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– Todo tuyo -dijo a seis mil cuatrocientos metros.

– Lo tengo -le respondió Brad.

– ¿Un café?

– Sí, gracias.

Percey se dirigió al fondo del avión, sirvió tres tazas, le llevó tina a Brad y luego se sentó al lado de Roland Bell, quien cogió la suya con manos temblorosas.

– ¿Cómo lo estás pasando? -le preguntó.

– No es que tenga miedo a volar, es que me pongo -su cara se ensombreció- bueno, nervioso como un… -Quizá había mil comparaciones posibles, pero no tuvo ánimo para emplear ninguna-. Sólo nervioso -concluyó.

– Echa una mirada -le pidió Percey, señalando la ventanilla de la cabina del piloto.

Ron se echó hacia adelante y miró por la ventanilla. Percey observó su cara iluminándose por la sorpresa que le produjo ver la magnificencia del crepúsculo.

– Bueno, qué extraordinario… -silbó animado-. Me pareció muy bueno el despegue.

– Es un aparato muy eficiente. ¿Has oído hablar de Brooke Knapp?

– Creo que no.

– Era una empresaria de California. Estableció un récord de vuelo alrededor del mundo con un Lear 35A, como en el que volamos ahora. Le llevó poco más de cincuenta horas. Algún día batiré ese récord.

– No dudo de que lo harás -ahora Ron estaba más tranquilo. Miró los controles-. Parece terriblemente complicado.

Percey tomó un sorbo de café.

– Tiene un truco esto de volar que no le contamos a la gente. Una especie de secreto profesional. Es mucho más simple de lo que piensas.

– ¿Cuál es ese truco?

– Bueno, mira hacia fuera. ¿Ves esas luces de color en la punta de las alas?

Ron no quería mirar pero lo hizo.

– Sí, las veo.

– Hay una en la cola también.

– Hum, hum. Recuerdo haberla visto, me parece.

– Lo único que tenemos que hacer es mantener el avión entre esas luces y todo saldrá bien.

– Entre… -Le llevó un instante comprender la broma. Miró el rostro inexpresivo de Percey y luego sonrió-. ¿Te has burlado de muchos con ese chiste?

– De unos cuantos.

Pero la broma no lo divirtió realmente. Sus ojos seguían clavados en la alfombra. Después de un largo silencio, Percey dijo:

– Brit Hale podría haberse negado a testificar, Roland. Conocía los riesgos.

– No, no los conocía -respondió Bell-. No. Nos apoyó en lo que estábamos preparando sin saber gran cosa. Yo tendría que haberlo pensado mejor. Tendría que haberme dado cuenta de lo que pasaba con los camiones de bomberos. Debería haber adivinado que el asesino llegaría a vuestros dormitorios. Os tendría que haber llevado al sótano o a otro lugar. Y también podría haber disparado mejor.

Bell parecía tan desanimado que a Percey no se le ocurrió nada que decirle. Apoyó la mano sobre su antebrazo. Parecía delgado, pero era muy fuerte.

Ron rió suavemente.

– ¿Quieres saber una cosa? -Ron río suavemente.

– ¿Qué?

– Esta es la primera vez desde que te conozco que pareces un poco relajada.

– Es el único lugar en que me siento en casa -dijo Percey.

– Volamos a trescientos veinte kilómetros por hora a mil quinientos metros de altura y te sientes segura -suspiró Bell.

– No, vamos a seiscientos cuarenta kilómetros por hora, a una altura de seis mil metros.

– Vale. Gracias por compartirlo conmigo.

– Hay un antiguo refrán de pilotos -dijo Percey-: «San Pedro no cuenta el tiempo que pasas volando, y duplica las horas que pasas en tierra».

– ¡Qué gracioso! -exclamó Bell-. Mi tío decía algo parecido también, sólo que él se refería a la pesca. Prefiero mil veces su versión a la tuya. No te lo tomes como algo personal.

Hora 33 de 45

Capítulo 31

Gusanos…

Stephen Kall, bañado en sudor, estaba en un cuarto de baño mugriento en la parte de atrás de un restaurante cubano-chino.

Se restregaba como si la salvación de su alma dependiera de ello.

