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La maestra expuso sus argumentos con una vivacidad y energía que trajo color a sus mejillas blancas y mofletudas: el castigo que justamente le había aplicado la comunidad académica a Victoria Ponce había causado su efecto, y la oveja negra volvía al redil no sólo compungida por su antigua conducta, sino pletórica de deseos de estudiar, ansias de superación, obediente y cortés con sus profesoras, cordial y solidaria con sus compañeras de pupitre.

No sólo eso: acababa de deslumbrarla con una tarea de historia del arte consumada con tal maestría que, por primera vez en ese año, su pluma había estampado en el libro de clases la máxima calificación en Chile: un siete.

– ¿Qué nos quiere decir en definitiva, profesora Sanhueza?

– Creo que para todos está claro que a esta niñita hay que levantarle la expulsión.

La directora hizo girar una sonrisa irónica en el cuerpo docente.

– ¿Ha considerado usted que la alumna Ponce fue separada del colegio tras dos suspensiones más el ultimátum de la expulsión? ¿Que sus apoderados ni siquiera se aparecieron por el colegio para notificarse del pésimo desempeño de su hija, floja y rebelde?

La maestra Sanhueza se alzó del asiento con un dedo impugnador.

– Usted bien sabe, señora directora, que su padre no pudo venir porque fue asesinado en la puerta de esta misma escuela, donde fue un gran maestro. Desde entonces parece que todos en el colegio estuviéramos chupados por el miedo.

La directora hizo un gesto de fastidio y miró la lámpara pidiendo paciencia al cielo.

– ¡Qué miedo ni qué ocho cuartos! Eso sucedió hace diecisiete años y desde hace diez años hay en Chile democracia. Hasta cuándo le vamos a seguir echando la culpa de todo a Pinochet. ¡Esta niñita ni siquiera conoció a su padre!

Un tono granate y una violenta transpiración estallaron en la frente de la profesora de dibujo.

– ¡Pero conoció su ausencia! -jadeando, miró a todos y cada uno de sus colegas y esperó cualquier réplica con la alerta de una fiera a punto de saltar sobre su víctima.

Los profesores bajaron dóciles las miradas y sólo el docente de matemáticas, Berríos, habló mientras controlaba que sus uñas estuvieran limpias y bien cortadas.

– Tengo gran simpatía por su elocuencia algo patética, madame Sanhueza. Pero el rendimiento en mi materia de esta señorita es inferior al de una alumna en la escuela primaria. Dudo que sepa las tablas de multiplicar.

– A ver, mi amor -se dirigió la maestra a Victoria-. ¿Cuánto es nueve por nueve?

– Ochenta y uno, maestra.

La dama hizo una pausa triunfal, del tipo abogado defensor que entrega ahora a su cliente al examen del fiscal.

– Era una forma de decir -suspiró Berríos-. No sabe nada de álgebra.

– ¿Sabía álgebra Picasso?

– ¡Qué sé yo!

– ¿Y Dalí?

– No creo. Ése estaba loco de bola.

– ¿Y para qué necesita saber álgebra la alumna Ponce, que sólo aspira a ser una humilde profesora de artes plásticas?

– ¡Pero hay un currículum básico, profesora! No tiene la menor importancia que un arquitecto confunda el hígado con el riñón, pero cualquier persona civilizada tiene que conocer el sistema sanguíneo!

– La sangre sabe mejor lo que hace que usted. El aire va y viene por sus pulmones sin que usted se dé cuenta. Los perros y los pájaros no necesitan clases de educación sexual para aparearse.

Berríos se tapó la cara con un pañuelo.

– Me da vergüenza estar aquí. Oír sus argumentos me rebaja, me degrada, profesora Sanhueza.

– Álgebra aprende cualquiera, colega. Pero el Moulin Rouge sólo lo pudo pintar Totilouse-Lautrec.

La directora golpeó las palmas de sus manos interrumpiendo los alegatos. El reloj le indicaba que el recreo terminaría sin que hubiera desayunado. Los otros maestros parecían impacientes.

– ¿Qué dicen, colegas? ¿Le damos otra oportunidad a la alumna Ponce?

