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Era la primera vez que Rhyme percibía resignación en su voz; era una gitana derrotada.

– ¿Qué otra empresa?

– Francamente no me acuerdo. Ron está hablando con ellos.

– Te refieres a Ron Talbot, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Conoce la situación financiera de la compañía?

– Claro que sí. Tanto como los abogados y los contables. Mejor que yo.

– ¿Te importaría llamarle y pedirle que venga tan pronto como le sea posible?

– Claro. Estaba en el cementerio. Probablemente ya haya llegado a su casa. Lo llamaré.

– ¿Sachs? -dijo Rhyme volviéndose hacia la chica-, tenemos otra escena de crimen. Necesito que la examines. Tan rápido como puedas.

Rhyme observó al hombretón que entró por la puerta. Llevaba un traje azul oscuro lustroso por el uso, que tenía el color y el corte de un uniforme. Rhyme supuso que sería lo que se ponía cuando volaba.

Percey los presentó.

– De manera que por fin atraparon a ese hijo de puta -gruñó Talbot-. ¿Creéis que lo condenarán a muerte?

– Yo junto la basura -dijo Rhyme complacido; le gustaba tener la oportunidad de soltar frases grandilocuentes-. Lo que el fiscal de distrito hace con ella es cosa de él. ¿Le ha dicho Percey que tenemos problemas con las pruebas que implican a Hansen?

– Sí, algo me ha dicho. ¿Las pruebas que estaban en las bolsas eran falsas? ¿Por qué lo haría?

– Creo que puedo responderle, pero necesito más información. Percey me dijo que conoce muy bien la Compañía. ¿Es uno de los socios, verdad?

Talbot asintió, sacó una cajetilla de tabaco, vio que nadie fumaba y se la volvió a colocar en el bolsillo. Su traje estaba más arrugado que el de Sellitto y parecía que había pasado mucho tiempo desde que podía abrocharse la chaqueta alrededor de su voluminoso vientre.

– Repasemos esta hipótesis -dijo Rhyme-: ¿Qué pasaría si Hansen no hubiera querido matar a Ed y a Percey porque eran testigos?

– Pero entonces, ¿por qué lo haría? -balbuceó Percey.

– ¿Quiere decir que tenía otro motivo? -preguntó Talbot-. ¿Cómo cuál?

Rhyme no respondió directamente:

– Percey me contó que la Compañía no va bien desde hace un tiempo.

Talbot se encogió de hombros.

– Han sido dos años difíciles. La desregulación, el aumento de los pequeños transportistas. Luchamos contra UPS y FedEx. También contra el Servicio Postal. Los márgenes han disminuido.

– Pero todavía tienen unos buenos… ¿cómo se llama eso, Fred? Tú investigaste algunos delitos fiscales, ¿verdad? El dinero que entra, ¿cómo se llama?

– Ingresos, Lincoln -Dellray soltó una carcajada.

– Tenían buenos ingresos.

– Oh, el flujo de dinero nunca ha sido un problema -asintió Talbot-. Lo que pasa es que sale más de lo que entra.

– ¿Qué le parece la teoría de que el Bailarín fue contratado para matar a Percey y a Ed para que el asesino pudiera comprar la Compañía con descuento?

– ¿Qué Compañía? ¿La nuestra? -preguntó Percey, frunciendo el ceño.

– ¿Por qué haría Hansen algo así? -preguntó Talbot, con un hilo de voz.

– ¿Por qué no se limitó a venir a vernos a nosotros con un cuantioso cheque? -añadió Percey-. Nunca nos llamó siquiera.

– Yo no me refería a Hansen -señaló Rhyme-. La pregunta que hice antes era ¿qué pasa si no fuera Hansen el que quería matar a Ed y a Percey? ¿Y si era otra persona?

– ¿Quién? -preguntó Percey.

– No estoy seguro. Se trata de… bueno, esa fibra verde.

– ¿Fibra verde? -Talbot siguió la mirada de Rhyme hacia el diagrama de pruebas.

– Todos parecen haberla olvidado. Excepto yo.

– Este hombre nunca se olvida de nada. ¿Verdad, Lincoln?

– No demasiado a menudo, Fred. No demasiado a menudo. Esa fibra. Sachs, mi compañera…

– Te recuerdo -dijo Talbot y la saludó con la cabeza.

