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– Si eres bueno.

– Depositaste el dinero en las Bahamas. Habías localizado a Stephen Kall en algún lugar, no sé exactamente dónde. Probablemente una red de mercenarios…

El Bailarín asintió.

– … y lo subcontrataste, anónimamente, quizá por e-mail, quizá por fax, usando referencias en las que él confiaría. Por supuesto, nunca os encontrasteis cara a cara. Y supongo que lo pusiste a prueba.

– Naturalmente. En un trabajo en las afueras de Washington, D.C. Me contrataron para matar a un asistente del Congreso que birlaba secretos de los archivos del Comité de las Fuerzas Armadas. Se trataba de una tarea fácil, de manera que subcontraté a Stephen, lo que me dio una buena oportunidad para controlarlo. Lo observé en cada paso que dio. Yo mismo examiné el orificio de entrada de la bala en el cadáver. Muy profesional. Creo que me vio cuando lo observaba y me quiso matar para eliminar a un testigo. Me pareció bien que lo hiciera.

– Le dejaste su dinero en efectivo -le interrumpió Rhyme-, junto a una llave para entrar al hangar de Phillip Hansen, donde esperó hasta colocar la bomba en el avión de Ed Carney. Sabías que era bueno en su trabajo pero no estabas seguro de si era lo suficientemente eficiente como para matar a los tres. Probablemente pensaste que a lo sumo mataría a uno de ellos, pero que nos distraería lo suficiente como para que tú llegaras hasta los otros dos.

El Bailarín asintió, impresionado a su pesar.

– Me sorprendió que matara a Brit Hale. Oh, sí. Y me sorprendió todavía más que pudiera huir después y poner la segunda bomba en el avión de Percey Clay.

– Tú pensabas que tendrías que matar al menos a una de las víctimas, y por lo tanto la semana pasada te transformaste en Jodie y empezaste a pregonar tus drogas por todas partes, de manera que la gente de la calle supiera quién eras. Secuestraste al agente del FBI y así supiste a qué casa de seguridad llevarían a los testigos. Esperaste en el lugar más lógico para que Stephen atacara y le permitiste que te secuestrara. Dejaste bastantes pistas que apuntaban a tu escondite en el metro para que pudiéramos encontrarte allí… y decidiéramos usarte para llegar a Kall. Todos confiamos en ti. Claro que lo lograste: Stephen no tenía ni idea de que tú eras el que le habías contratado. Todo lo que sabía era que le habías traicionado y que quería matarte. La coartada perfecta para ti. Pero muy arriesgada.

– Pero, ¿que es la vida sin riesgo? -preguntó el Bailarín, guasón-. El riesgo hace que todo merezca la pena vivirse, ¿no lo crees? Además, cuando estuvimos juntos elaboré unas pocas… digamos, contramedidas, de manera que vacilara antes de dispararme. La homosexualidad latente siempre es una ayuda.

– Pero -añadió Rhyme, enfadado porque Jodie había interrumpido su relato-, cuando Kall estaba en el parque, tú saliste del callejón donde te escondías y lo mataste… Eliminaste sus manos, dientes y ropa, y sus armas, tirándolas por una alcantarilla. Y cuando te invitamos a Long Island… fuiste como el zorro en el gallinero. Este es el esquema de lo que ha pasado -concluyó Rhyme-, los huesos pelados. Pero creo que da una idea aproximada de lo que sucedió.

El Bailarín cerró el ojo sano un momento, luego volvió a abrirlo. Rojo y húmedo, miró fijamente a Rhyme. El hombre inclinó ligeramente la cabeza, en un gesto de aceptación o quizá admiración.

– ¿Qué fue? -preguntó por fin-. ¿Qué te puso sobre la pista?

– Arena -contestó Rhyme-. De las Bahamas.

El Bailarín asintió e hizo una mueca de dolor.

– Di la vuelta a los bolsillos. Pasé la aspiradora.

– Estaba en los dobleces de las costuras. Las drogas también me dieron una pista, y la comida para bebés.

– Sí. Claro. -Después de un momento el Bailarín añadió-: Tenía razón al tenerte miedo. Me refiero a Stephen.

Su único ojo todavía examinaba a Rhyme como un médico que busca un tumor.

– Pobre chico -añadió-. Qué criatura tan triste. ¿Quién crees que lo sodomizó? ¿El padrastro o los compañeros de reformatorio? ¿O todos ellos?

