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– Es verdad -dijo Percey-. Se trata de Lauren. La conociste ayer. La morenita que lloraba tanto. Me destrozó el corazón. Diablos, también hizo pedazos a Ed. Me amaba pero necesitaba a sus bellas amantes. Siempre las buscaba. Sabes, pienso que era más difícil para ellas. Porque Ed siempre volvía a casa, volvía a mí… -Se detuvo un momento y controló sus lágrimas-. En eso consiste el amor, me parece. En volver a casa siempre.

– ¿Y tú?

– ¿Si le fui fiel? -preguntó Percey. Soltó otra de sus extrañas carcajadas, la risa de alguien que se conoce muy bien pero a quien no le gusta de sí mismo todo lo que sabe-. No tuve demasiadas oportunidades. No soy la clase de chica a quien se queden mirando por la calle. -Examinó distraída una llave fija de tuerca-. Pero sí, cuando supe que Ed tenía sus amiguitas, hace unos años, me puse furiosa. Me dolió mucho. Salí con otros hombres. Ron y yo, me refiero a Ron Talbot, pasamos juntos unos meses. -Sonrió-. Hasta quiso casarse conmigo. Decía que merecía algo mejor que Ed. Y yo también lo creo. Pero aun con todas esas mujeres en su vida, Ed era el hombre con quien quería estar. Eso no cambió nunca. -La mirada de Percey se perdió en la distancia-. Nos conocimos en la Marina. Ambos éramos pilotos de combate. Cuando me pidió que nos casáramos… Sabes, la forma tradicional de hacerlo, entre los militares, consiste en decir «¿Quieres ser mi carga familiar?». Es como una broma. Pero como los dos éramos tenientes, Ed dijo «Seamos las cargas familiares el uno del otro». Quería darme un anillo de compromiso pero mi padre me repudió…

– ¿De verdad?

– Sí. Fue un verdadero culebrón, que no te quiero contar ahora. De todas formas, Ed y yo estábamos ahorrando cada centavo para abrir, después de dejar la vida militar, nuestra propia compañía charter. No gastábamos en nada. Pero una noche me dijo «Vayamos a volar». Entonces pedimos prestado un viejo Norseman que tenían en el campo. Es un avión resistente, con motor rotativo enfriado por aire… Puedes hacer cualquier cosa con ese avión. Bueno, yo estaba en el asiento del piloto. Había despegado y volábamos a una altura de dos mil metros. De repente me besó y sacudió la palanca de mando, lo que significaba que tomaba la dirección. Le dejé hacerlo. Dijo, «A pesar de todo, tengo un diamante para ti, Perce».

– ¿Lo tenía? -preguntó Sachs.

– Aceleró, todo lo más que pudo -sonrió Percey-, y movió hacia atrás la palanca de mando. El morro se levantó en el aire. -En aquel momento las lágrimas le corrían sin freno por la cara-. Por un momento, antes que moviera el timón de dirección y comenzáramos a perder velocidad, nos dirigimos en línea recta hacia el cielo nocturno. Él se inclinó y me dijo, «Escoge entre todas las estrellas de la noche, puedes tener la que quieras».

Percey bajó la cabeza y contuvo el aliento. Todas las estrellas de la noche…

Después de un momento, se enjugó los ojos con la manga y volvió al motor.

– Créeme. No tienes nada de qué preocuparte. Lincoln es un hombre fascinante, pero Ed es el único al que quise.

– Hay cosas que tú no sabes -suspiró Sachs-. Le recuerdas a alguien. Alguien de quien estuvo enamorado. Apareces tú y de repente parece como si estuviera nuevamente con ella.

– Tenemos algunas cosas en común -Percey se encogió de hombros-. Nos comprendemos. ¿Y qué? No significa nada. Espabílate, Amelia. Rhyme te quiere.

– No lo creo -rió Sachs.

Percey la miró nuevamente, como queriendo decir lo que tú digas… y comenzó a guardar el equipo en cajas, con tanta meticulosidad como la que había empleado para trabajar con las herramientas y el ordenador.

Roland Bell entró a grandes zancadas y registró las ventanas. Escudriñó las sombras.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– No pasa nada.