– La encontró en el hangar que alquiló Hansen. Estaba entre unos vestigios de materiales, cerca de la ventana donde Stephen Kall esperó antes de colocar la bomba en el avión de Ed Carney. Sachs también encontró trozos de bronce, unas fibras blancas y pegamento de sobres, lo que nos indica que alguien dejó una llave del hangar en un sobre para Kall. Pero entonces me puse a pensar: ¿por qué necesitaría Kall una llave para entrar a un hangar que estaba vacío? Era un profesional. Podría haber entrado hasta dormido. La única razón que explica la presencia de la llave era hacernos creer que Hansen la había dejado. Para implicarlo.

– Pero, ¿y el asalto? -dijo Talbot-. ¿Cuándo mató a esos soldados y robó los fusiles? Todos saben que es un asesino.

– Oh, probablemente lo sea -convino Rhyme-. Pero no pilotó su avión sobre Long Island y jugó a bombardear la zona con esas guías de teléfono. Otra persona lo hizo.

Percey se movió, nerviosa.

– Alguien que nunca pensó que encontraríamos las bolsas de lona -continuó Rhyme.

– ¿Quién? -preguntó Talbot.

– ¿Sachs?

La chica sacó tres grandes sobres de pruebas de una bolsa de lona y los puso sobre la mesa.

Dentro de dos de ellos había libros de contabilidad. El tercero contenía un fajo de sobres blancos.

– Provienen de su oficina, Talbot.

El hombre rió débilmente:

– No creo que pueda coger eso así como así, sin una orden.

– Yo les di permiso -Percey Clay frunció el ceño-. Todavía soy la presidenta de la compañía, Ron. ¿Adonde quieres ir a parar, Lincoln?

Rhyme lamentó no haber compartido antes sus sospechas con Percey; le iba a provocar una conmoción tremenda. Pero no se podía arriesgar a que le descubriera su juego a Talbot. Hasta aquel momento había cubierto muy bien sus huellas.

Rhyme miró a Mel Cooper, quien continuó:

– La fibra verde que encontramos junto a las partículas de la llave proviene de un folio de un libro mayor. Las blancas son de un sobre. No hay duda de que concuerdan.

– Todo salió de su oficina -dijo Rhyme-, Talbot.

– ¿Qué quieres decir, Lincoln? -balbuceó Percey.

– Todas las personas del aeropuerto sabían que Hansen estaba bajo sospecha -le dijo Rhyme a Talbot-. Usted pensó en que podría usar ese hecho a su favor, de manera que esperó hasta una noche en que Percey, Ed y Brit Hale se quedaron trabajando hasta tarde. Robó el avión de Hansen para el vuelo y arrojó al agua las bolsas de lona. Contrató al Bailarín. Supongo que habría oído hablar de él en sus viajes a África o el Lejano Oriente. Hice algunas llamadas. Usted trabajó para la fuerza aérea de Botswana y para el gobierno birmano en el asesoramiento para la compra de aviones militares usados. El Bailarín me dijo que le pagó un millón por la tarea -Rhyme sacudió la cabeza-. Eso tendría que haberme alertado. Hansen podría haber eliminado a los tres testigos por doscientos mil dólares. Los asesinatos profesionales constituyen un mercado a la baja hoy en día. El millón ofrecido me hizo caer en la cuenta de que el hombre que ordenó las muertes era un aficionado. Y que tenía mucho dinero a su disposición.

Un grito salió de la garganta de Percey Clay, que saltó hacia Talbot. El hombre se puso de pie y se arrimó a la pared.

– ¿Cómo pudiste? -gritó Percey-. ¿Por qué?

– Mis muchachos de la oficina de delitos financieros están examinando sus libros ahora -dijo Dellray-. Creemos que vamos a encontrar montones y montones de dinero que no están donde deberían.

– Hudson Air tiene mucho más éxito de lo que pensabas, Percey -continuó Rhyme-. Sólo que la mayor parte del dinero iba a los bolsillos de Talbot. Sabía que algún día lo cogerían y necesitaba quitaros de en medio a Ed y a ti para comprar la compañía.

– Aprovechando la opción de compra de acciones -dijo Percey-. Como socio tenía el derecho de comprar nuestra parte con un descuento si moríamos.

– Eso son gilipolleces. Ese tipo también me disparó, recuérdalo.