– No lo puedo saber -dijo Rhyme. El halcón macho aterrizó en el alféizar y plegó las alas.

– Stephen se asustó -musitó el Bailarín-. Y cuando te asustas, se acabó todo. Pensó que el gusano lo buscaba. Lincoln el Gusano. Se lo oí murmurar varias veces. Te tenía miedo.

– Pero tú no.

– No -dijo el Bailarín-. Yo no me asusto.

De repente movió la cabeza, como si por fin se hubiera dado cuenta de algo que lo estaba molestando.

– Ah, veo que escuchas con atención, ¿no es cierto? ¿Tratas de identificar mi acento? -Así era-. Mira, cambia mucho. Montañas… Conneticut… Llanuras y pantanos del Sur… Mizzura. Kayntuckeh. ¿Por qué me interrogas? Tú trabajas en el equipo de Escena del Crimen. Ya me habéis atrapado. Es hora de despedirnos. Fin del relato. Oye, me gusta el ajedrez. Amo el ajedrez. ¿Has jugado alguna vez, Lincoln?

A Rhyme le solía gustar. Había jugado bastante con Claire Trilling. Thom le había insistido muchas veces para que jugara en el ordenador, y le había comprado un buen programa. Se lo instaló, pero Rhyme nunca lo había cargado.

– Hace mucho que no juego.

– Tú y yo tenemos que jugar juntos alguna vez. Debes ser un buen oponente… ¿Quieres saber qué error cometen algunos jugadores?

– ¿Cuál? -Rhyme sintió la mirada ardiente del hombre. De repente se puso nervioso.

– Sienten curiosidad por sus oponentes. Tratan de saber cosas de su vida personal. Cosas que no son útiles. De dónde son, dónde nacieron, quiénes son sus hermanos.

– ¿Suele suceder?

– Puede satisfacer una inquietud. Pero los confunde. Puede ser peligroso. Mira, el juego está sólo en el tablero, Lincoln. Sólo en el tablero. -Esbozó una sonrisa torcida-. No puedes aceptar que no sabes nada sobre mí, ¿verdad?

No, pensó Rhyme. No puedo.

– Bueno, ¿qué quieres saber exactamente? -continuó el Bailarín-. ¿Una dirección? ¿El anuario del instituto? ¿Algún enigma tipo «Rosebud»? ¿Qué te parece? Me sorprendes, Lincoln. Eres un criminalista, el mejor que conozco. Y ahora estás aquí, embarcado en una especie de patético viaje sentimental. Bueno, ¿quién soy? El jinete sin cabeza. Belcebú. Soy la reina Mab. Soy «ellos» en la frase «Cuídate de ellos; te persiguen». No soy tu proverbial peor pesadilla, porque las pesadillas no son reales y yo soy más real de lo que muchos quisieran admitir. Soy un artesano. Soy un empresario. No vas a conseguir mi nombre, ni mi rango, ni mi número de serie. No actúo de acuerdo a la convención de Ginebra.

Rhyme no pudo decir nada.

Llamaron a la puerta.

El transporte había llegado.

– ¿Podéis quitarme los grilletes de los tobillos? -preguntó el Bailarín a los dos oficiales, con voz patética, y con su ojo sano parpadeante y lacrimoso-. Oh, por favor. Me hacen tanto daño. Y es tan difícil caminar.

Uno de los guardias lo miró con compasión, y luego dirigió la vista hacia Rhyme, quien dijo con frialdad:

– Si se lo quitáis, aunque sólo sea uno, os echarán a la calle y no volveréis a trabajar más en el FBI.

El agente se quedó mirando al criminalista un instante e hizo una señal con la cabeza a su compañero. El Bailarín rió.

– No es un problema -dijo, con la vista fija en Rhyme- sólo ún factor.

Los guardias lo cogieron del brazo sano y lo pusieron de pie. Parecía un gnomo entre los dos corpulentos hombres que lo llevaban hacia la puerta. Miró hacia atrás.

– ¿Lincoln?

– ¿Sí?

– Me vas a echar de menos. Sin mí, te aburrirás.

Su único ojo se clavó en los de Rhyme.

– Sin mí, morirás.

Una hora después, unas fuertes pisadas anunciaron la llegada de Lon Sellitto. Llegaba acompañado de Sachs y Dellray.

Rhyme supo enseguida que había problemas. Por un momento pensó que el Bailarín se había escapado.

Pero el problema no era ése.