– Sigue -le indicó Rhyme a Jodie-. ¿Qué más sabe de mí?
– Sabe que eres detective. No creo que sepa dónde vives, ni tu apellido. Pero te teme como al diablo.
Si Rhyme hubiera podido registrar un sacudón de excitación, y orgullo, lo hubiera sentido en ese momento.
Veamos, Stephen Kall, si podemos hacer que te asustes un poco más.
– Nos ayudaste una vez, Jodie. Necesito que nos ayudes de nuevo.
– ¿Estáis locos?
– Cállate la boca -ladró Dellray-. Y escucha lo que te dice Lincoln. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?
– Yo hice lo que prometí. No haré nada más -Jodie emitió un quejumbroso gemido. Rhyme miró a Sellitto, necesitaba su habilidad para convencer.
– Te interesa ayudarnos -dijo Sellitto con tranquilidad.
– ¿Que me disparen por la espalda me interesa? ¿Que me disparen a la cabeza me interesa? Je, je. Ya lo veo. ¿Me lo podéis explicar?
– Claro que te lo puedo a explicar -gruñó Sellitto-. El Bailarín sabe que lo denunciaste. No tenía por qué dispararte en la casa de seguridad, ¿verdad? ¿Tengo razón?
Siempre hay que hacer que los cabrones hablen. Que participen. Sellitto le había explicado a menudo a Lincoln Rhyme la mejor manera de interrogar.
– Supongo que sí.
Sellitto le hizo a Jodie un ademán con un dedo para que se acercara:
– Lo que le hubiera convenido hacer es huir lo antes posible, pero se tomó la molestia de buscar una posición de francotirador y trató de matarte. Entonces, ¿qué podemos pensar?
– Yo…
– Que no va a descansar hasta que no te elimine.
– Si es el tipo de persona que me imagino -intervino Dellray-, no querrías que te llamara a la puerta a las tres de la mañana: esta semana, el mes próximo, o el año que viene. ¿Estamos de acuerdo?
– Entonces -resumió Sellitto con brusquedad-, ¿te interesa o no te interesa ayudarnos?
– ¿Pero me daréis la protección para testigos?
Sellitto se encogió de hombros.
– Sí y no.
– ¿Cómo?
– Si nos ayudas, sí. Si no lo haces, no.
Jodie tenía los ojos enrojecidos y llorosos. Parecía muy asustado. En los años que habían transcurrido desde su accidente, Rhyme había sentido temor por otros, por Amelia, por Thom y por Lon Sellitto. Pero no creía haber tenido alguna vez miedo a la muerte, y seguramente no después del accidente. Se preguntó cómo sería vivir con tanto terror. Una vida de ratón.
Demasiadas maneras de morir…
Sellitto, desempeñando el papel de policía bueno, sonrió levemente a Jodie:
– ¿Estabas allí cuando mató a ese agente en el sótano, verdad?
– Sí, lo estaba.
– Ese hombre podría estar vivo ahora. Y también Brit Hale. Y muchas otras personas… si alguien nos hubiera ayudado a detener a este gilipollas hace unos años. Bueno, ahora tú puedes ayudarnos a cogerlo. Puedes hacer que Percey siga con vida, quizá docenas de otras personas. Tú lo puedes hacer.
Era el genio de Sellitto en acción. Rhyme le hubiera intimidado y coaccionado, y en caso de necesidad, hasta hubiera sobornado a Jodie, pero nunca se le habría ocurrido apelar a la pizca de decencia que el detective veía en él.
Distraído, Jodie pasó las páginas de su libro con dedos mugrientos. Al final, levantó la vista y, con una seriedad sorprendente, dijo:
– Cuando lo conducía a mi escondite, en el metro, un par de veces pensé en empujarlo y hacerlo caer en una cloaca. El agua corre con mucha velocidad. Lo hubiera llevado derecho al Hudson. También conozco donde guardan un montón de puntas de traviesas. Podría haber cogido una y golpearlo en la cabeza cuando no estuviera mirando. Realmente pensé en hacerlo. Pero me asusté. -Levantó el libro-. «Capítulo Tres. Enfréntate a tus demonios.» Sabéis, yo siempre he huido. Nunca me enfrenté a nada. Pensé que quizá podría enfrentarme a él, pero no fue así.
