– Oh, no te preocupes por eso -susurró Rhyme-. Él te encontrará a ti. Mel y yo trataremos de averiguar su nueva identidad. Pero si intenta algo en Long Island, quiero que estés allí. Te quiero con Percey. Eres la única que lo comprende. Bueno, tú y yo. Y yo no estaré en condiciones de disparar en un futuro próximo.
– Podría volver por aquí…
– No lo creo. Existe la posibilidad de que Percey sea el primer pez que se le escapa y eso no le gusta en absoluto. Querrá asesinarla. Está desesperado por hacerlo. Lo sé.
Sachs dudó un instante y luego asintió.
– Vale -cedió Eliopolos-, vendrás con nosotros. Tenemos una camioneta esperando.
– ¿Sachs? -dijo Rhyme.
Ella se detuvo.
– Debemos irnos -insistió Eliopolos.
– Bajaré en un minuto.
– No tenemos mucho tiempo, oficial.
– He dicho un minuto. -La chica ganó con autoridad la escaramuza de miradas, y Eliopolos y su escolta policial acompañaron a Jodie escaleras abajo.
– Esperad -gritó el hombrecillo desde el vestíbulo. Volvió, cogió su libro de autoayuda y bajó las escaleras al trote.
– Sachs…
Pensó en decirle algo acerca de la conveniencia de evitar actos heroicos, acerca de Jerry Banks, insistir en que era demasiado dura consigo misma…
Pedirle que renunciara de una vez a los muertos…
Pero sabía que cualquier palabra de cautela o de ánimo sonaría falsa.
Finalmente optó por hacerle una sugerencia:
– Dispara primero.
Ella colocó su mano derecha sobre la izquierda de él. Rhyme cerró los ojos y puso todo su empeño en sentir la presión de su piel. Creyó haberlo logrado, al menos en su dedo índice. Levantó la vista y la miró. Ella dijo:
– Ten un guardaespaldas siempre a mano, ¿vale?
Se despidió de Sellitto y Dellray.
En aquel momento apareció en la puerta un agente sanitario del servicio de emergencias. Echó una mirada por el cuarto, miró a Rhyme, al equipo, a la hermosa mujer policía y trató de imaginar la razón por la cual tenía que hacer lo que le habían dicho.
– ¿Habían pedido un cuerpo? -preguntó, vacilante.
– ¡Aquí! ¡Lo necesita-mos ahora! -gritó Rhyme-. ¡Ahora!
La camioneta pasó por una verja para luego bajar por un camino de un solo carril que se extendía por lo que parecían varios kilómetros.
– Si este es el camino -murmuró Roland Bell-, no quiero ni imaginarme lo que será la casa.
Bell y Amelia Sachs estaban a ambos lados de Jodie, quien no paraba de moverse nerviosamente con su abultado chaleco antibalas, rozando a quien tuviera cerca mientras examinaba las sombras, los porches oscuros y los coches que pasaban por la autopista de Long Island. En la parte posterior del vehículo iban dos oficiales 32E, armados con ametralladoras. Percey Clay estaba en el asiento de pasajeros de la parte delantera. Cuando fueron a buscarla a ella y a Bell a la terminal aérea de la Marina en La Guardia, de camino al condado de Suffolk, Sachs se conmovió al verla.
No era el cansancio, aunque se la veía muy fatigada. Tampoco el temor. No, parecía la viva imagen de la completa resignación y eso era lo que preocupaba a Sachs. Como oficial de patrulla había visto muchas tragedias en la calle, se había visto obligada también a dar malas noticias, pero nunca había visto a alguien tan completamente abatido como Percey Clay.
La aviadora estaba hablando por teléfono con Ron Talbot. Sachs supuso por la conversación que U.S. Medical no había esperado a que se enfriaran las cenizas de su avión para rescindir el contrato. Cuando colgó, se quedó mirando el panorama durante un momento.
– La compañía de seguros ni siquiera pagará la carga -le dijo a Bell distraídamente-. Dicen que asumí un riesgo que conocía. De manera que es así… -Añadió bruscamente-: estamos en la bancarrota.
