Percey estudió la instalación.
– No tengo un gato lo suficientemente pequeño como para que encaje allí.
– Yo sí. Lo traeré.
Sachs se dirigió al RRV y volvió con un gato. Subió al andamio y las rodillas le dolieron terriblemente por el esfuerzo.
– Prueba allí -tocó la base del motor-. Tiene un acero muy resistente.
Mientras Percey ponía el gato en posición, Sachs admiró los entresijos del motor.
– ¿Cuántos caballos de fuerza tiene?
– No lo evaluamos en caballos de fuerza -rió Percey-. Lo evaluamos en libras de empuje. Estas son turbinas Garrett TFE Siete Tres Uno. Cada una de cerca de treinta y cinco mil libras.
– Increíble -Sachs rió-. Joder.
Enganchó la manija al gato y después sintió la familiar resistencia cuando empezó a dar vueltas a la manivela.
– Nunca estuve tan cerca de una turbina -dijo-. Siempre soñé con conducir un coche de retropropulsión por las llanuras de sal.
– Esto no es realmente una turbina. Ya no quedan más de esas que tu dices. Sólo en el Concorde. Y en los reactores militares, por supuesto. Estos son turboventiladores. Como en los aviones comerciales. Mira ahí: ¿ves esas cuchillas? No son nada más que una hélice. Las turbinas no son eficientes a baja altitud. Éstas aprovechan casi un 40% más el combustible.
Sachs respiró hondo mientras se esforzaba en girar la manivela del gato. Percey puso nuevamente el hombro contra la anilla y empujó. La pieza no parecía grande, pero era muy pesada.
– Sabes de coches, ¿verdad? -preguntó, jadeando también.
– Me enseñó mi padre, que los adoraba. Nos pasábamos la tarde desarmándolos y luego armándolos de nuevo. Cuando no estaba de ronda.
– ¿De ronda?
– También era policía.
– ¿Y tú heredaste el gusanillo? -preguntó Percey.
– No, heredé el gusanillo por los coches y cuando eso ocurre, es mejor que tengas también el gusanillo de la suspensión, de la transmisión y del motor, pues caso contrario, no vas rápido a ninguna parte.
– ¿Alguna vez has pilotado un avión? -preguntó Percey.
– ¿Pilotar? -Sachs sonrió ante la palabra-. No. Pero quizá lo intente, ahora que sé que hay tanta potencia debajo del fuselaje.
Giró un poco más la manivela y sus músculos le dolieron. La anilla gruñó levemente y rozó al situarse un poco.
– No me parece que… -dijo Percey.
– ¡Ya casi lo tenemos!
Con un fuerte ruido metálico la anilla se colocó perfectamente en su montura. Percey esbozó una leve sonrisa.
– ¿Las enroscas? -preguntó Sachs, mientras ponía las tuercas en las ranuras de la anilla y buscaba una llave.
– Sí -dijo Percey-. Las enrosco muy fuerte porque a la que me descuide se soltarán.
Sachs ajustó las tuercas con una llave de trinquete.
El sonido de la herramienta la transportó a sus años de instituto y a las agradables tardes de sábado que pasaba con su padre. Recordó el olor de la gasolina, del aire otoñal, de los guisos de carne que preparaba en la cocina de su adosado en Brooklyn.
– Ya sigo yo con lo que falta -dijo Percey tras supervisar el trabajo de Sachs.
Comenzó a reconectar cables y componentes electrónicos. Sachs estaba fascinada. Percey hizo una pausa.
– Gracias -dijo muy bajito-. ¿A qué has venido? -preguntó un momento después.
– Encontramos otros materiales que pensamos que pueden provenir de la bomba, pero Lincoln no sabe si pertenecen a un avión o no. Trozos de látex beige, como de tarjetas de circuito. ¿Te resulta familiar?
Percey se encogió de hombros.
– Hay miles de juntas en un Lear. Podrían ser de látex, no tengo ni idea. ¿Tarjetas de circuito? Probablemente hay miles más. -Señaló con la cabeza un rincón, donde había un armario y un banco de taller-. Los circuitos hay que encargarlos especialmente, dependiendo del componente. Pero ahí tienes un buen montón de juntas. Llévate las muestras que necesites.
