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– Seguid -les gritó a Bell y a Percey-. Hacia esos árboles.

Señalaba hacia el refugio más cercano: una ancha banda de árboles al final de un campo al otro lado del lago. Estaba a más de cien metros de distancia, pero era el escondite más próximo.

Sachs volvió la vista hacia el edificio. No había señales de Jodie. Se puso de cuclillas al lado del cuerpo de uno de los inspectores. La funda de su pistola estaba vacía, naturalmente, y también faltaban los cargadores. Ya se imaginaba que Jodie se habría llevado esas armas, pero confiaba en encontrar algo en lo que el asesino no hubiera pensado.

Es un ser humano, Rhym…

Al revisar el cuerpo frío, encontró lo que estaba buscando. Levantó el extremo de los pantalones del inspector y sacó el arma suplementaria de la funda, sujeta al tobillo del policía. Era una pequeña pistola, un minúsculo revólver Colt de cinco tiros con un tambor de cinco centímetros.

Miró hacia el edificio justo cuando la cara de Jodie aparecía en la ventana. Vio entonces cómo levantó el rifle de caza y fue en ese momento cuando Sachs se dio la vuelta y disparó. El cristal se rompió a escazos centímetros de la cabeza de Jodie, que retrocedió tambaleándose.

Luego Amelia corrió alrededor del lago, detrás de Bell y Percey; iban muy rápido, haciendo eses sobre la hierba cubierta de rocío.

Se habían alejado casi cien metros de la casa antes de escuchar el primer tiro. Produjo un sonido estridente que retumbó en los árboles y levantó un poco de tierra al lado del pie de Percey.

– Abajo -gritó Sachs-. Ahí -dijo, señalando un hueco en la tierra.

Se tiraron al suelo justo cuando el Bailarín disparaba otra vez. Si Bell hubiera estado de pie, el disparo le hubiese dado directamente en el medio de los omóplatos.

Se encontraban aún a quince metros del bosquecillo más cercano, donde seguramente encontrarían protección. Pero tratar de llegar hasta allí en aquel momento equivalía a un suicidio. Jodie parecía tan buen tirador como lo había sido Stephen Kall.

Sachs levantó la cabeza por un momento. No vio nada pero escuchó una explosión. Un instante después una bala pasó por el aire a su lado. Sintió el mismo terror paralizante que en el aeropuerto. Apretó la cara contra la fresca hierba de primavera, mojada por el rocío y su sudor. Le temblaron las manos.

Bell levantó la cabeza para echar un rápido vistazo y la dejó caer de nuevo.

Otro tiro. La tierra saltó a centímetros de su cara.

– Creo que lo vi -dijo el detective, con su fuerte acento-. Está en un matorral a la derecha de la casa. Sobre esa colina.

Sachs hizo tres respiraciones rápidas; después rodó un metro y medio a la derecha, levantó la cabeza con rapidez y la escondió de nuevo.

Jodie optó por no disparar esa vez, pero Sachs pudo verlo bien. Bell tenía razón: el asesino estaba a un costado de la colina y les apuntaba con el rifle de mira telescópica desde allí; pudo ver incluso el débil destello de la mira. Jodie no les podía dar si se mantenían tumbados, sin embargo, para lograrlo lo único que tenía que hacer era subir la colina. Desde la cima podría disparar hacia el pozo donde estaban en ese momento: una perfecta zona de muerte.

Pasaron cinco minutos sin que disparase un tiro. Debería de estar escalando la colina, con mucha cautela: sabía que Sachs estaba armada y había comprobado que disparaba bien. ¿Podrían aguantar hasta que llegara el helicóptero de SWAT?

Sachs cerró con fuerza los ojos y olió la tierra y la hierba.

Pensó en Lincoln Rhyme.

Tú lo conoces mejor que nadie, Sachs…

No conoces bien a un criminal hasta que no has caminado por donde él caminó, hasta que no hayas limpiado su mal…

Pero Rhyme, pensó, éste no es Stephen Kall. Jodie no es el asesino que conozco. Las que examiné, no son las escenas de sus crímenes. No fue su mente la que vislumbré…

Buscó una parte baja del terreno que los pudiera conducir ilesos hasta los árboles, pero no encontró nada. Si se movían un metro y medio en cualquier dirección, presentarían un blanco perfecto.

