Silencio. Luego un golpecito, un leve arañazo. Más silencio.
Entró en su cuarto. Estaba oscuro. Se dio la vuelta para buscar a tientas el interruptor y se encontró frente a dos ojos que reflejaban un rayo de luz del exterior.
Con la mano derecha en la culata de su Glock, levantó la izquierda hacia el interruptor de la luz. El enorme alce le devolvió la mirada con sus brillantes ojos de cristal.
– Animales disecados -musitó-. Una gran idea para una casa de seguridad.
Se quitó la blusa y el abultado chaleco blindado. No era tan voluminoso como el de Jodie, por cierto. ¡Aquel tipo era como una patada en la barriga! El pequeño… ¿qué palabra usó Dellray para describirlo? Atorrante. Era un pequeño perdedor huesudo. Que cabrón.
Se metió la mano por debajo de la camiseta y se rascó frenéticamente los pechos, la espalda, debajo del sostén, los costados.
¡Qué bien se sentía!
Estaba agotada, pero ¿podría dormir?
La cama tenía un aspecto muy atractivo.
Se puso la blusa otra vez, se la abrochó y se tendió sobre la colcha. Cerró los ojos. ¿Eran unas pisadas eso que oía?
Supuso que sería uno de los guardias que iría a hacer café.
¿Dormir? Respira profundamente…
El sueño no venía.
Abrió los ojos y se quedó mirando el cielo raso.
Pensó en el Bailarín de la Muerte. ¿Cómo se acercaría a ellos? ¿Cuál sería su arma?
Su arma más mortífera es el engaño…
Al mirar por una rendija de la cortina, vio el hermoso amanecer plateado. Un jirón de niebla matizaba el color de los árboles distantes.
En algún lugar del edificio escuchó un ruido. Una pisada.
Puso los pies sobre el suelo y se sentó. Mejor sería renunciar al sueño y hacerse un café. Se dijo que ya dormiría por la noche.
Tuvo una repentina necesidad de hablar con Rhyme, de saber si había encontrado algo. Le podía oír diciendo «Si hubiera encontrado algo te habría llamado, ¿verdad? Dije que te llamaría».
No, no quería despertarlo, pero dudaba de que estuviera durmiendo. Sacó el móvil de su bolsillo y lo encendió antes de recordar la advertencia del Inspector Franks de usar sólo el teléfono que estaba en la sala.
Cuando estaba por apagar el teléfono, sonó con estridencia.
Sachs se estremeció, no por el sonido discordante, sino al pensar que el Bailarín, de alguna manera, había encontrado su número y quería asegurarse de que estaba en el edificio. Por un momento se preguntó si podría haber puesto un explosivo en su teléfono también.
¡Coño, Rhyme, mira qué asustada que estoy!
No contestes, se dijo.
Pero el instinto le dijo que debía hacerlo, y si bien los criminalistas desprecian el instinto, los patrulleros, los que andan por las calles, siempre escuchan esas voces interiores. Levantó la antena del móvil.
– ¿Si?
– Gracias a Dios… -El pánico que advirtió en la voz de Rhyme la dejó helada.
– Eh, Rhyme. ¿Qué…?
– Escucha con mucho cuidado. ¿Estás sola?
– Sí. ¿Qué pasa?
– Jodie es el Bailarín.
– ¿Qué?
– Nos despistó con Stephen Kall. Jodie lo mató. Era su cuerpo el que encontramos en Central Park. ¿Dónde está Percey?
– En su cuarto, al final del salón. ¿Pero cómo…?
– No hay tiempo. En estos momentos está preparado para matar. Si los agentes todavía están vivos, diles que se pongan en situación de defensa en uno de los cuartos. Si están muertos, busca a Percey y a Bell y salid de la casa. Dellray ya llamó a SWAT, pero pasarán veinte o treinta minutos hasta que lleguen.
– Pero hay ocho guardias. No puede haberlos matado a todos…
– Sachs -dijo Rhyme muy serio-, recuerda quién es. ¡Muévete! Llámame cuando estéis seguros.
¡Bell! Se acordó de repente de la postura inmóvil del detective, con la cabeza caída sobre el pecho.
