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Rápidamente desmontó el telémetro con manos temblorosas y lo volvió a colocar, junto con el fusil, en el estuche de la guitarra. Luchó por contener las náuseas, el temor.

Soldado…

Señor, me retiro, señor.

Soldado, ¿qué vas a…

¡Señor, que le follen, señor!

Se deslizó entre los árboles y llegó a un sendero. Caminó con aire despreocupado alrededor del prado, rumbo al este.

Oh, sí, ahora estaba más seguro que antes: tenía que matar a Lincoln el Gusano. Un nuevo plan. Necesitaba una hora o dos para pensar, para considerar lo que iba a hacer.

De repente salió del sendero y se detuvo entre los arbustos durante largo rato, escuchando, mirando a su alrededor. Les había preocupado tanto que sospechara si notaba que el parque estaba desierto que no habían cerrado las entradas.

Cometieron ese error…

Stephen vio un grupo de gente de su edad, yuppies por su aspecto, vestidos con sudaderas o ropa deportiva. Llevaban fundas de raquetas y mochilas y se dirigían al Upper East Side. Hablaban en voz alta mientras caminaban. Tenían el pelo mojado por las duchas que acababan de darse en un club atlético cercano.

Esperó a que terminaran de pasar y luego se incorporó a la marcha como si tomara parte del grupo. Le sonrió incluso a uno de ellos. Caminó con paso enérgico, balanceando de manera desenfadada el estuche de guitarra y los siguió hacia el túnel que llevaba al East Side.

Hora 34 de 45

Capítulo 32

El crepúsculo los rodeaba.

Percey Clay, sentada de nuevo en el asiento del lado izquierdo del Learjet, vio frente a ellos la corona de luces de Chicago.

El Centro de Informaciones del aeródromo indicó que descendieran a tres mil seiscientos metros.

– Comenzamos el descenso -anunció Percey, soltando el acelerador-. ATIS [52].

Brad conectó su radio con el sistema automatizado de informaciones del aeropuerto y repitió en voz alta lo que la voz grabada decía.

– Control de Chicago. Whisky. Vientos dos cinco cero en tres. Temperatura quince grados. Altímetro treinta punto uno, uno.

Brad fijó el altímetro mientras Percey decía:

– Control de Chicago, aquí el Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Estamos aproximándonos a tres mil seiscientos metros. Rumbo dos ocho cero.

– Buenas noches, Foxtrot Bravo. Descended y manteneos a tres mil metros. Esperad los vectores de la pista veintisiete derecha.

– Roger. Descendemos y mantenemos a tres mil. Vectores, dos siete derecha. Nueve Cinco Foxtrot Bravo.

Percey se negó a mirar hacia abajo. En algún lugar allá abajo estaba la tumba de su marido y su avión. No sabía si a él le habían dado pista libre para aterrizar en la veintisiete derecha del aeropuerto O'Hare, pero era probable que lo hubieran hecho y de ser así, la Torre de Control lo habría guiado exactamente por el mismo lugar por donde ella pasaba en aquel momento.

Quizá la hubiera llamado desde ese lugar…

¡No! No pienses en eso, se ordenó a sí misma. Pilota el avión.

– Brad -dijo con voz tranquila-, ésta será una aproximación visual a la pista veintisiete derecha. Controla la aproximación y anuncia todas las altitudes asignadas. Cuando lleguemos a la última fase, por favor, controla la velocidad, la altitud y la velocidad de descenso. Avísame si descendemos a más de tres mil metros por minuto. El go-around [53] será de noventa y dos por ciento.

– Roger.

– Flaps a diez grados.

– Flaps, diez, diez, verde.

La radio crepitó:

– Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo, girad a la izquierda rumbo dos cuatro cero, descended y mantened mil doscientos.

– Cinco Foxtrot Bravo, salimos de diez para cuatro. Rumbo dos cuatro cero.

Soltó un poco el acelerador y el avión descendió levemente; disminuyó el sonido chirriante de los motores. Percey pudo escuchar el silbido del viento, parecido al que agita las sábanas cuando por la noche queda una ventana abierta.

