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Sachs esbozó una sonrisa mientras levantaba la pistola con ambas manos.

Desesperado, el Bailarín hizo que el rifle para ciervos escupiera el casquillo y colocó otro cartucho. Cuando levantaba el arma de nuevo hasta su mejilla, Sachs disparó. Dos tiros.

Ambos dieron en el objetivo. Sachs lo vio volar hacia atrás; el rifle saltó por el aire como el bastón de una majorette.

– ¡Quédate con ella, Detective! -le gritó Sachs a Bell y corrió hacia Jodie.

Lo encontró en la hierba, tumbado de espaldas.

Una de las balas había destrozado su hombro izquierdo. La otra había dado de lleno en la mira telescópica incrustando metal y cristales en el ojo derecho del hombre. Su rostro era una masa sanguinolenta.

Sachs levantó su pequeña pistola, hizo mucha presión sobre el gatillo y apretó el cañón contra su cabeza.

Lo registró. Encontró una sola Glock y un cuchillo de carburo en el bolsillo. No tenía más armas.

– Está limpio -gritó.

Cuando se puso de pie y sacó las esposas del estuche, el Bailarín tosió y escupió. Se limpió la sangre de su ojo sano; luego levantó la cabeza y miró hacia el campo hasta que localizó a Percey Clay que se incorporaba lentamente y miraba a su atacante.

Jodie pareció estremecerse cuando la vio. Tosió de nuevo y emitió un profundo gemido. Sorprendió a Sachs cuando le empujó la pierna con el brazo sano. Estaba malherido, quizá mortalmente, y tenía poca fuerza. Resultó un gesto curioso, como si apartara del camino un pequinés irritante.

Sachs retrocedió y mantuvo el arma apuntándole directamente al pecho.

Pero Amelia Sachs ya no era del menor interés para el Bailarín de la Muerte. Tampoco le preocupaban sus heridas ni el terrible dolor que le producían. En su mente cabía sólo una cosa. Con un esfuerzo sobrehumano rodó poniéndose boca abajo; gimiendo y arañando la tierra, comenzó a arrastrarse hacia Percey Clay, hacia la mujer que tenía que matar porque le habían contratado para ello.

Bell se unió a Sachs, que le pasó la Glock y juntos apuntaron al Bailarín. Podrían haberlo detenido, incluso matado, fácilmente. Pero se quedaron paralizados, observando a ese hombre patético, concentrado con tanta desesperación en su tarea que no parecía darse cuenta de que su cara y su hombro estaban destruidos.

Se movió todavía unos centímetros más e hizo una pausa para coger una afilada roca del tamaño de un pomelo. Y siguió acercándose a su presa. No dijo una palabra, empapado de sangre y sudor, su cara una máscara de agonía. Hasta Percey, que poseía todas las razones para odiar a aquel hombre, para arrebatarle la pistola a Sachs de la mano y terminar allí con la vida del asesino, hasta Percey parecía hipnotizada al observar su esfuerzo inútil por terminar lo que había empezado.

– Ya es suficiente -dijo Sachs al fin. Se inclinó y le quitó la piedra.

– No -jadeó Jodie-. No…

Sachs le puso las esposas.

El Bailarín de la Muerte emitió un aullido terrorífico, que podía deberse al dolor de sus heridas pero que parecía más bien producto de una pérdida y de un fracaso insoportables, y dejo caer la cabeza sobre el suelo.

Se quedó quieto. El trío permaneció de pie a su lado, observando como la sangre empapaba la hierba y las inocentes flores silvestres. Enseguida el vibrante canto de los somorgujos quedó ahogado por el chop, chop, chop de un helicóptero que sobrevolaba los árboles. Sachs se fijó en que Percey Clay desviaba inmediatamente la atención del hombre que le había causado tanta pena; la aviadora observó embelesada cómo la voluminosa aeronave descendía por el cielo brumoso y aterrizaba ágilmente en la hierba.

Capítulo 39

– No es legal, Lincoln. No puedo permitirlo -insistía Lon Sellitto.

Pero Lincoln Rhyme también era muy tozudo:

– Dejadme estar media hora con él.

– No les gusta la idea -el detective dejó más claro lo que quería decir al añadir-: Pusieron el grito en el cielo cuando lo sugerí. Eres un civil.

