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Percey niveló el avión sobre una extensión de desierto.

– Altitud constante… -Brad soltó una nerviosa carcajada-. Altitud en ascenso, estamos a dos mil setecientos metros, tres mil metros, tres mil quinientos. Cuatro mil metros… No lo entiendo.

– Una corriente cálida -le explicó Percey-. El desierto absorbe calor durante el día y lo libera por las noches.

– ¡Bien, Foxtrot Bravo! -en Control también se habían dado cuenta-. Bien. Acabáis de ganar unos trescientos metros. Venid derecho a dos nueve cero… bien, ahora izquierda dos ocho cero. Bien. Buen rumbo. Escuchad, Foxtrot Bravo, no hagáis caso de esas luces de aproximación, adelante.

– Gracias por el ofrecimiento, Denver, pero creo que aterrizaré trescientos metros más allá de lo previsto.

– Esta muy bien, señora.

En aquel momento surgió otro problema. Podían alcanzar la pista, pero la velocidad de crucero era demasiado alta. Los flaps eran los culpables de que disminuyera la velocidad de stall de una aeronave, de manera que pudiera aterrizar más suavemente. La velocidad normal de stall del Lear 35 era de ciento ochenta kilómetros por hora. Sin flaps se acercaba a los trescientos kilómetros por hora. A esa velocidad, hasta una pista de tres kilómetros pasa en un segundo.

Entonces Percey hizo un derrape lateral.

Es una maniobra simple en un avión privado, que se usa en los aterrizajes con vientos cruzados. Se vira a la izquierda y se aprieta el pedal derecho del timón lo que ralentiza bastante la aeronave. Percey no sabía si alguien habría usado aquella técnica en un reactor de siete toneladas, pero no se le ocurría ninguna.

– Necesito tu ayuda -le gritó a Brad; jadeaba por el esfuerzo y el dolor provocado al tener ya sus manos en carne viva. El joven asió la palanca, empujando al mismo tiempo el pedal. Como resultado, el avión se frenó, si bien el ala izquierda descendió bastante.

Percey pensó en nivelarla antes de tocar la pista. Esperaba poder hacerlo.

– ¿Velocidad? -preguntó.

– Ciento cincuenta nudos.

– Parece que va bien, Foxtrot Bravo.

– Doscientos metros para la pista, altitud ochenta y cinco metros -anunció Brad-. Luces de aproximación, doce en punto.

– ¿Velocidad de descenso? -preguntó Percey.

– Ochenta.

Demasiado rápido. Si aterrizaban a esa velocidad, se destruiría la parte inferior del fuselaje. La bomba también podría estallar.

Aparecieron las luces estroboscópicas justo frente a ella: la guiaban hacia delante…

Más abajo, más abajo…

Justo cuando se lanzaban contra el andamiaje de las luces, Percey gritó:

– ¡Mío!

Brad soltó la palanca de mandos.

Percey enderezó el derrape lateral y levantó el morro de la aeronave que se elevó y tomó aire. Se detuvo el precipitado descenso justo antes de los números que estaban al final de la pista.

Tomó aire tan bien, en efecto, que no descendía.

En el aire más denso de la atmósfera relativamente más baja, el avión en marcha, más liviano al no llevar gasolina, se rehusó a aterrizar.

Percey vislumbró el amarillo y el verde de los vehículos de emergencia desparramados a lo largo del costado de la pista. Pasaron treinta metros más allá de los números, todavía a diez metros del suelo. Hicieron otros sesenta metros, luego noventa más.

Diablos, haz que aterrice.

Percey llevó la palanca de cambios hacia delante. El avión descendió espectacularmente y la piloto dio un tirón hacia atrás con la palanca de mandos. El ave plateada tembló y luego se posó suavemente sobre el hormigón. Era el aterrizaje más suave que había hecho jamás.

– ¡Todo el freno!

Percey y Brad aplastaron sus pies contra los pedales del timón y sintieron el chirrido de los cojinetes y sus fuertes vibraciones. La cabina se llenó de humo.

