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– ¡El temporizador es un engaño! Lo montó detrás del trozo de metal para que no se destruyera, para que pensáramos que era una bomba de tiempo y no de altitud. ¿A qué altura estaba el avión de Carney cuando explotó?

Sellitto revisó rápidamente el informe de la NTSB.

– Estaba descendiendo de los mil quinientos metros.

– De manera que se armó cuando pasaron de los mil quinientos metros después del despegue en Mamaroneck, y explotó cuando descendieron de esa altura en Chicago -dijo Rhyme.

– ¿Por qué al descender? -preguntó el detective.

– ¿Para lograr que el avión estuviera más lejos? -sugirió Sachs.

– Correcto -aceptó Rhyme-. Le daría al Bailarín una mejor ocasión de huir del aeropuerto antes de la explosión.

– Pero -objetó Cooper-, ¿por qué tomarse toda la molestia de engañarnos y hacernos creer que era un tipo de bomba y no otro?

Rhyme percibió que Sachs había adivinado la respuesta tan rápidamente como él.

– ¡Oh, no! -gritó la chica.

– ¿Qué? -Sellito aún no lo entendía.

– Porque -siguió Sachs- el grupo de artificieros que entró anoche en el aeropuerto buscaba una bomba de tiempo. Buscaban el sonido del temporizador.

– Lo que significa -exclamó Rhyme- que Percey y Bell también tienen una bomba de altitud en el avión.

– La velocidad de descenso es de trescientos sesenta y cinco metros por minuto -anunció Brad.

Percey movió lentamente hacia atrás la palanca de mandos del Lear y ralentizó el descenso. Bajaron de los mil setecientos metros.

Entonces lo oyó.

Era un chirrido extraño. Nunca había escuchado un sonido semejante en un Lear 35A. Sonaba como una especie de timbre de alarma, pero distante. Examinó los paneles pero no encontró ninguna luz roja. Sonó otra vez.

– Mil seiscientos metros -anunció Brad-. ¿Qué es ese ruido?

Se paró abruptamente.

Percey se encogió de hombros.

Un instante después, escuchó una voz a su lado que gritaba:

– ¡Asciende! ¡Ve más arriba! ¡Arriba!

El aliento caliente de Roland Bell le daba en la mejilla. Estaba de cuclillas a su lado, blandiendo el móvil.

– ¿Qué?

– ¡Hay una bomba a bordo! Una bomba de altitud. Explotará cuando descendamos de los mil quinientos metros.

– Pero estamos por encima…

– ¡Lo sé! ¡Asciende! ¡Arriba!

– Motores al noventa y ocho por ciento -gritó Percey-. Dime la altitud.

Sin vacilar un segundo, Brad apretó el acelerador. Percey puso al Lear en una rotación de diez grados; Bell se tambaleó hacia atrás y aterrizó contra el suelo.

– Mil seiscientos cincuenta -dijo Brad-, mil setecientos… mil setecientos cincuenta, mil setecientos ochenta… Mil ochocientos metros.

Percey Clay nunca había declarado una emergencia en todos sus años de vuelo. Una vez había declarado un «pan-pan», indicando una situación de urgencia, cuando una infortunada bandada de pelícanos decidió suicidarse estrellándose contra su motor número dos. Pero ahora, por primera vez en su carrera dijo:

– May-day, May-day, Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo.

– Adelante, Foxtrot Bravo.

– Damos aviso, Control de Chicago. Tenemos información de que hay una bomba a bordo. Necesitamos vía libre para ascender a tres mil metros y dirigirnos a una zona despoblada para quedarnos en espera.

– Roger, Nueve Cinco Foxtrot Bravo -dijo con calma el controlador de ATC-. Hum, mantened el rumbo actual dos cuatro cero. Vía libre para ascenso a tres mil metros. Estamos dando vectores a todos los aviones cercanos… Cambiad el código a siete siete cero cero y squawk.

Brad miró nerviosamente a Percey cuando cambiaba la emisión del transponder al código que automáticamente enviaba una señal de advertencia a todos los radares de la zona, indicando que el Foxtrot Bravo tenía problemas. Squawk significaba enviar una señal del trasponder para hacer saber a todos, tanto a la Torre de Control como a los demás aviones, qué pitido correspondía exactamente al Lear.