Eran casi las diez de la mañana del lunes. Se había pospuesto la comparencia de Percey ante el gran jurado hasta el día siguiente. Los submarinistas de la Marina habían encontrado las bolsas de lona que Phillip Hansen había arrojado a las profundidades del estrecho de Long Island. Las llevaban a toda velocidad al edificio del FBI del centro de la ciudad para que un equipo PERT las analizara. Eliopolos había retrasado la reunión del gran jurado para poder presentar tantas pruebas incriminatorias contra Hansen como fuera posible.

– ¿Qué les preocupa? -preguntó Rhyme con petulancia-. No hay riesgo alguno de que yo pueda darle una paliza.

Pensó en reducir su exigencia a veinte minutos, pero eso sería interpretado como una señal de debilidad. Y Lincoln Rhyme no creía en las demostraciones de debilidad. De manera que dijo:

– Yo lo atrapé. Merezco la oportunidad de hablar con él -y se quedó en silencio.

Recordó que Blaine, su ex esposa, le había dicho, en un raro arranque de intuición, que sus ojos, oscuros como la noche, podían ser más convincentes que sus palabras. De manera que miró fijamente a Sellitto hasta que el detective suspiró, y luego dirigió la vista a Dellray.

– Bien, déjalo un ratito -accedió el agente-. No le hará daño a nadie. Traed a ese tipo aquí. Y si trata de escapar, coño, me dará una buena excusa para practicar el tiro al blanco.

– Muy bien -dijo Sellitto-. Haré la llamada. Pero te lo advierto, no cagues este caso.

El criminalista apenas si oyó sus palabras. Miró hacia la puerta, como si el Bailarín de la Muerte estuviera a punto de materializarse como por encanto.

No se hubiera sorprendido en absoluto si así hubiera sucedido.

– ¿Cuál es tu nombre verdadero? ¿Joe o Jodie?

– ¿Qué importa? Me atrapaste. Puedes llamarme como quieras.

– ¿Cómo quieres que te llame? -preguntó Rhyme.

– ¿Qué te parece el nombre que me has puesto tú? El Bailarín. Me gusta.

El hombrecillo, examinó a Rhyme cuidadosamente con su ojo sano. Si sentía dolor a causa de sus heridas, o estaba atontado por la medicación, no lo demostró. Llevaba su brazo izquierdo en cabestrillo, pero seguía con las gruesas esposas sujetas a unos grilletes en la cintura. También tenía cadenas en los pies.

– Como quieras -dijo Rhyme, conciliador. Mientras, estudiaba al hombre como si fuera la espora de un polen poco común encontrado en una escena de crimen.

El Bailarín sonrió. Debido a los nervios faciales destrozados y a los vendajes, su expresión resultaba grotesca. De vez en cuando, su cuerpo sufría espasmos y sus dedos se contraían, el hombro roto subía y bajaba involuntariamente. Rhyme experimentó una sensación curiosa: él era el sano y el preso el inválido.

En el reino de los ciegos, el tuerto es rey.

El Bailarín sonrió.

– Te mueres de ganas por saberlo, ¿verdad?

– ¿Por saber qué?

– Por saberlo todo… Por eso has hecho que me traigan aquí. Tuviste suerte, cuando me atrapaste, quiero decir, pero no tienes ni idea de mi forma de actuar.

Lincoln chasqueó la lengua.

– Yo sé exactamente cómo lo hiciste.

– ¿Lo sabes?

– Sólo pedí que te trajeran para hablar contigo -replicó Rhyme-. Eso es todo. Para conversar con el hombre que por poco es más listo que yo.

– Casi… -El Bailarín rió. Otra sonrisa torcida. Era espeluznante-. Bien. Entonces, cuéntame.

Rhyme sorbió por la pajilla. Era zumo de frutas. Había sorprendido a Thom cuando le pidió que tirara el whisky y lo reemplazara por Hawaiian Punch.

– Muy bien -cedió-. Te contrataron para matar a Ed Carney, Brit Hale y Percey Clay. Te pagaron mucho, supongo. Una cantidad de seis cifras.

– Siete -dijo el Bailarín con orgullo.

Rhyme enarcó una ceja.

– Una carrera muy lucrativa.