completamente de donde estaba y golpeó a Percey, que cayó hacia atrás. Aterrizó sobre pies y manos y las herramientas y tuercas que había arreglado con tanto cuidado se desparramaron sobre el suelo debajo de la cola del avión.
– ¡No! -gritó Percey-. ¡No!
Sachs se adelantó para ver si se había hecho daño, pero notó de inmediato que la exclamación no tenía nada que ver con el dolor: Percey cogió una llave grande y golpeó furiosamente con ella el suelo del hangar. La policía se detuvo y retrocedió hacia la sombra que proyectaba una gran caja de cartón.
– No, no, no… -gritó Percey y volvió a golpear el suelo de hormigón.
Sachs se quedó donde estaba.
– Oh, Ed… -murmuró la mujer y dejó caer la llave-. No puedo hacerlo sola. -Tratando de recuperar el aliento, se hizo un ovillo-. Ed… Oh, Ed… ¡Te echo tanto de menos!
Se quedó un rato, tirada como una débil hoja arrugada sobre el suelo brillante, y lloró. De repente el ataque pasó. Percey se puso de pie. Respiró profundamente y se enjugó las lágrimas. La aviadora que había en ella se hizo cargo nuevamente de la situación. Cogió las tuercas y las herramientas y volvió a subir al andamio. Observó un momento la anilla conflictiva. Examinó con cuidado las juntas pero no pudo ver dónde se sujetaban las piezas.
Sachs retrocedió hasta la puerta, la cerró de un golpe y luego caminó por el hangar haciendo mucho ruido. Percey se dio la vuelta, la vio y -luego siguió su trabajo en el motor. Se enjugó la cara varias veces con la manga. Sachs caminó hasta la base del andamio y observó cómo Percey luchaba con la anilla.
Ninguna de las dos dijo una palabra. Pasó un tiempo.
– Prueba con un gato -dijo Sachs por fin.
Percey se dio la vuelta y la miró. No dijo nada.
– Lo que pasa es que la tolerancia es muy estrecha -continuó Sachs-. Todo lo que necesitas es más fuerza. La vieja técnica de la coacción. No la enseñan en la escuela de mecánica.
Percey miró con cuidado los soportes de montaje de las piezas de metal.
– No estoy segura.
– Yo sí. Estás hablando con una experta.
– ¿Has montado alguna vez una cámara de combustión en un Lear? -preguntó la aviadora.
– No. Bujías en un Chevy Monza. Tienes que levantar el motor con un gato para llegar a ellas. Bueno, sólo en el V-8. ¿Pero quién querría comprar un motor de cuatro cilindros? Quiero decir, ¿qué sentido tiene?
Percey miró de nuevo el motor.
– ¿Entonces? -insistió Sachs-, ¿pruebas con un gato?
– Doblará la cubierta externa.
– No lo hará si lo pones aquí -Sachs señaló un elemento de la estructura que conectaba el motor a un soporte que llegaba hasta el fuselaje.