Sellitto echó una mirada a Dellray. En el rostro delgado del agente se contrajo en una mueca.
– Bien, decidme -exclamó Rhyme.
– Las bolsas de lona -empezó Sachs-. El PERT las analizó.
– Adivina qué había dentro -dijo Sellitto.
Rhyme suspiró, exhausto, sin ganas de jugar.
– Detonadores, plutonio y el cuerpo de JimmyHoffa.
– Un fajo de Páginas Amarillas del condado Westchester y dos kilos de piedras -respondió Sachs.
– ¿Qué?
– No hay nada, Lincoln. Nada.
– ¿Estáis seguros de que se trata de guías de teléfono y no de informes comerciales codificados?
– La oficina de codificación las ha examinado con mucho cuidado -agregó Dellray-. Son las jodidas Páginas Amarillas comunes y corrientes. Y las piedras no significan nada. Las pusieron para que las bolsas se hundieran.
– Van a soltar a ese cabrón de Hansen -murmuró Sellitto, deprimido-. En este momento están rellenando los papeles. Ni siquiera tendrá que presentarse ante el gran jurado. Toda esa gente murió por nada.
– Dile lo que falta -añadió Sachs.
– Eliopolos está de camino hacia aquí -dijo Sellitto-. Tiene ese papel.
– ¿Una orden? -preguntó Rhyme con brusquedad-. ¿Para qué?
– Oh. Tal como te anunció, te va a arrestar.
Capítulo 40
Reginald Eliopolos apareció en el umbral, escoltado por dos enormes agentes. Rhyme había creído que el fiscal era un hombre de edad mediana, pero a la luz del día parecía estar cercano a los treinta años. También los agentes eran jóvenes y vestían igual de bien que él, aunque le recordaban a unos estibadores cabreados.
¿Para qué los necesitaba exactamente? ¿Para reducir a un hombre que no se podía mover?
– Bueno, Lincoln, me parece que no me hiciste mucho caso cuando dije que habría repercusiones. Je, je. No me creíste.
– ¿De qué cono te estás quejando, Reggie? -preguntó Sellitto-. Lo atrapamos.
– Je, je… je, je. Te diré de qué… -levantó las manos e hizo comillas imaginarias en el aire- me estoy quejando. El caso contra Hansen está kaput. No hay pruebas en las bolsas de lona.
– No es culpa nuestra -dijo Sachs-. Mantuvimos a su testigo con vida. Y atrapamos al asesino contratado por Hansen.
– Ah -dijo Rhyme-. Pero hay algo más, ¿verdad, Reggie?
El fiscal lo observó fríamente.
– Mira -siguió Rhyme-, Jodie, me refiero al Bailarín, es la única oportunidad que tenéis ahora para montar un caso contra Hansen. O al menos es lo que pensáis. Pero el Bailarín nunca delatará a un cliente.
– Oh, ¿estás seguro? Bueno, no creo que lo conozcas tan bien como piensas. Acabo de mantener una larga conversación con él. Está más que dispuesto a acusar a Hansen. Pero ahora se niega a hablar. Gracias a ti.
– ¿A mí? -preguntó Rhyme.
– Dijo que tú le amenazaste durante esa pequeña reunión no autorizada que mantuviste con él hace unas horas. Je, je. Van a rodar unas cuantas cabezas por ello. Te lo aseguro.
– Oh, por Dios -exclamó Rhyme, y rió con amargura-. ¿No ves lo que está haciendo? Déjame adivinar… le dijiste que me arrestarías, ¿verdad? Y estuvo de acuerdo en testificar si lo hacías.
Un segundo de vacilación en Eliopolos indicó a Rhyme que eso era exactamente lo que había sucedido.
– ¿No lo entiendes?
Pero Eliopolos no entendía nada.
– ¿No te das cuenta de que le gustaría que yo estuviera detenido en un lugar a diez o quince metros de donde está él? -dijo Rhyme.
– Rhyme -empezó Sachs y frunció el ceño con preocupación.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó el fiscal.
– Quiere matarme, Reggie. Esa es la razón. Soy el único hombre que ha conseguido detenerlo. No puede continuar su trabajo sabiendo que estoy aquí.
– Pero no puede ir a ningún lado. Nunca podrá.
Je, je.