Los gusanos lo mordisqueaban, lo comían, lo cubrían…

Quítalos… ¡Quítalos!

Soldado…

Señor, estoy ocupado, señor.

Sol…

Frota, frota, frota.

Lincoln el Gusano me persigue.

Siempre que Lincoln el Gusano se acerca, aparecen ellos.

¡Fuera!

Movió el cepillo hacia atrás y hacia delante hasta que las cutículas sangraron.

Soldado, esa sangre es una prueba. No puedes…

¡Fuera!

Se secó las manos y después cogió el estuche de la guitarra y la bolsa de libros. Entró al salón del restaurante.

Soldado, tus guantes…

Los clientes, alarmados, miraron sus manos ensangrentadas y su expresión enloquecida.

– Gusanos -musitó, como única explicación para todo el restaurante-, jodidos gusanos -luego salió a la calle.

Caminó deprisa por la acera y procuró calmarse. Pensó en lo que le quedaba por hacer. Tenía que matar a Jodie, por supuesto.

Tengo que matarlo tengo que matarlo tengo que matarlo… No porque me haya traicionado, sino por haberle proporcionado tanta información…

¿Por qué mierda lo haces, soldado?

Y tenía que matar a Lincoln el Gusano porque… lo comerían los gusanos si no lo hacía.

Tengo que matar tengo que matar tengo que matar…

¿Me estás escuchando, soldado? ¿Me escuchas?

Era todo lo que quedaba por hacer.

Luego partiría. Volvería a Virginia Occidental. De regreso a las colinas.

Lincoln, muerto.

Jodie, muerto.

Tengo que matar tengo que matar tengo que matar…

No había nada que lo retuviera en la ciudad.

En cuanto a la Mujer…

Miró su reloj. Eran pasadas las siete de la tarde. Bueno, probablemente ya estaría muerta.

– Es blindado.

– ¿También contra esas balas? -preguntó Jodie-. ¡Dijiste que traspasaban todo!

Dellray le aseguró que era efectivo. El chaleco consistía en un grueso tejido Kevlar [51] sobre una plancha de acero. Pesaba casi veinte kilos y Rhyme no conocía a ningún policía de la calle que usara un chaleco como aquel.

– ¿Pero qué pasa si me dispara a la cabeza?

– Quiere matarme a mí más de lo que quiere matarte a ti -dijo Rhyme.

– ¿Y cómo va a saber que estoy aquí?

– ¿Cómo crees tú, cabrón? -le espetó Dellray-. Se lo voy a decir.

El agente le abrochó el chaleco y le puso encima una cazadora. Jodie se había dado una ducha, no sin protestar, y también le proporcionaron una muda limpia. La amplia chaqueta de color azul marino que cubría el chaleco antibalas le quedaba un poco grande, pero hacía que pareciera musculoso. Se miró en el espejo, y al ver su aspecto atildado y con ropa nueva, sonrió por primera vez desde que estaba allí.

– Vale -dijo Sellitto a los dos agentes secretos-, llevadlo al centro de la ciudad.

Los oficiales lo escoltaron hacia la salida.

Después de que partiera, Dellray miró a Rhyme, que asintió con la cabeza. El agente suspiró y abrió su móvil. Hizo una llamada a Hudson Air Charters, donde otro agente esperaba para coger el teléfono. El grupo técnico del FBI había encontrado un micrófono en un cajetín cerca del aeropuerto, conectado con la línea de Hudson Air. Los agentes, sin embargo, no lo habían quitado; en realidad, ante la insistencia de Rhyme, habían controlado que estuviera en funcionamiento y habían cambiado las pilas. El criminalista confiaba en aquel dispositivo para montar la nueva trampa.

En el altavoz se escuchó el timbre de llamada y luego un clic.

– Agente Móndale -contestó una voz de barítono. No era su verdadero nombre y hablaba de acuerdo a un guión escrito previamente.

– Móndale -dijo Dellray, con toda la inocencia del mundo-. Aquí el agente Wilson, estamos en la casa de Lincoln (no dijo Rhyme porque el Bailarín lo conocía como Lincoln.) ¿Cómo está el aeropuerto?

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[51] Kevlar: fibras sintéticas fuertes y livianas. (N. de la T.)