Sachs se acercó al banco y puso todos los fragmentos de goma de color beige que pudo encontrar en una bolsa de pruebas.
– Pensé que estabas aquí para arrestarme. Para llevarme a prisión -dijo Percey sin volverse a mirarla.
Es lo que debería hacer, pensó la policía. Pero respondió:
– Sólo vine a buscar muestras. -Después de un momento añadió-: ¿Qué te queda por hacer en el avión?
– Sólo una recalibración. Después, un examen para controlar las instalaciones eléctricas. Debo mirar también una ventana, la que reemplazó Ron. No me gustaría perderla a seiscientos kilómetros por hora. ¿Me alcanzas ese hexámetro? No, el métrico.
– Una vez yo perdí el parabrisas a ciento sesenta kilómetros por hora -dijo Sachs, alcanzándole las herramientas.
– ¿Un qué?
– Un parabrisas. El sospechoso al que perseguía tenía una escopeta de perdigones. Me agaché a tiempo. Pero me arrancó el parabrisas… Te aseguro que antes de atraparlo, tenía unos cuantos bichos en los dientes.
– Y pensar que creía vivir una vida de aventuras -dijo Percey.
– Gran parte de la mía es monótona. Lo que vale es el cinco por ciento de adrenalina.
– Lo sé -continuó Percey. Conectó un ordenador portátil a los componentes del motor. Le dio a las teclas y luego leyó la pantalla. Sin bajar la vista preguntó:
– Entonces, ¿qué pasa?
Sin apartar los ojos del ordenador y de los números que aparecían y desaparecían, Sachs preguntó:
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero a esta tensión que hay entre tú y yo.
– Por tu culpa casi muere un amigo mío.
Percey sacudió la cabeza.
– No es eso -dijo muy tranquilamente-. En tu trabajo hay riesgos. Tú decides si vas a asumirlos o no. Jerry Banks no era un novato. Se trata de otra cosa: la sentí antes de que lo hirieran, la primera vez que te vi, en el cuarto de Lincoln Rhyme.
Sachs no dijo nada. Sacó el gato del compartimiento del motor y lo puso sobre una mesa. Distraída, lo cerró.
Percey colocó tres piezas más en sus respectivos lugares con la misma desgana y precisión que un director de orquesta manejando la batuta. Sus manos eran verdaderamente mágicas. Por fin siguió:
– Es por él, ¿verdad?
– ¿A quién te refieres?
– Sabes a quién. A Lincoln Rhyme.
– ¿Piensas que estoy celosa? -Sachs rió.
– Sí, así es.
– Es ridículo.
– Hay algo más que trabajo entre vosotros dos. Creo que estás enamorada de él.
– Por supuesto que no. Es una locura.
Percey le lanzó una mirada cargada de intención y luego enrolló cuidadosamente el cable sobrante y lo guardó en un rincón del compartimiento del motor.
– Sólo siento respeto por su talento, eso es todo.
Percey se señaló con una mano manchada de grasa.
– Vamos, Amelia, mírame. Sería una amante horrible. Soy pequeña, soy mandona, no soy guapa.
– Tú eres… -empezó a decir Sachs.
– ¿Vas a empezar con el cuento del patito feo? -la interrumpió Percey-. Ya sabes, ése que todos creían que era feo hasta que se convirtió en cisne. Lo leí un millón de veces en mi infancia. Pero nunca me convertí en cisne. Quizá por eso aprendí a volar -dijo con una fría sonrisa-, pero no es lo mismo. Además -continuó-, soy viuda. Acabo de perder a mi marido. No estoy en absoluto interesada en otra persona.
– Lo siento -se disculpó Sachs lentamente, pues no tenía ninguna gana de seguir con aquella conversación-, pero déjame decirte… bueno, que no pareces estar de luto realmente.
– ¿Por qué? ¿Porque me esfuerzo para que mi compañía siga funcionando?
– No, hay algo más -contestó Sachs cauta-. ¿No es cierto?
– Ed y yo nos sentíamos increíblemente compenetrados -le confió Percey a Sachs-. Eramos marido y mujer, amigos y socios… Y sí, él estaba saliendo con otra.
Instintivamente, Sachs se volvió hacia la oficina de Hudson Air.