– Cuando yo haya muerto, se retractará -Rhyme fue terminante-. Nunca testificará contra Hansen. ¿Y con qué vas a presionarlo? ¿Lo amenazarás con la pena de muerte? No le importa. Nada lo asusta. Nada en absoluto.
¿Qué era lo que lo molestaba?, se preguntó Rhyme. Algo parecía andar mal. Muy mal.
Decidió que eran las guías de teléfono…
Guías de teléfono y piedras.
Rhyme se sumió en sus pensamientos mientras miraba los diagramas de pruebas pegados a la pared. Escuchó un sonido y levantó la vista. Uno de los agentes que acompañaba a Eliopolos sacó las esposas y se acercó a la Clinitron. Rhyme rió para sí. Mejor sería que le pusieran grilletes en los pies. Podía salir corriendo.
– Vamos, Reggie -dijo Sellitto.
La fibra verde, las guías de teléfono y las rocas.
Recordó algo que el Bailarín le había dicho, cuando estaba sentado en la misma silla al lado de la cual Eliopolos estaba en ese momento.
Un millón de dólares…
Rhyme percibió vagamente que el agente trataba de decidir cuál era la mejor manera de reducir a un inválido. También notó que Sachs se adelantaba, pensando sin duda cuál sería la mejor manera de reducir al agente.
– Esperad -ladró de repente con una voz tan potente que dejó paralizados a todos los que estaban en el cuarto.
La fibra verde…
La miró en el diagrama.
Todos se pusieron a hablar a la vez; el agente todavía observaba las manos de Rhyme y blandía las sonoras esposas, pero Rhyme los ignoró a todos.
– Dame media hora -le dijo a Eliopolos.
– ¿Por qué debería hacerlo?
– Vamos, ¿qué tiene de malo? ¿Piensas acaso que puedo escaparme? -Y antes que el fiscal dijera nada, gritó-: ¡Thom! Thom, necesito hacer una llamada. ¿Vienes o no? No sé dónde se mete algunas veces. Lon, ¿harás una llamada por mí?
Percey Clay acababa de regresar del entierro de su marido cuando Lon Sellitto la encontró. Vestida de luto, se había sentado en la silla de mimbre que estaba al lado de la cama de Lincoln Rhyme. De pie, a su lado, se hallaba Roland Bell, con un traje marrón, que le caía mal por culpa de las dos pistolas que llevaba. Se atusó el ralo pelo castaño sobre la coronilla.
Eliopolos se había ido, aunque sus dos gorilas estaban afuera, custodiando la entrada. Aparentemente creían que si tenía la menor oportunidad, Thom sacaría a Rhyme por la puerta y éste escaparía en la Storm Arrow, cuya velocidad máxima era de doce kilómetros por hora.
A Percey el vestido le molestaba en el cuello y la cintura, y Rhyme apostó que era el único que tenía. Cuando la mujer se arrellanó, hizo amago de cruzar las piernas, pero enseguida se dio cuenta de que una falda no era la prenda más adecuada para esa postura, así que se sentó muy formal con las piernas juntas.
Lo miró con curiosidad, impaciente y Rhyme supo que ni Sellitto ni Sachs, que la habían ido a buscar, le habían dado la noticia.
Cobardes, pensó con malhumorado.
– Percey… No van a presentar el caso contra Hansen en el gran jurado.
Por un instante apareció un gesto de alivio en su rostro, hasta que entendió el significado de esas palabras.
– ¡No! -exclamó.
– ¿Te acuerdas del vuelo que hizo Hansen para deshacerse de las bolsas de lona? Las bolsas estaban vacías. No había nada en ellas.
– ¿Lo dejarán escapar? -su rostro palideció.
– No pueden encontrar ninguna conexión entre el Bailarín y Hansen. Hasta que lo hagamos nosotros, está libre.
Percey se tapó la cara con las manos.
– ¿Todo ha sido inútil, entonces? ¿Ed… y Brit? Murieron para nada.
– ¿Qué pasa ahora con tu compañía? -le preguntó Rhyme.
Percey no esperaba esa pregunta. No estaba segura de haberlo oído bien.
– ¿Disculpa?
– Tu compañía ¿Qué le pasará ahora a Hudson Air?
– Probablemente la vendamos. Recibimos una oferta de otra empresa. Pueden afrontar la deuda. Nosotros no. O quizá nos limitemos a liquidarla.