Todavía no tenía ni idea de dónde se hallaba el Bailarín de la Muerte, ni de lo que planeaba, ni de la identidad que había asumido.
El teléfono de Sellitto sonó. Escuchó. Su cara se crispó.
– Dios. El Bailarín se ha cargado a otro. Encontraron otro cuerpo en un túnel del Central Park, cerca de la Quinta Avenida. Sin señas de identidad.
– ¿Eliminó todas las características de identificación?
– Parece que sí. Le quitaron las manos, los dientes, la mandíbula y las ropas. Es un hombre blanco, más bien joven. Entre los veinte y los treinta años. -El detective escuchó de nuevo-: No es un vagabundo -informó-. Está limpio y en buena forma. Atlético. Haumann cree que es un yuppie del East Side.
– Vale -dijo Rhyme-. Traedlo aquí. Quiero examinarlo yo mismo.
– ¿El cuerpo?
– Así es.
– Bueno, está bien.
– De manera que el Bailarín tiene una nueva identidad -musitó Rhyme, irritado-. ¿Qué diablos es? ¿Cómo llegará hasta nosotros?
Suspiró y miró por la ventana.
– ¿En qué casa de seguridad los alojaréis? -preguntó Dellray.
– He estado pensando en ello -dijo el delgado agente-. Me parece…
– En la nuestra -respondió otra voz.
Se volvieron hacia el hombre robusto que estaba en el umbral.
– En nuestra casa de seguridad -aseguró Reggie Eliopolos-. Asumimos su custodia.
– No a menos que tengáis… -comenzó a protestar Rhyme.
El fiscal agitó el papel con demasiada rapidez como para que el criminalista pudiera leerlo, pero todos sabían que la orden judicial era auténtica.
– No es una buena idea -dijo Rhyme.
– De cualquier manera es mejor que la vuestra de intentar matar a nuestro último testigo.
Sachs se adelantó, enfadada, Rhyme sacudió la cabeza.
– Créeme -dijo-, el Bailarín averiguará que vosotros asumís la custodia. Hasta es posible que ya lo sepa. En realidad -añadió en un tono inquietante-, puede que cuente con eso.
– Tendría que ser adivino.
Rhyme ladeó la cabeza.
– Veo que empiezas a comprender.
Eliopolos soltó su risilla característica. Miró alrededor del cuarto y se fijó en Jodie.
– ¿Tú eres Joseph D'Oforio?
– Yo… sí -el hombrecillo le devolvió la mirada.
– Tú vienes también.
– Oiga, espere un minuto, me dijeron que me entregarían mi dinero y que podría…
– Esto no tiene nada que ver con la recompensa. Si tienes derecho a ella, te la darán. Lo que queremos es estar seguros de que llegarás a salvo para testificar ante el gran jurado.
– ¡Gran jurado! ¡Nadie me dijo que tendría que testificar!
– Bueno -dijo Eliopolos- eres un testigo primordial. -Movió la cabeza hacia Rhyme-. Puede haber tenido la intención de matar a algún mañoso. Nosotros preparamos la acusación contra el hombre que lo contrató. Es lo que hacen los guardianes de las leyes.
– No voy a testificar.
– Entonces serás detenido por desacato. Estarás en la cárcel con los presos comunes. Y apuesto a que sabes lo que te sucederá.
El hombrecillo trató de enfadarse pero estaba demasiado asustado.
– Oh, Dios mío.
– No tendrá suficiente protección -dijo Rhyme a Eliopolos-. Nosotros lo conocemos. Deja que lo protejamos nosotros.
– Oh, Rhyme, por cierto -Eliopolos se volvió hacia él-: Debido al incidente con el avión, te acusaremos de interferencia en una investigación criminal.
– Que te follen si lo haces -dijo Sellitto.
– Por tu puta madre que lo haré -retrucó el fiscal-. Podría haber arruinado el caso al dejarla hacer ese vuelo. Tendré la orden de detención para el lunes, y yo mismo supervisaré el proceso el…
– Él ha estado aquí, como usted sabe -le interrumpió Rhyme muy tranquilo.
El fiscal se quedó callado.
– ¿Quién? -preguntó después de un instante, a pesar de que sabía muy bien la respuesta.
