– Rhyme, deberías ir a por ella -le espetó. Tomó otro trago-. No estaba segura de poder decírtelo.
– ¿Me lo repites, por favor?
– Es lo que te conviene. Será muy bueno para ti.
Raramente tenían problemas para mirarse a los ojos, pero en esta ocasión, como se adentraba en un tema escabroso, Sachs mantuvo la mirada clavada en el suelo. ¿De qué se trataba todo esto? Cuando levantó la vista y vio que no le había entendido, continuó:
– Sé lo que sientes por ella. Y aunque ella no lo admite, yo sé lo que siente por ti.
– ¿Quién?
– Sabes muy bien quién. Percey Clay. Piensas en ella como una viuda y que no volverá a amar a nadie en su vida en este momento. Pero… ya oíste lo que dijo Talbot. Carney tenía una amante. Una mujer de la oficina. Percey lo sabía. Seguían juntos porque eran amigos. Y por la compañía.
– Yo nunca…
– Ve a por ella, Rhyme. Vamos. Te lo digo en serio. Crees que nunca funcionará. Pero a ella no le importa que estés inválido. Coño, mira lo que dijo el otro día. Tenía razón, vosotros dos sois muy parecidos.
Hay momentos en que para manifestar la frustración que se siente todo lo que hace falta es levantar las manos y dejarlas. Rhyme optó por apoyar la cabeza en su sofisticada almohada.
– Sachs, ¿de dónde diablos has sacado esa idea tan peregrina?
– Oh, por favor. Es tan obvio. He visto cómo has reaccionado desde que ella apareció. Cómo la miras. Cómo te obsesionaste por salvarla. Sé lo que está pasando.
– ¿Qué está pasando?
– Ella es como Claire Trilling, la mujer que te dejó hace unos años. Es la que quieres.
Oh… Rhyme asintió. De manera que es eso.
– Es cierto, Sachs -recordó con una sonrisa-, que he estado pensando mucho en Claire los últimos días. Mentí cuando lo negué.
– Siempre que la mencionas me doy cuenta de que todavía estás enamorado de ella. Sé que después del accidente nunca os encontrasteis de nuevo. Supuse que es un asunto que tienes pendiente. Como me pasó a mí cuando Nick me dejó. Conociste a Percey y ella te recordó a Claire. Todo surgió de nuevo. Te diste cuenta de que otra vez podías estar con alguien. Quiero decir, con ella. No… no conmigo. Bueno, así es la vida.
– Sachs -comenzó a decir Rhyme-, no es de Percey de quien te tienes que sentir celosa. No es ella quien te sacó de mi cama la noche pasada.
– ¿No?
– Fue el Bailarín.
Sachs vertió un poco más de vino en su copa. Lo hizo girar y miró el claro líquido.
– No entiendo.
– ¿Lo qué pasó la otra noche? -Rhyme suspiró-. Tuve que poner un límite entre nosotros, Sachs. Ya me encuentro demasiado cerca de ti para mi propio bien. Si vamos a seguir trabajando juntos, tengo que mantener las distancias. ¿No te das cuenta? No puedo sentirme cerca de ti, muy cerca, y luego ponerte en peligro. No puedo permitir que suceda otra vez.
– ¿Otra vez? -Sachs frunció el ceño, y después su rostro se iluminó al comprenderlo.
Ah, esa es mi Amelia, pensó Rhyme. Una excelente criminalista. Una buena tiradora. Rápida como un lince.
– Oh, no, Lincoln, Claire era…
Él asintió.
– Era el técnico que designé para examinar la escena de crimen en Wall Street después del golpe del Bailarín hace cinco años. Era la que alargó la mano hacia la papelera y sacó el papel que hizo detonar la bomba.
Era la razón por la que se había obsesionado tanto con el asesino. Por la que había deseado entrevistar al criminal, un gesto poco común en él. Había querido atrapar al hombre que había matado a su amante, y había querido saberlo todo sobre él.
Se trataba de una venganza, una venganza sin atenuantes. Cuando Lon Sellitto, que sabía lo de Claire, preguntó si no sería mejor que Percey y Hale se fueran de la ciudad, en realidad estaba preguntando si los sentimientos de Rhyme no estarían interfiriendo con el caso.
Sí, estaban interfiriendo. Pero Lincoln Rhyme, a pesar de la abrumadora parálisis tenía el mismo instinto de cazador que los halcones de su ventana. Todo criminalista lo tiene. Y cuando olía la presa nada lo detenía.
– Es así, Sachs. No tiene nada que ver con Percey. Y aunque deseaba que pasaras la noche conmigo, todas las noches, no puedo arriesgarme a quererte más de lo que te quiero ahora.
Para Lincoln Rhyme resultaba sorprendente, hasta desconcertante, mantener esta conversación. Después del accidente había llegado a creer que la viga de roble que rompió su columna vertebral también le había dañado el corazón, eliminando todos sus sentimientos. Y que su capacidad de amar y ser amado estaba tan destruida como las finas fibras de su médula espinal. Pero la noche anterior, con Sachs tan cerca, se había dado cuenta cuan errado estaba.
– Lo comprendes, ¿verdad, Amelia? -susurró.
– Usa mi apellido -le dijo ella, sonriente.
Se inclinó y lo besó en la boca. Él se retrajo contra la almohada durante un momento y después le devolvió el beso.
– No, no -insistió. Pero la besó de nuevo con fervor.
El bolso de Sachs cayó al suelo; su chaqueta y reloj fueron a la mesilla de noche y los siguió el último de los accesorios de moda que se quitó: el Glock 9.
Se besaron de nuevo.
– Sachs… -se apartó Rhyme-. ¡Es demasiado peligroso!
– Dios no da nada por seguro -dijo Sachs, con los ojos fijos en los de él. Luego se puso de pie y atravesó el cuarto hacia el interruptor de la luz.
– Espera -dijo Rhyme.
Ella se detuvo y lo miró. La roja melena cayó sobre su cara y le tapó un ojo.
– Luces afuera -ordenó Rhyme al micrófono que colgaba de la estructura de la cama
El cuarto quedó a oscuras.
Jeffery Deaver