Mientras el inspector yacía en el suelo, agonizando entre temblores, miró a su asesino, que se estaba quitando sus propias ropas cubiertas de sangre. El moribundo se quedó mirando el bíceps de Jodie, se fijó en el tatuaje.
Cuando Jodie se inclinó y comenzó a quitarle la ropa, notó la mirada del hombre:
– «Danza Macabra» -dijo-. ¿Ves? La Muerte baila con su próxima víctima. Su ataúd está atrás. ¿Te gusta?
Lo preguntó con auténtica curiosidad, aunque no esperaba respuesta. Y no recibió ninguna.
Hora 43 de 45
Capítulo 36
Mel Cooper, con los guantes de látex puestos, estaba de pie al lado del cadáver del joven que habían encontrado en Central Park.
– Podría probar con las huellas de los pies -sugirió, descorazonado.
Las huellas con borde de fricción de los pies son tan únicas como las de las manos, pero tienen un valor relativo hasta que se consiguen muestras de un sospechoso; además, las huellas de pies no figuran en las bases de datos de AFIS.
– No te molestes -murmuró Rhyme.
¿Quién diablos es? se preguntó Rhyme, mirando el cuerpo destrozado que tenía delante. Se dijo: es la pista del próximo movimiento del Bailarín. Experimentaba la peor sensación del mundo: un picor que no podía aliviar. Tenía una prueba delante de sus ojos, sabía que era la clave del caso y, sin embargo, era incapaz de descifrarla.
Rhyme miró hacia el diagrama de pruebas que estaba contra la pared. El cadáver era como las fibras verdes que habían encontrado en el hangar: Rhyme suponía que eran importantes, pero desconocía la razón.
– ¿Algo más? -preguntó al médico que les acompañaba, que trabajaba en la oficina de reconocimientos médicos y había acompañado el cadáver hasta allí. Era un hombre joven, con poco pelo; gotas de sudor resbalaban por su coronilla.
– Es un gay -dijo el doctor-, o para ser más exacto, vivió una vida de gay cuando era joven. Ha experimentado repetidas relaciones anales, que cesaron hace unos años.
– ¿Qué opinas de esa cicatriz? -continuó Rhyme-. ¿Es quirúrgica?
– Bueno, es una incisión muy clara. Pero no se me ocurre ninguna razón para operar en ese lugar. Quizá un bloqueo intestinal, pero aun en ese caso, no creo que hayan realizado nunca una operación en ese cuadrante del abdomen.
Rhyme lamentó que Sachs no estuviera allí. Quería intercambiar ideas con ella; seguro que reparaba en algo que él hubiera pasado por alto.
¿Quién podría ser? Rhyme se devanaba los sesos. La identificación es una ciencia compleja. Una vez había establecido la identidad de un hombre con un sólo diente. Pero el procedimiento llevaba tiempo, generalmente semanas o meses.
– Envía el grupo sanguíneo y el perfil de ADN -dijo Rhyme.
– Ya lo he hecho -contestó el médico de servicio-. Ya he enviado las muestras al centro.
Si el joven fuera seropositivo, eso les ayudaría a identificarlo a través de médicos o clínicas. Pero si no tenían nada a lo que agarrarse, el examen sanguíneo no sería de mucha ayuda.
Huellas…
Daría cualquier cosa por una buena huella en relieve por fricción, pensó Rhyme. Quizá…
– ¡Esperad! -lanzó una estruendosa carcajada-. ¡Su polla!
– ¿Qué? -exclamó Sellitto.
Dellray enarcó una ceja.
– No tiene manos. ¿Pero cuál es la parte de su anatomía que tocó seguro?
– El pene -respondió Cooper-. Si hizo pis en las últimas dos horas probablemente consigamos una huella.
– ¿Quién quiere tener el honor?
– Ninguna tarea es demasiado desagradable -dijo el técnico y se puso otro par de guantes por encima de los que ya tenía. Se puso a trabajar con las tarjetas Kromekote para obtener huellas de la piel. Obtuvo dos huellas excelentes: una de pulgar, en la parte superior del pene del cadáver y un dedo índice en la parte inferior.
– Perfecto, Mel.
