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– Pero usted no contrató a Kall -le recordó Rhyme-. Usted contrató a Jodie, el Bailarín de la Muerte, y éste subcontrató a Kall para el trabajo, que, a su vez, no lo conocía.

– ¿Cómo pudiste? -repitió Percey con voz hueca-. ¿Por qué? ¿Por qué?

– ¡Porque te amaba! -le espetó Talbot furioso.

– ¿Qué? -balbuceó Percey.

– Te reiste cuando te dije que quería casarme contigo -gimió Talbot.

– Ron, no. Yo…

– Y volviste con él -rió con sorna-. Con Ed Carney, el guapo piloto de combate. El mejor de los mejores. Te trataba como una mierda y todavía lo querías. Luego… -su cara estaba roja de furia-. Luego perdí la última cosa que me quedaba, no pude volar más. Tenía que quedarme en tierra. Os veía a vosotros dos volando cientos de horas cada mes mientras que todo lo que yo podía hacer era quedarme sentado en un escritorio para rellenar papeles. Vosotros os teníais el uno al otro, podíais volar… No tienes ni idea de lo que significa perder todo lo que amas. ¡No tienes ni idea!

Sachs y Sellitto vieron que Talbot estaba tenso. Supieron que intentaría hacer algo, pero no habían contado con su fuerza. Mientras Sachs se adelantaba y sacaba el arma de su funda, Talbot levantó a Percey del suelo y la tiró contra la mesa donde estaban las pruebas. Desparramó los microscopios y el equipo. Golpeó a Mel Cooper contra la pared y le quitó el Glock a Sachs. Apuntó el arma contra Bell, Sellitto y Dellray.

– Muy bien, tirad vuestras pistolas al suelo. Hacedlo ahora. ¡Ahora!

– Vamos, tío -dijo Dellray, poniendo los ojos en blanco-. ¿Qué vas a hacer? ¿Salir por la ventana? No puedes ir a ninguna parte.

– No lo diré dos veces -Talbot apuntó el arma hacia el rostro de Dellray.

Sus ojos tenían una mirada desesperada. A Rhyme le pareció un oso acorralado. El agente y los policías tiraron sus armas al suelo. Bell dejó caer sus dos pistolas.

– ¿Adonde da esa puerta? -Talbot señaló la pared con la cabeza. Había visto fuera a los guardias de Eliopolos y sabía que no podía escapar por allí.

– Es un armario -dijo rápidamente Rhyme.

Talbot lo abrió y miró el minúsculo ascensor.

– Que te jodan -susurró y apuntó a Rhyme con el arma.

– No -gritó Sachs.

Talbot volvió la pistola contra ella.

– Ron -exclamó Percey-, piensa en lo que haces. Por favor…

Sachs, avergonzada pero ilesa, estaba de pie y miraba las pistolas que había en el suelo a tres metros.

No, Sachs, pensó Rhyme. ¡No lo hagas!

Había sobrevivido al asesino profesional más diestro del país y en aquel momento estaba a punto de dispararle a un aficionado presa de pánico.

Los ojos de Talbot se movían de un lado a otro, de Dellray y Sellitto al ascensor, tratando de descifrar como funcionaban los botones.

No, Sachs, no lo hagas.

Rhyme trataba de atraer la atención de la chica, pero ella estaba concentrada evaluando distancias y ángulos. Nunca lo podría hacer a tiempo.

– Hablemos un momento, Talbot -dijo Sellitto-. Vamos, baje el arma.

Por favor, Sachs, no lo hagas… Te verá. Intentará darte en la cabeza, como todos los aficionados, y morirás.

Sachs se puso tensa y observó la Sig-Sauer de Dellray.

No…

En el instante en que Talbot se volvió a mirar el ascensor, Sachs saltó al suelo y cogió el arma de Dellray mientras rodaba. Pero Talbot la vio. Antes de que ella pudiera levantar la enorme automática, apuntó la Glock a su cara y entrecerró los ojos cuando comenzó a apretar el gatillo, aterrado.

– ¡No! -gritó Rhyme.

El disparo los dejó sordos. Las ventanas vibraron y los halcones volaron hacia el cielo.

Sellitto buscó su arma. La puerta se abrió de golpe y los oficiales de Eliopolos entraron corriendo al cuarto, con sus pistolas en las manos.