Entretenidos o abrumados por otro tipo de problemas, los maestros se alzaron de hombros.

OCHO

Durante una semana, Vergara Grey marcó un par de veces al día el número de teléfono de Teresa Capriatti. Cuando le contestaba, él literalmente rezaba su nombre, y ella procedía a cortar la comunicación. Varias veces fue víctima de la misma dosis, y en tres ocasiones su esposa le pidió simplemente que no volviera a llamar nunca más, y culminó el rechazo con un golpe del auricular sobre la tecla.

El desprecio le producía tal desconcierto que no atinaba sino a mezclar el mazo de naipes en su habitación, soñando con un golpe de suerte. Al anochecer atravesaba al local de Monasterio, quien le indicaba al barman que le sirviera a su socio un vodka con jugo de naranja, y pretextando algo urgente que resolver, le farfullaba que la próxima semana hablarían largo y tendido sobre tantas cosas pendientes.

– Sólo una cosa pendiente cuenta -dijo Vergara Grey, cogiéndolo sin amabilidad de la solapa, al mismo tiempo que lo alzaba del piso-. Mitad y mitad. 0 en buen chileno, miti mote. Ése fue el acuerdo y quiero que lo respetes.

– No necesitas recordármelo, Nico. Repartiremos lo que haya fraternalmente.

– Fraternalmente, no, Monasterio. Fifty-fÍfty.

Después se daba algunas vueltas por las calles vecinas y podía comprobar que el repertorio de niñas había cambiado en los últimos cinco años. Casi todas eran frescas, juveniles, y a modo de uniforme, lucían un peto y pantalones jeans, encima de los cuales se asomaban los slips. Entre ambas prendas brillaba una argolla prendida del ombligo que coronaba una piel tersa exenta de gramos. Desde los senos hasta el vientre, la vista de los hombres resbalaba como en una tersa pista de patinaje.

Ése era un barrio para muchachas prolijas. Bebían sólo agua mineral sin gas con sus clientes, y en las pausas se hacían llevar a la mesa un par de hojas de lechuga con un tomate, sin sal, ni aceite, ni vinagre, ni la sombra de un aliño.

Cenaban en trance, mascando lentamente, cual si esa merienda desprovista de calorías fuera caviar.

Las heroínas de su tiempo de hamponaje habían abandonado el campo de batalla heridas por los kilos y las arrugas. De seguro no sabían usar los compact disc, players portátiles ni serían capaces de entonar las canciones de moda en inglés como lo hacían estas bellezas de Providencia que seducían a los prepotentes ejecutivos. Mientras más observaba el ambiente, más lo hería la soledad. Se había imaginado su libertad tan distinta, que hubo alguna noche en que sintió nostalgia de la penitenciaría.

El sábado, después de echarle una mirada al dibujo de un ascensor que incluía el croquis del Enano Lira, tomó resignado el teléfono y digító el número de Teresa Capriatti anticipando el dolor que le provocaría su rechazo. Pero esta vez la mujer no lo cortó, aunque con tono estrictamente desinteresado le preguntó cómo estaba.

– Bien, mi amor. Estoy muy bien.

– Me alegro, Nico. Esta vez no colgué el teléfono porque tú y yo tenemos que hablar.

– Es lo que intento lograr desde hace una semana.

– Se trata de algo importante que te concierne a ti, a mí y a tu hijo.

– Mi trío de ases -sonrió el hombre.

– Lo hablaremos personalmente. Quiero que nos veamos mañana de una vez por todas.

– ¿Nos juntamos a almorzar?

– No. Un almuerzo tarda mucho. Es mejor que nosveamos a la hora del té. Es menos complicado.

– ¿Dónde?

– Hay un salón de té en Orrego Luco, al llegar a la Costanera. Se llama Flaubert. Iré con Pablito mañana a las cinco.

– ¿Seguro que irá?

– Él no quiere verte para nada, pero como se trata de algo importante…

– Es mi hijo. No debería tener esa actitud.

– Le has hecho mucho daño, Nico.

– ¿Yo? ¿A él? ¿Al ser que más quiero en el mundo? ¿Yo, daño?