– No se lo digas a mi novia -dijo Mel tímidamente. Colocó las huellas en el sistema AFIS.
El mensaje apareció en pantalla: Espere, por favor… Espere, por favor…
Que figure en el archivo, rezó Rhyme con desesperación.
Figuraba.
Pero cuando aparecieron los resultados, Sellitto y Dellray, que estaban cerca del ordenador de Cooper, miraron la pantalla con escepticismo.
– ¿Qué diablos…? -dijo el detective.
– ¿Qué? -gritó Rhyme-. ¿Quién es?
– Es Kall.
– ¿Qué?
– Es Stephen Kall -repitió Cooper-. Tiene una coincidencia de veintidós puntos. No hay ninguna duda.
Buscó la huella compuesta que habían elaborado con anterioridad para descubrir la identidad del Bailarín. La dejó caer sobre la mesa al lado del Kromekote.
– Es idéntica.
¿Cómo?, se preguntaba Rhyme. ¿Cómo diablos?
– Tal vez -dijo Sellitto- Kall dejó sus huellas en la polla de este hombre ¿Y si es un chupapollas?
– Tenemos marcadores genéticos de la sangre de Kall, ¿verdad? De las que se encontraron en la torre del agua.
– Correcto -dijo Cooper.
– Compáralos -exclamó Rhyme-. Quiero un perfil de los marcadores del cadáver. Y lo quiero ahora.
La poesía era algo que le gustaba.
El «Bailarín de la Muerte»… me gusta, pensó. Mucho mejor que «Jodie», el nombre que había elegido para aquel trabajo porque sonaba tan inofensivo. Un nombre tonto, un nombre en diminutivo.
El Bailarín…
Sabía que los nombres eran importantes. Leía filosofía. El acto de nombrar, de designar, era exclusivo de los seres humanos. El Bailarín, en aquel momento, se dirigió al muerto y desmembrado Stephen Kalclass="underline" Era de mí de quien oíste hablar. Yo soy el que llama «cadáveres» a sus víctimas. Tú las llamas Mujeres, Maridos, Amigos, lo que quieras.
Pero en cuanto me contratan son cadáveres. Es todo lo que son.
Con el uniforme del inspector puesto, anduvo por el oscuro pasillo, alejándose de los cuerpos de los dos oficiales. No había podido evitar por completo las manchas de sangre, pero en la penumbra no se podía ver que el uniforme azul marino tenía máculas rojas.
Iba a buscar el Cadáver número tres.
La Mujer, según tu denominación, Stephen. Qué criatura problemática y nerviosa que eras. Con tus manos lavadas y tu confusa polla. El Marido, la Mujer, el Amigo…
Infiltrar, Evaluar, Delegar, Eliminar…
Ah, Stephen… podría haberte enseñado que hay una única regla en este negocio: ir un paso por delante de todo ser viviente.
En aquel momento tenía dos pistolas pero todavía no las quería usar. No quería arriesgarse a actuar precipitadamente. Si fallaba entonces, nunca tendría otra ocasión de matar a Percey Clay antes de la reunión del gran jurado de aquella misma mañana.
Se dirigió en silencio hacia el vestíbulo donde se sentaban otros dos inspectores, uno leyendo un periódico y otro mirando la tele.
El primero levantó la vista hacia el Bailarín, vio el uniforme y volvió al periódico. Pero enseguida miró de nuevo.
– Espera -dijo el inspector, al darse cuenta de repente de que no reconocía esa cara.
Pero el Bailarín no esperó.
Respondió con dos hábiles cortes en ambas arterias carótidas. El hombre se deslizó hacia delante y murió sobre la página seis del Daily News, tan silenciosamente que su compañero ni siquiera sacó los ojos de la tele, donde una mujer rubia que lucía recargadas joyas doradas explicaba cómo había conocido a su novio a través de un parapsicólogo.
– ¿Esperar? ¿Para qué? -preguntó el segundo inspector, sin dejar de mirar la pantalla.
Murió haciendo un poco más de ruido que su compañero, pero nadie del edificio pareció darse cuenta. El Bailarín arrastró los cuerpos y los depositó bajo una mesa.