Corrió hacia la puerta, la abrió y sacó el arma. Delante de ella se abría el negro pasillo y el salón. Oscuros. Sólo la leve claridad del amanecer se filtraba en los cuartos. Sachs escuchó. Un ruido de arrastre. Un sonido metálico. ¿De dónde venían aquellos ruidos?
Se dirigió hacia el cuarto de Bell tan rápida y silenciosamente como pudo.
La atrapó antes de llegar.
Cuando la figura salió por la puerta, Sachs se agachó y le apuntó con su Glock. El hombre gruñó y le quitó la pistola de la mano. Sin pensar, ella lo empujó y aplastó su espalda contra la pared.
Buscó a tientas la navaja.
– Para -jadeó Roland Bell-. Oye, qué…
Sachs soltó su camisa.
– ¡Eres tú!
– Me has dado un susto de muerte. ¿Qué…?
– ¡Estás bien! -dijo Sachs.
– Sólo me dormí un rato. ¿Qué pasa?
– Jodie es el Bailarín. Rhyme acaba de llamar.
– ¿Qué? ¿Cómo?
– No lo sé -Sachs miró a su alrededor y se estremeció de miedo-. ¿Dónde están los guardias?
El salón estaba vacío.
Entonces reconoció el olor que le había preocupado. ¡Era sangre! Un olor a cobre caliente. Y supo que todos los guardias estaban muertos. Alargó la mano para recoger su arma, que estaba sobre el suelo. Frunció el ceño cuando miró el extremo de la culata; donde debería haber estado el cargador había un hueco vacío. Cogió la pistola.
– ¡No!
– ¿Qué? -preguntó Bell.
– Mi cargador. Ha desaparecido -Se tocó el cinturón. También habían desaparecido los dos cargadores de repuesto.
Bell sacó sus armas, un Glock y una Browning; tampoco tenían sus cargadores. Los tambores de las armas estaban vacíos.
– ¡En el coche! -tartamudeó Sachs-. Apuesto a que lo hizo en el coche. Estaba sentado en medio de los dos. Se movía sin parar, chocaba contra nosotros.
– Vi un estuche de armas en el salón -dijo Bell-. Un par de rifles de caza.
Sachs lo recordó también.
– Allí -señaló. Casi no lo podían ver en la penumbra del amanecer. Bell miró a su alrededor y se dirigió hacia él de cuclillas, mientras Sachs corría al dormitorio de Percey y examinaba el interior. La mujer estaba dormida sobre la cama.
Volvió al pasillo, abrió la navaja y se agachó. Entrecerró los ojos. Bell regresó un instante después.
– Se los han llevado. No quedan rifles. Tampoco hay municiones para nuestras pistolas.
– Despertemos a Percey y salgamos de aquí.
Oyeron unas pisadas no muy lejanas y el sonido del seguro de un rifle semiautomático.
Sachs cogió a Bell del cuello y lo empujó al suelo.
El disparo los dejó sordos y la bala rompió la barrera del sonido directamente sobre sus cabezas. Sachs olió a pelo quemado. Jodie debía contar con un gran arsenal en aquellos momentos, todas las armas de los inspectores, pero sin embargo, utilizaba el rifle de caza.
Corrieron hacia la puerta de Percey, que se abrió justo cuando llegaban.
– ¡Dios mío! ¿Qué…? -salió gritando la aviadora.
El empujón que Bell le dio con todo su cuerpo la lanzó otra vez dentro de su cuarto. Sachs entró tras ellos cerrando la puerta de un golpe, echó el cerrojo y corrió hacia la ventana.
– Venid, venid… -les apremió.
Bell levantó del suelo a una sorprendida Percey Clay y la arrastró hacia la ventana mientras varios cartuchos de gran calibre, de los que se usaban en la caza del ciervo, atravesaban la puerta alrededor de la cerradura.
Ninguno se volvió para ver si el Bailarín había tenido éxito. Saltaron por la ventana hacia el amanecer y corrieron, corrieron, corrieron por la hierba cubierta de rocío.
Hora 44 de 45
Capítulo 38
Sachs se detuvo a orillas del lago. La niebla, teñida de rojo y rosa, flotaba en fantasmales jirones sobre el agua quieta y gris.