Ron Talbot, con un pequeño agujero rojo en la sien, se quedó extraordinariamente quieto durante un momento y luego cayó al suelo en espiral.

– Oh, cielos -dijo Mel Cooper, paralizado en su postura, mientras sostenía una bolsa de pruebas y miraba a su pequeña y delgada Smith & Wesson 38, sostenida por la mano firme de Roland Bell que apuntaba por detrás del hombro del técnico-. Oh, Dios mío.

El detective se había deslizado detrás de Cooper y le había quitado el arma de la estrecha funda, ubicada en la parte de atrás del cinturón. Bell había disparado desde la cadera, es decir, desde la cadera de Cooper.

Sachs se puso de pie y cogió su Glock de la mano de Talbot. Le tomó el pulso y sacudió la cabeza.

Los gemidos llenaron el cuarto cuando Percey Clay cayó de rodillas sobre el cuerpo y, entre sollozos, golpeó con su puño una y otra vez el duro hombro de Talbot. Nadie se movió durante un largo instante. Luego, tanto Amelia Sachs como Roland Bell se dirigieron hacia ella. Se detuvieron y fue Sachs quien se alejó y dejó que el larguirucho detective pusiera su brazo alrededor de la mujer. Así la apartó del cuerpo de su amigo y enemigo.

Capítulo 41

Era muy tarde; se oían algunos truenos y caía una fina lluvia de primavera. La ventana estaba abierta de par en par, no la de los halcones, por supuesto, ya que a Rhyme le disgustaba que los molestaran, y el cuarto estaba impregnado del fresco aire de la noche.

Amelia Sachs hizo saltar el corcho y luego sirvió el chardonnay en el vaso de Rhyme y en su propia copa.

Cuando bajó la mirada, no pudo reprimir una carcajada.

– No lo puedo creer.

En el ordenador que estaba al lado de la Clinitron había un programa de ajedrez.

– Tú no juegas -dijo-. Quiero decir, nunca te he visto jugar.

– Espera – respondió Rhyme.

En la pantalla se leyó: No comprendo lo que dices. Por favor, repítelo.

Con voz clara, el criminalista ordenó:

– Torre cuatro alfil dama. Jaque.

Una pausa. «Enhorabuena», articuló el ordenador. Se oyó una versión digitalizada de la marcha Washington Post de Sousa.

– No lo hago por entretenimiento -explicó Rhyme, de malas pulgas-. Mantiene la mente ágil. Es mi Nautilus particular. ¿Quieres jugar conmigo, Sachs?

– No sé jugar al ajedrez -dijo la chica, después de beber un trago de su copa de vino-. Si algún caballo amenaza mi rey prefiero pegarle un tiro a pensar cómo neutralizarlo. ¿Cuánto dinero encontraron?

– ¿Dinero? ¿Te refieres al que escondió Talbot? Más de cinco millones.

Después de que los auditores examinaran el segundo conjunto de libros, los verdaderos, comprobaron que Hudson Air era una compañía muy lucrativa. La pérdida del avión y del contrato de U.S. Medical constituían un golpe, pero había bastante dinero en efectivo como para mantener a la compañía, en palabras de Percey, «en el aire».

– ¿Dónde está el Bailarín?

– En DE.

Detención Especial era un lugar poco conocido en el edificio de los tribunales. Rhyme nunca lo había visto, en realidad pocos policías habían estado allí, pero lo cierto era que en treinta y cinco años nadie se había escapado.

– Le cortaron bien las garras -había comentado Percey Clay cuando Rhyme se lo dijo. Luego explicó que se refería al limado de uñas que se le hace a los halcones de caza.

Rhyme, dado su especial interés en el caso, insistió en que le informaran de qué se ocupaba el Bailarín durante su detención. Supo por los guardias que había preguntado por las ventanas que había, en qué planta se hallaban y en qué parte de la ciudad estaba situado el edificio.

– ¿Huelo una gasolinera por las cercanías? -había preguntado misteriosamente.

Cuando lo supo, Rhyme llamó inmediatamente a Lon Sellitto y le pidió que hablara con el jefe del centro de detención para que duplicara la guardia.

Amelia Sachs bebió otro vigorizante trago de vino y se decidió a hablar de lo que la preocupaba, a pesar del riesgo que intuía.