Bueno, en cualquier momento presentarían ese blanco perfecto, en cuanto Jodie llegara a la cima de la colina.

Entonces se le ocurrió una cosa: que las escenas de crímenes que había examinado realmente eran del Bailarín. Puede que no hubiera sido el que disparó la bala que mató a Brit Hale o el que colocó la bomba en el avión de Ed Carney, o empuñó el cuchillo que mató a John Innelman en el sótano del edificio de oficinas.

Pero Jodie era un criminal.

Entra en su mente, Sachs, escuchó que le decía Lincoln Rhyme.

Su, mi, arma más mortífera es el engaño.

– Vosotros dos -gritó Sachs, mirando alrededor-. Ahí.

Señaló un barranco poco pronunciado.

Bell la miró. Sachs se dio cuenta de que él también quería atrapar al Bailarín desesperadamente. Pero con la mirada Amelia le dejó bien claro que el asesino era su presa, de ella solamente. Sin discusión y sin debate. Rhyme le había proporcionado aquella oportunidad y nada ni nadie en el mundo podría detenerla. Haría lo que tenía que hacer.

El detective asintió solemnemente y arrastró a Percey a una grieta poco profunda en el suelo.

Sachs examinó la pistola. Le quedaban cuatro balas.

Muchas.

Más que suficientes…

Si estoy en lo cierto.

¿Lo estoy? Se preguntó, con la cara contra la mojada y fragante hierba. Y decidió que sí, que estaba en lo cierto… Un ataque frontal no entraba dentro de los planes del Bailarín. Engaño.

Y era justo lo que iba a probar con él.

– Quedaos agachados. Pase lo que pase, quedaos agachados -Se levantó apoyándose en las manos y rodillas y miró por el borde. Se ponía a punto, se preparaba. Respiró lentamente.

– Es un disparo de cien metros, Amelia -susurró Bell-. ¿Lo podrás hacer con esa arma tan pequeña?

Sachs lo ignoró.

– Amelia -dijo Percey. La aviadora clavó los ojos en los suyos y durante un momento las mujeres compartieron una sonrisa.

– Bajad las cabezas -ordenó Sachs y Percey obedeció, acurrucándose en la hierba.

Amelia Sachs se puso de pie.

No se agachó, no se puso de costado para presentar un blanco más estrecho. Se limitó a adoptar la postura que le era tan familiar, con las dos manos en la pistola, haciendo puntería. Frente a ella estaban la casa, el lago, la figura agachada que subía por la colina y que dirigía hacia ella la mira telescópica.

En su mano, la pequeña pistola pesaba lo que un vaso de whisky.

Apuntó al reflejo de la mira telescópica, a tanta distancia como la extensión de una cancha de fútbol.

El sudor y la niebla bañaban su cara.

Respira, respira.

Tomate tu tiempo.

Espera…

Un escalofrío le recorrió la espalda, los brazos y manos. Se empeñó en alejar el pánico.

Respira…

Escucha, escucha.

Respira…

¡Ahora!

Giró en redondo y cayó de rodillas cuando el rifle, que asomaba sobre el monte de árboles que tenía atrás, a una distancia de quince metros, disparó. La bala atravesó el aire justo sobre la cabeza de Sachs.

La chica se encontró mirando la cara asombrada de Jodie, con el rifle de caza todavía contra su mejilla. El asesino se dio cuenta de que después de todo, no la había engañado. Ella había descubierto su táctica: la manera en que había disparado algunos tiros desde el lago, cómo arrastró luego a uno de los guardias colina arriba y lo apuntaló allí con uno de los rifles de caza para mantenerlos inmóviles, mientras él corría alrededor del lago para sorprenderlos por atrás.

Engaño…

Durante un momento ninguno de los dos se movió.

El aire estaba completamente inmóvil. No flotaban jirones de niebla, no había árboles o hierbas que se doblaran por el viento.