– Vas a aterrizar por primera vez en un Lear -le gritó Percey a Bell-. Veamos si lo puedo dejar en tierra sin que se derrame tu café.

– Todo lo que pido es mantenerme de una pieza -dijo Bell y se ajustó el cinturón de seguridad como si fuera la cuerda de un arnés para hacer puenting.

– Nada, Rhyme.

– No lo creo -el criminalista cerró los ojos con disgusto-. No lo puedo creer.

– Se fue. Estuvo aquí, de eso están seguros. Pero los micrófonos no captan ni un sonido.

Rhyme levantó la vista hacia el gran espejo que había pedido a Thom que colocara de pie en el cuarto. Estuvieron esperando que las balas explosivas lo hicieran trizas. Central Park estaba plagado de agentes tácticos de Haumann y Dellray, que sólo esperaban oír un disparo.

– ¿Dónde está Jodie? -reclamó Rhyme.

– Escondido en el callejón -rió Dellray-. Vio un coche que pasaba y se asustó.

– ¿Qué coche? -preguntó Rhyme.

– Si era el Bailarín -respondió el agente con ironía- entonces se había convertido en cuatro chicas portorriqueñas gordas. El cabrón dijo que no saldría hasta que alguien apagara las luces frente al edificio.

– Déjalo. Ya regresará cuando tenga frío.

– O para buscar su dinero -recordó Sachs.

Rhyme frunció el ceño. Se sentía amargamente decepcionado porque la trampa no había funcionado. ¿Había fallado él? ¿O era el misterioso instinto que poseía el Bailarín? ¿Un sexto sentido? La idea le repugnaba, no en vano era un científico, pero no la podía descartar por completo; después de todo, hasta la policía de Nueva York usaba de vez en cuando a parapsicólogos.

Sachs fue hacia la ventana.

– No -le dijo Rhyme-. Todavía no sabemos con seguridad si se ha ido o no.

Sellitto se mantuvo alejado de los cristales mientras cerraba las cortinas.

Era extraño, pero asustaba más no saber exactamente dónde estaba el Bailarín, que pensar que estaban siendo apuntados con un fusil de gran precisión a través de una ventana a sesenta metros de distancia.

Entonces sonó el teléfono de Cooper, quien contestó la llamada.

– Lincoln, son los artificieros del FBI. Examinaron la Colección de Referencia de Explosivos. Dicen que tienen una posible coincidencia de los trozos de látex.

– ¿Cómo?

Cooper escuchó un instante al agente.

– No hay pistas sobre el tipo específico de goma, pero sostienen que podría coincidir con un material que se usa en los detonadores de altímetro. Consisten en un globo de látex que se llena de aire; al ascender el avión se expande a causa de la baja presión de las grandes altitudes, y cuando llega a una cierta altura, el globo presiona un interruptor ubicado a un costado de la carcasa de la bomba. Cuando se completa el contacto la bomba explota.

– Pero esta bomba detonó con un temporizador.

– Sólo me están contando lo del látex.

Rhyme miró las bolsas de plástico que contenían los componentes de la bomba. Sus ojos se posaron en el temporizador. ¿Por qué se encuentra en tan buen estado?, pensó.

Porque estaba montado en un saliente de acero.

Pero el Bailarín lo podría haber montado en cualquier otro lugar, lo podía haber incrustado dentro del mismo explosivo plástico, lo que la hubiera reducido a pedazos microscópicos. Al principio le pareció un descuido que dejara intacto el temporizador, pero ahora dudaba.

– Diles que el avión explotó cuando descendía -dijo Sachs.

Cooper transmitió el comentario y tras escuchar las respuestas comentó:

– Dicen que puede tratarse de una variación en la forma de construcción de la bomba. Cuando el avión asciende, el globo en expansión toca un interruptor que arma la bomba; cuando el avión desciende el globo se encoge y cierra el circuito. Eso la hace explotar.

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[52] ATIS: Automatic Track Initiation System o iniciación automática de seguimiento (N. de la T.)

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[53] Go-around: aproximación frustrada y nueva subida del avión. (N. de la T.)