– Estuvo justo frente a esa ventana no hace ni una hora. Apuntó a este cuarto con un fusil de francotirador cargado con cartuchos explosivos -Rhyme miró hacia el suelo-. Probablemente apuntaba hacia donde estáis ahora.
Eliopolos no hubiera retrocedido por nada del mundo, pero se fijó con cuidado en las ventanas para ver si las persianas estaban bajas.
– ¿Porqué…?
– ¿No disparó? -Rhyme terminó la frase-. Porque tuvo una idea mejor.
– ¿Cuál?
– Ah -dijo Rhyme-, esa es la pregunta del millón. Todo lo que sabemos es que mató a otra persona; un joven, en Central Park, y lo desnudó, quitó todas las características identificatorias del cuerpo y asumió su identidad. Estoy seguro de que sabe que la bomba no mató a Percey, y está en camino para completar su trabajo. Y hará de ti su cómplice.
– Ni siquiera sabe que existo.
– Eso es lo que quiere que creas.
– Por Dios, Reggie -dijo Dellray-. Date cuenta.
– No me llames así.
– ¿No se da cuenta? -intervino Sachs-. Nunca se ha enfrentado a nadie como él.
Sin dejar de mirar a Sachs, Eliopolos le dijo a Sellito:
– Supongo que la policía metropolitana hace su trabajo de forma diferente a la federal. Nuestra gente sabe cuál es su lugar.
– Sería una estupidez tratarlo como si fuera un gángster o un mafioso jubilado. -exclamó Rhyme-. Nadie se puede esconder del Bailarín. La única posibilidad es detenerlo.
– Sí, Rhyme, llevas todo el rato con la misma canción. Bueno, pero no vamos a sacrificar más agentes sólo porque estás caliente con un tipo que mató a dos de tus técnicos hace cinco años. Suponiendo que puedas tener una erección…
Eliopolos era un hombre de gran tamaño, de manera que le sorprendió enormemente encontrarse en el suelo de un golpe. Trató de recobrar el aliento y miró la cara púrpura de Sellitto. El teniente estaba preparado para golpearlo de nuevo.
– Haga eso, oficial -dijo el fiscal, casi sin voz- y estará procesado dentro de media hora.
– Lon -dijo Rhyme-, déjalo ya…
El detective se calmó, echó una mirada de furia al fiscal y se alejó. Eliopolos se puso de pie.
El insulto no significaba nada para Rhyme. Ni siquiera pensaba en Eliopolos. Ni en el Bailarín, en realidad. Porque se le había ocurrido mirar a Amelia Sachs y había visto el vacío y la desesperación en sus ojos. Sabía lo que sentía: la angustia por perder a su presa. Eliopolos le estaba escamoteando la posibilidad de atrapar al Bailarín. Como le ocurría a Lincoln Rhyme, el asesino se había convertido en el objetivo de su vida.
Y todo por un único error: el incidente en el aeropuerto, cuando temió por su vida. Algo pequeño, minúsculo, excepto para Sachs. ¿Cuál sería la expresión adecuada? Un tonto arroja una piedra a un estanque y una docena de hombres sabios no la pueden recuperar. ¿Qué era la vida de Rhyme en ese momento sino el resultado de un trozo de madera que le había roto un hueso? La vida de Sachs se había quebrado en el momento en que cayó en lo que creía que era una cobardía. Pero, a diferencia de Rhyme, tenía la posibilidad de repararlo. Oh, Sachs, cómo duele tener que hacer esto, pero no tengo otra opción.
– Muy bien, pero tendrán que hacer algo a cambio -le dijo a Eliopolos.
– ¿Y si no lo hago? -se burló el fiscal.
– No le diré dónde está Percey -se limitó a responder Rhyme-. Somos los únicos que lo sabemos.
Eliopolos, le dedicó a Rhyme una mirada helada.
– ¿Qué deseas?
– El Bailarín parece empeñado en deshacerse de la gente que lo persigue. Si se va a proteger a Percey, quiero que se proteja también al principal investigador forense del caso.
– ¿Tú? -preguntó el abogado.
– No, Amelia Sachs -replicó Rhyme.
– No, Rhyme -protestó la chica, frunciendo el entrecejo.
Mi imprudente Amelia Sachs… Y yo la pongo de lleno en la zona de muerte. Le pidió que se acercara.
– Quiero quedarme aquí -dijo Sachs-. Quiero encontrarlo.