Velozmente pasaban pinos, cedros y extensiones de arena. A Sachs, una chica de ciudad, que había visitado los condados de Nassau y Suffolk cuando era adolescente, no por las playas o los centros comerciales, sino para apretar el embrague de su Charger y acelerar el coche a doscientos en cinco punto nueve segundos, durante las carreras de coches trucados que hicieron famosa a Long Island, le gustaban los árboles, la hierba y las vacas, pero cuando disfrutaba a tope de la naturaleza era cuando pasaba por ella a ciento ochenta kilómetros por hora.
Jodie cruzaba y descruzaba los brazos y se hundía en el asiento del medio, jugueteaba con el cinturón de seguridad y chocaba una y otra vez con Sachs.
– Perdona -musitaba.
Sachs tenía ganas de pegarle.
La casa no pegaba mucho con el camino.
Era un laberíntico edificio con distintos niveles, una combinación de troncos y tablas; un lugar destartalado, formado por construcciones añadidas a través de los años, con mucho dinero federal y ninguna inspiración.
La noche era muy oscura, surcada por densos jirones de niebla, pero Sachs pudo ver lo suficiente como para percibir que la casa estaba ubicada entre un apretado conjunto de árboles. El terreno que la rodeaba estaba limpio de vegetación hasta los doscientos metros.
Constituía un buen refugio y contaba con zonas abiertas bien preparadas para atrapar a todo aquel que quisiera entrar. Una banda grisácea a la distancia sugería dónde se seguía el bosque. Detrás de la casa había un amplio y tranquilo lago.
Reggie Eliopolos salió de la camioneta que iba delante e hizo que todos descendieran. Los condujo a la entrada principal del edificio. Los entregó a un hombre robusto, quien parecía contento pese a que no sonrió ni una sola vez.
– Bienvenidos -dijo-. Soy el inspector David Franks. Quiero deciros algo acerca de la que va a ser vuestra casa por el momento: es el lugar más seguro del país para la protección de testigos. Tenemos sensores de peso y movimiento instalados en todo el perímetro del lugar. Nadie puede pasar sin que salten alarmas de todo tipo. El ordenador está programado para detectar modelos de movimiento humano, correlacionados con el peso, de manera que la alarma no funciona si a un ciervo o un jabalí le da por vagabundear por el terreno. Si alguien, un ser humano, pone el pie donde no debe, todo este lugar se ilumina como Times Square en Navidad. ¿Y qué pasa si alguien llega a caballo? También lo pensamos. El ordenador registra un peso que no se correlaciona con la distancia entre los cascos del animal y enciende la alarma. Cualquier otro movimiento, de un mapache o una ardilla, hace funcionar los videos infrarrojos; también estamos cubiertos por el radar del aeropuerto regional de Hampton, de manera que se puede evitar desde del principio cualquier ataque aéreo. Si algo sucede, escucharéis una sirena y quizá veáis las luces. Quedaos donde estéis. No salgáis.
– ¿Qué tipo de guardias tenéis? -preguntó Sachs.
– Tenemos cuatro agentes en el interior. Dos están afuera, en la casilla exterior, dos en la parte posterior, al lado del lago. Y si se aprieta el botón de alarma, vendrá una escuadrilla SWAT en veinte minutos.
La cara de Jodie manifestó con claridad meridiana que veinte minutos le parecía un tiempo muy largo. Sachs estuvo de acuerdo.
Eliopolos miró su reloj.
– Una camioneta blindada llegará a las seis para llevaros hasta el gran jurado -dijo-. Lamento que no podáis dormir mucho -miró a Percey-, pero si me hubieran hecho caso, hubieras pasado la noche aquí, sana y salva.
Nadie le dijo una palabra de despedida cuando salió por la puerta.
– Os diré sólo unas pocas cosas más -prosiguió Franks-. No miréis por las ventanas. No salgáis sin una escolta. Ese teléfono de allí -señaló un aparato beige en un rincón de la sala-, es seguro. Es el único que debéis usar. Apagad vuestros móviles y no los uséis en ninguna circunstancia. Bueno, eso es todo. ¿Alguna pregunta?
– ¿Tenéis algo de beber? -preguntó Percey.
Franks se inclinó frente al armario que estaba a su lado y sacó una botella de vodka y otra de bourbon.