Percey escuchó a Bell hablar por el móvil.

– La única persona que se acercó al avión, además de Percey y yo, fue el director administrativo, Ron Talbot. No tengo nada personal contra él, pero mis muchachos y yo lo vigilamos como halcones cuando hacía su trabajo y nos quedamos a su espalda todo el tiempo. Oh, y estuvo también el tipo que entregó algunas piezas del avión. Era de la Northeast Aircraft Distributors de Greenwich. Pero lo registré muy bien. Hasta sacó el móvil y se puso a hablar con su mujer. Le dejé hacerlo para asegurarme de que era el verdadero.

Bell escuchó un instante más y colgó.

– Nos volverán a llamar.

Percey miró a Brad y a Bell, luego se concentró en la tarea de pilotar el avión.

– ¿Cuánto tiempo nos durará el combustible? -preguntó a su copiloto.

– Hemos gastado menos de lo estimado. Los vientos de proa han sido buenos -hizo los cálculos-. Ciento cinco minutos.

Percey agradeció a Dios, o a la suerte, o a su propia intuición, por haber decidido no repostar en Chicago, sino cargar el suficiente combustible como para llegar a San Luis, además teniendo en cuenta el requisito de la FAA de reservar para unos cuarenta y cinco minutos adicionales de tiempo de vuelo.

El teléfono de Bell sonó nuevamente.

Escuchó, suspiró y luego preguntó a Percey.

– ¿Esa empresa Northeast entregó un cartucho de extintor?

– Mierda, ¿lo puso allí? -preguntó la aviadora con amargura.

– Parece que sí. El camión de la entrega pinchó una rueda después de salir del almacén camino del aeropuerto. El conductor estuvo ocupado unos veinte minutos. Un policía de Conneticut acaba de encontrar algo que parecía espuma de dióxido de carbono en la maleza, cerca de donde paró el conductor.

¡Maldita sea! -Percey miró involuntariamente hacia el motor-. Y pensar que yo misma instalé esa mierda.

– Rhyme está preocupado por el calentamiento -dijo Bell-. ¿No detonará la bomba?

– Algunas partes están calientes, otras no. No hace mucho calor al lado del extintor.

Bell se lo dijo a Rhyme, y luego comentó:

– Te voy a poner con él.

Un momento después, por radio, Percey oyó la conexión de una llamada unicom. Era Lincoln Rhyme.

– Percey, ¿me puedes oír?

– Alto y claro. Ese cabrón nos ha hecho una buena, ¿eh?

– Así parece. ¿Cuánto tiempo de vuelo tienes?

– Una hora y cuarenta y cinco minutos. Aproximadamente.

– Bien, bien -dijo el criminalista. Hizo una pausa-. Muy bien… ¿Puedes llegar hasta el motor desde el interior?

– No.

Otra pausa.

– ¿De alguna manera puedes desconectar todo el motor? ¿Sacarle las tuercas o algo así? ¿Dejarlo caer?

– No desde el interior.

– ¿Hay alguna forma de repostar en vuelo?

– ¿Repostar? No con este avión.

– ¿Podrías volar tan alto como para que el mecanismo de la bomba se congele? -siguió preguntando Rhyme.

Le asombró la velocidad a la que funcionaba su mente. Todas aquellas eran cosas que a ella no se le habrían ocurrido.

– Puede ser. Pero aún a una velocidad de descenso de emergencia, y estoy hablando de un descenso en picado, todavía nos llevaría unos ocho o nueve minutos tocar tierra. No creo que las partes de ninguna bomba permanezcan congeladas tanto tiempo. Y el efecto Mach [54] probablemente nos destrozaría.

– Bien, ¿qué te parece si ponemos un avión frente al tuyo y os pasamos unos paracaídas? -propuso Rhyme.

Su primer pensamiento fue que nunca abandonaría el avión. Pero la respuesta realista, que fue la que dio a Rhyme era que dada la velocidad negativa de un Lear 35A y la configuración de las puertas, ventanas y motores, resultaba muy poco probable que alguien pudiera saltar del avión sin chocar contra algo y matarse.

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[54] Mach: relación entre la velocidad del avión y la velocidad del sonido. (N. de laT.)