Ya habían utilizado más de la mitad de la pista y todavía iban a ciento sesenta kilómetros por hora.

La hierba, pensó Percey. Giraré hacia la hierba si tengo que hacerlo. Destrozaré la parte inferior del fuselaje pero salvaré la carga…

Ciento doce, noventa y cinco…

– Luz de fuego en la rueda derecha -anunció Brad. Luego dijo-: Luz de fuego en la rueda del morro.

Joder, pensó Percey, y apretó los frenos con todo su peso.

El Lear comenzó a patinar y a estremecerse. Lo compensó con la rueda del morro. Más humo llenó la cabina.

Noventa y cinco kilómetros por hora, ochenta, setenta y cinco…

– La puerta -le dijo a Bell.

En un instante el detective se levantó y empujó la puerta hacia fuera que se convirtió en una escalerilla.

Los camiones de incendios se dirigían hacia el avión.

Con un gruñido salvaje de los frenos humeantes, el Lear N695FB patinó y se detuvo a 3 metros del final de la pista.

La primera voz que se escuchó en la cabina fue la de Belclass="underline"

– Vale, Percey. ¡Sal! Muévete.

– Tengo que…

– ¡Ahora tomo el mando! -gritó el detective-. Si tengo que arrastrarte hacia fuera, lo haré. ¡Muévete ya!

Bell la empujó y ella y Brad salieron por la puerta y saltaron a la pista. Bell los obligó a alejarse del avión. Gritó a la patrulla de rescate, que había comenzado a arrojar espuma a las ruedas:

– Hay una bomba a bordo y puede explotar en cualquier momento. Está en el motor. No os acerquéis.

Tenía una de sus pistolas en la mano y vigilaba a la multitud que rodeaba la aeronave. En cualquier otro momento Percey hubiera pensado que estaba paranoico. Ya no.

Se detuvieron a treinta metros del avión. El camión de la Escuadra de Bomberos de la Policía de Denver frenó. Bell le hizo señas para que se acercara.

Un policía delgado y con aspecto de vaquero salió del camión y caminó hacia Bell. Se mostraron sus respectivas insignias y Bell le explicó lo de la bomba y dónde creía que estaba.

– De manera -dijo el policía de Denver- que no estás seguro de que se halle a bordo.

– No. No al cien por cien.

Si embargo cuando a Percey se le ocurrió mirar al Foxtrot Bravo, con su hermoso revestimiento plateado manchado de espuma y brillante a la luz de los focos, se escuchó un estruendo ensordecedor. Todos, excepto Bell y Percey, se tiraron al suelo mientras la mitad posterior del avión se desintegraba con un enorme destello de llamas color naranja y sembraba el aire de trozos de metal.

– Oh -jadeó Percey y se llevó la mano a la boca.

No quedaba combustible en los tanques, por supuesto, pero el interior del avión, los asientos, el cableado, la alfombra, los accesorios de plástico y la preciosa carga, ardió furiosamente mientras los camiones de bomberos esperaban el momento para lanzarse hacia él y cubrir de espuma el arruinado cadáver de metal.

Quinta PARTE . Danza macabra

Levanté la vista, y vi un punto que caía y se convertía en un corazón invertido. Era un pájaro que bajaba en picado. El viento silbaba entre sus campanas emitiendo un sonido sin parangón sobre la tierra mientras el ave descendía ochocientos metros a través del limpio cielo otoñal. En el último instante, se puso en paralelo a la línea de vuelo del chulear y lo atacó desde atrás con el mismo sonido que una bala de grueso calibre cuando entra en la carne.

A Ragefor Falcons,

Stephen Bodio.

Hora 42 de 45

Capítulo 35

Rhyme se dio cuenta de que eran más de las tres de la madrugada. Percey Clay volaba de regreso a la costa Este en un reactor del FBI. Al cabo de unas pocas horas más estaría en camino hacia el palacio de justicia para preparar su declaración ante el gran jurado.