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La chica le explicó, sin mirarlo y hablándole a la almohada, que muchas veces era incapaz de expresarse, que para ella desde lo más nimio hasta lo más profundo se transformaba en movimiento. «Puedo bailarte una pena, pero no lloraría.»

«La Escuela Superior de Arte te exige bachillerato para entrar. Ésa debería ser tu meta, la Victoria, o no tendrás otro destino que ser corista de espectáculos frívolos o educadora de párvulos. ¿Te ves enseñándole a bailar “Arroz con leche, me quiero casar” a chiquillos moquillentos y a niñitas con muñecas de trapo? ¿Tú crees que tu padre aprobaría tanta desidia? Seguro que cuando lo mataron, él quería para ti algo grande. ¡Quería la libertad de la gente!»

«Pero en vez de eso dejó a mi madre esclava de mí, viuda, preñada -había dicho Victoria, dándose vuelta-, desinteresada de sí misma, de mí, de la vida. ¡Qué vienes tú a hablarme a mí de libertad.»

Ángel Santiago sonrió ante esa frase. «Es totalmente una minúscula pendejada en la historia del universo que un grupo de maestritos te echen de la escuela pulverizando tu vida y cagándose en el sueño de tu padre. Si es así, significa que los que lo mataron vencieron. Que te ganaron a ti. Que lo borraron del mapa.»

Ella se había cubierto la cabeza con la almohada. No quería oír sermones, dijo. Estaba harta de parlanchines y, sin embargo, ahora iba entrando al liceo con su uniforme azul desenterrado, sucio de jugos de frutas y derrames de lápices Bic- y con el bolso de cuero sobre el lomo y la vista en las baldosas del pasillo.

Fue la primera en llegar al aula. Desarrugó su delantal de cuadritos azules y se lo puso, tratando inútilmente de plancharlo con las manos. Tomó asiento en el mismo banco de siempre y vio nuevamente el nombre del bailarín Julio Bocca, el único que había tallado ella con la punta del compás entre los febriles homenajes que generaciones de chicas habían hecho a sus ídolos o noviecitos de ocasión.

– ¿Te perdonaron? -le preguntó la rubia Ducci, al sentarse a su lado.

También las otras chicas la miraban desde sus pupitres.

– No.

– ¿Y entonces qué haces aquí?

– Voy a ver qué pasa.

– Te van a echar a patadas. Eso es lo que va a pasar.

– No tienen derecho. Estamos en una democracia y yo quiero estudiar.

El primer wamo era artes plásticas y, según la chica pudo espiar en el cuaderno de croquis de su compañera, estaban estudiando las tendencias pictóricas del siglo XX.

La maestra les había repartido láminas fotocopiadas con una docena de imágenes, y las estudiantes debían explicar a qué escuela pertenecían y fundamentar con una frase por qué. Al pie de la página venía el repertorio de posibilidades: expresionismo, surrealismo, puntillismo, impresionismo, cubismo., abstracto.

– Cézanne es cubista -le sopló la compañera-, porque distorsiona las figuras como si fueran volúmenes geométricos.

– ¿Por qué hizo eso? -preguntó Victoria.

– Porque le dio la real gana. Todos los artistas que hacen lo que no se había hecho antes se transforman en fundadores de una escuela.

– ¿Y Dalí?

– Ése es surrealista. Por ejemplo, ahí tienes el reloj derretido en el desierto. No es por el calor; es porque el tiempo es inútil, sin frutos, como el desierto. ¿Entiendes?

– ¿Dónde aprendiste todo eso?

– Aprendo lo que me interesa. En el número tres anota «Van Gogh». Ése ve primero los colores y después las cosas. Cuando le mete las cosas que ve a los colores es como si las viera por primera vez.

– ¿Como el girasol?

– Y eso que es una estúpida fotocopia. Si lo ves en Ámsterdam, te vuelas.

– ¿Has estado en Ámsterdam?

– ¡Con qué ropa! Anota ahí «Van Gogh».

– ¿Qué vas a estudiar cuando termines el liceo?

– Voy a trabajar. Secretariado bilingüe. Mi familia son unos muertos de hambre. Llévale la carpeta a la maestra.