– Pues, ahora tienes la posibilidad de hacerlo -dijo Sellitto.
Pasó nuevamente las hojas gastadas. Suspiró.
– ¿Qué tengo que hacer?
Dellray apuntó hacia el techo con un pulgar extraordinariamente largo, era su forma de manifestar aprobación.
– Te lo diremos en un minuto -dijo Rhyme, mirando alrededor del cuarto. De repente, gritó-: ¡Thom! ¡Thom! Ven aquí. Te necesito.
– ¿Sí? -el ayudante asomó el rostro por la puerta.
– Me siento algo coqueto -anunció Rhyme teatralmente.
– ¿Qué?
– Me siento vanidoso. Necesito un espejo.
– ¿Quieres un espejo?
– Bien grande. Y quiero que me peines, por favor. Te lo he pedido varias veces y siempre se te olvida.
La furgoneta de U.S. Medical and Healthcare se detuvo al lado de la pista. Si a los dos empleados, con uniformes blancos, que transportaban un cuarto de millón de dólares en órganos humanos, les preocupaban los policías armados con ametralladoras que custodiaban el campo, no dieron señales de manifestarlo.
La única vez que se estremecieron fue cuando King, el pastor alemán de los artificieros, olisqueó, en busca de explosivos, las cajas con el cargamento.
– Hum, hay que vigilar a ese perro -dijo, nervioso, uno de los empleados-. Me imagino que para él un hígado es un hígado y un corazón, un corazón.
Pero King se comportó como un profesional en toda regla y aprobó la carga sin probar el contenido. Los hombres llevaron los contenedores a bordo y los colocaron en las unidades refrigeradas. Percey volvió a la cabina donde Brad Torgeson, un joven piloto de pelo rubio como la arena, que volaba ocasionalmente para Hudson Air, realizaba el control previo.
Ya había realizado junto a Percey el chequeo exterior, acompañados por Bell, tres agentes y King. No había forma posible de que el Bailarín hubiera entrado en el avión, pero el asesino tenía fama de materializarse repentinamente, por lo que aquél fue el chequeo exterior previo al vuelo más meticuloso de toda la historia de la aviación.
Si miraba hacia atrás, hacia el compartimiento de pasajeros, Percey podía ver las luces de las unidades refrigeradas. Sentía que le inundaba una oleada de satisfacción cuando las máquinas inanimadas, creadas y puestas a punto por el hombre, cobraban vida. La prueba de la existencia de Dios, para Percey Clay, era el zumbido de los servomotores y la fuerza de ascenso que poseía una esbelta ala metálica cuando el plano aerodinámico permitía una presión superior negativa, desafiando la ley de la gravedad.
Mientras continuaba con los procedimientos establecidos para iniciar el vuelo, Percey se sorprendió por el sonido de una fuerte respiración a su lado.
– Vaya -dijo Brad cuando King decidió que no había explosivos en su entrepierna y siguió con su registro del interior del avión.
Hacía poco Rhyme había llamado a Percey para decirle que él y Amelia Sachs habían examinado las juntas y los tubos, pero no habían encontrado semejanzas con el látex descubierto en la escena de la catástrofe de Chicago. Rhyme suponía que el Bailarín podría haber usado goma para sellar los explosivos para que los perros no los detectaran por el olor. Por eso hizo que Percey y Brad descendieran unos minutos mientras los artificieros inspeccionaban todo el avión, por dentro y por fuera, con aparatos hipersensibles, en búsqueda de un temporizador.
No encontraron nada.
Cuando el avión saliera del hangar, la pista estaría vigilada por patrulleros de uniforme. Fred Dellray había contactado con la FAA para acordar que el plan de vuelo se mantuviera en secreto, con el propósito de que el Bailarín ignorara el destino del avión, si es que sabía que Percey lo pilotaba. El agente también había contactado con las oficinas del FBI en cada una de las ciudades de destino para que auxiliares tácticos estuvieran en la pista cuando se entregaba la carga.
En aquel momento, con los motores encendidos, Brad en el asiento de copiloto y Roland Bell en uno de los dos asientos para pasajeros, Percey Clay comunicó con la torre de control.