– Tengo un mensaje para ti. Los de U.S. Medical acaban de salir del hospital de Westchester. La carga estará aquí en una hora. Para quedarme tranquilo algunos de nuestros hombres los siguen en un coche. Pero no temas que los asustemos y te arruinemos el negocio: mis muchachos son muy buenos en lo que hacen. El conductor nunca sabrá que lo siguen.

Percey consultó su reloj.

– Está bien. -Se dirigió a Bell, que observaba el compartimiento abierto del motor, como una víbora a una mangosta. Le preguntó-: ¿No necesitaremos custodia en este vuelo, verdad?

Bell exhaló un sonoro suspiro.

– Después de lo que pasó en la casa de seguridad -dijo con una voz baja y solemne- no te perderé de vista.

Sacudió la cabeza y con aspecto de estar ya mareado, volvió hacia la puerta principal y desapareció en el fresco aire de la tarde.

Percey metió la cabeza dentro del compartimiento del motor, y se puso a repasar con cuidado su trabajo.

– Si miro a Rhyme y luego te miro a ti -dijo sin desviar la atención-, no os doy más de cincuenta-cincuenta, debo decirte. Se dio la vuelta y miró a Sachs-. Sabes, hace algunos años tenía un instructor de vuelo bastante curioso.

– ¿Por?

– Cuando pilotábamos un multimotor, hacía el truco de anular la aceleración y apagar la hélice; luego nos ordenaba que aterrizáramos. Muchos instructores suelen apagar los motores unos minutos, en altitud, para saber cómo reaccionaríamos, pero siempre los encendían antes de aterrizar. Este instructor que te digo, sin embargo, nos hacía aterrizar con un solo motor. Los estudiantes siempre le preguntábamos «¿No es peligroso?». Su respuesta era: «Dios no da nada por seguro. A veces hay que arriesgarse». -Percey cerró la cubierta del motor y la sujetó-. Muy bien, hemos terminado. El maldito avión ya puede volar.

Le dio unas palmadas al brillante revestimiento, como si fuera una vaquera palmeando el trasero de un caballo de rodeo.

Hora 32 de 45

Capítulo 30

A las seis de la tarde del domingo llamaron a Jodie, que seguía encerrado a cal y canto en el dormitorio de la planta inferior del domicilio de Rhyme.

Subió las escaleras de mala gana, aferrado al libro Nunca más dependiente, como si fuera la Biblia. Rhyme recordaba aquel título. Durante meses había aparecido en la lista de más vendidos del Times; como en ese momento pasaba por un período depresivo, había prestado atención al título aplicándolo con cinismo a sí mismo, dependiente para siempre.

Un grupo de agentes federales volaba de Quantico a Cumberland, en Virginia Occidental, la antigua residencia de Stephen Kall, para buscar todas las pistas que pudieran encontrar, a fin de descubrir a partir de ahí su paradero actual. Pero Rhyme se había percatado de con cuánto cuidado había limpiado el Bailarín las escenas de crimen, y por lo tanto no creía que el joven hubiera sido menos cuidadoso para cubrir sus rastros.

– Nos contaste algunas cosas sobre él -le dijo Rhyme a Jodie-. Algunos hechos, alguna información, qué come. Queremos saber algo más.

– Piénsatelo bien.

Jodie parpadeó. Rhyme supuso que estaba pensando en qué decir para satisfacerlos, seguramente impresiones superficiales, pero se sorprendió cuando Jodie dijo:

– Bueno, para empezar, te teme.

– ¿A nosotros?

– No. Sólo a ti.

– ¿A mí? -preguntó Rhyme, asombrado-. ¿Me conoce?

– Sabe que tu nombre es Lincoln. Y que estás decidido a atraparlo.

– ¿Cómo?

– No lo sé -dijo el hombre. Luego añadió-. Sabes, hizo un par de llamadas con su móvil. Y escuchó durante un rato largo. Yo pensaba…

– Oh, Dios del cielo -exclamó Dellray-. Ha pinchado la línea de alguien.

– ¡Por supuesto! -gritó Rhyme-. Probablemente de la oficina de Hudson Air. Así descubrió lo de la casa de seguridad. ¿Por qué no lo pensamos antes?

– Tenemos que examinar la oficina -masculló Dellray-. Pero el micrófono oculto puede estar en cualquier otra parte. Lo encontraremos. Lo encontraremos. -De inmediato hizo una llamada a los servicios técnicos del FBI.