La señora Sanhueza poseía unos bondadosos ojos verdes que rodaban sobre sus mejillas mofletudas, y solía repartirles tareas a las chicas para evitar desplazar su amplio volumen por la sala y ser objeto de los chillidos de espanto que fingían las alumnas cuando su muelle trasero avanzaba entre las hileras de bancos. Mientras ellas trabajaban, la maestra se sumergía en una revista con puzzles dedicados a la carrera de artistas de cine. Compartía con sus alumnas el fanatismo por Hugh Grant, pero se consideraba a sí misma más cercana a un galán maduro tipo Richard Gere.

Una vez había participado en un test televisivo del doble o nada y había estado a punto de ganar cien mil pesos con vida y obra de Jeremy Irons, y justo falló en la pregunta de cuál era el reparto completo de mujeres que lo había acompañado en La casa de los espíritus. Haberse caído justo con un tema chileno la enfermó de reumatismo dos semanas, período en el cual no miró a nadie a los ojos.

– ¿Terminaste ya? -se asombró ante la hoja de Victoria.

– Sí, maestra.

Revisó los cuadros y sus comentarios y los marcó con un lápiz Faber.

– Está todo correcto.

Al buscar el nombre de la alumna en el cuaderno de clases para estamparle la nota más alta, encontró que su nombre estaba eliminado con un feroz rayón rojo.

– ¡Mijita! -exclamó-. Usted no existe. Vea aquí: «Expulsada por reiterado mal rendimiento el 20 de mayo.»

La chica sonrió inocente:

– Fui y volví, maestra. Y en cuanto a mi rendimiento, usted puede ver que ya no soy la misma.

– Un siete en historia del arte es un golpe a la cátedra, preciosa. Rara vez le doy a alguien la nota más alta.

– Es que he madurado, maestra. Antes no sabía qué hacer con mi vida. Ahora lo único que quiero es estudiar. Ganar una beca. Ir a la universidad.

La maestra asintió, puso otra vez la exitosa hoja sobre el cuaderno de clases y comparó las notas anteriores con ésta.

– ¿Y qué le gustaría estudiar, jovencita?

– Pedagogía en artes plásticas -exclamó.

No supo cómo ni de dónde le había salido esa frase, pero le pareció increíble que la hubiera pronunciado. Asoció ese desatino con un recuerdo fugaz de Ángel. ¿Así como la rubia Ducci le había soplado en un santiamén las respuestas correctas, ahora su amigo la había hipnotizado para hacerle pronunciar tamaña barbaridad?. Si el rostro de madame Sanhueza era de suyo dulce, ahora había ascendido a las glorias de lo almibarado.

– ¿En serio, chiquita?

– En serio, maestra.

– Nunca nadie en mi larga vida había optado por mi profesión. Quizás porque he sido una mala docente, ¿no?

– Todo lo contrario, maestra. Es justamente su dedicación a nosotras lo que me ha inspirado.

– Como profesora de liceo nunca ganarás plata y te saldrán canas.

– ¡Tengo sólo diecisiete! Usted comprenderá que por ahora me puedo reír de las canas. Lo que me importa es seguir mi vocación.

Se puso la mano en el pecho como quien jura fidelidad a la bandera. La señora Sanhueza borró de un manotón la lágrima que despuntó en sus ojos.

A las diez de la mañana era la pausa larga. Las chicas la usaban para bostezar en los corredores, narrar confidencias sobre sus amigos, intercambiar música bajada de sus ordenadores, fumar en los baños, aplicarse ungüentos contra el acné, intentar hacer la tarea pendiente para la clase siguiente, y coquetear con el profesor de francés, apenas cinco años mayor que ellas y con un aire a lo George Clooney que las desestabilizaba epidérmicamente.

En tanto, la señora Sanhueza había invocado cierto reglamento del Ministerio de Educación solicitando que todos los maestros se convocaran en el bufete de la directora para tratar el caso de la alumna Victoria Ponce, un asunto de vida o muerte.

En la oficina, llena de cuadros al óleo de próceres de la patria y rectoras de la institución, la chica fue sentada en el medio, el preciso punto donde brillaba a esa hora una lámpara de lágrimas modesta pero lo suficientemente rellena de bujías como para espantar la miseria de ese invierno.