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– Trata de calmarte, si no el encuentro no tendrá lugar.

– Está bien. Es mejor que discutamos eso personalmente.

– El Flaubert es un lugar decente. Tómalo en cuenta.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, la gente se fija en cómo uno va vestido.

– Comprendo.

– La moda ha cambiado. En fin, tú sabrás a qué atenerte.

Al colgar, se precipitó escaleras abajo, atravesó la calle hasta el local del socio y le pidió a la cajera que le pasara algo de dinero. Ésta le dijo que a esa hora tempranera no había dinero en los cajones. La plata se encerraba la noche del viernes en la caja fuerte y el lunes venía el furgón de Seguranza a llevarla al banco.

El hombre dijo que quería una cantidad modesta, unos doscientos mil pesos para una chaqueta de corte moderno, una corbata de seda y una buena camisa de rayas, tipo inglés. La cajera apretó el botón electrónico y pudo exhibir que en su registradora no había sino monedas para dar un eventual cambio por compra de cigarrillos o algún vodka sour de un borrachito madrugador.

Acariciándose el bigote, Vergara Grey quiso saber dónde estaba la caja fuerte y cuál era la clave. Sonriendo, la mujer le aclaró que ignoraba meticulosamente los números para abrir el tesoro, pero que el armario metálico, de unos doscientos kilos, se encontraba en la pieza contigua remachada con pernos al piso y la pared.

– Echémosle una mirada -pidió el hampón, guiñándole un ojo.

– Con todo gusto, Nico. Sólo que te puedo asegurar que esa estructura es inviolable.

– No lo dudo. Es sólo por curiosidad.

Frente a la caja de fondos, Vergara Grey suspiró profundo. ¡Cuántas veces se había visto enfrentado a esas estructuras tras filtrarse por corredores laberínticos de bancos o tiendas comerciales y se había tenido que devolver humillado por la derrota, incapaz de acertar con la combinación para abrirla! Ese modelo tenía cierto encanto. Al centro pesaba una suerte de timón tradicional al que habría que maniobrar para que cediese la primera lámina de acero, y por cierto que adentro no faltaría un sistema electrónico, quizás ligado a una alarma, que requeriría una voluntariosa carga de dinamita o acaso la fina digitación de minúsculos destornilladores.

Hizo girar a izquierda y derecha el timón, lo reubicó en su centro, acercó el oído a la caja de combinaciones y comprobó con una sonrisa que la música de ese mecanismo no le era ajena. Si mal no recordaba, estaría frente al mismo modelo Scliloss de la joyería Petzold en el conflictivo mes de setiembre de 1973.

Los dueños habían izado la bandera chilena en el mástil de su tienda para expresar su complacencia con el golpe militar que derrocaba al socialista Allende y se habían ido a su mansión en la costa de Zapallar a esperar que los soldados terminaran de matar izquierdistas por las calles.

Esa misma bandera había sido la inspiración para subirse la noche del miércoles 12 de setiembre con un taladro al techo de la joyería y, sin preocuparse del estruendo que provocaba su perforación -ruido congruente con los bombardeos y balazos que quemaban la ciudad-, abrió un forado que le permitió de un solo salto caer sobre la caja fuerte. Había sido la faena más rápida y mejor cubierta de su vida.

Cuando los dueños fueron a la policía a quejarse de la desaparición de sus joyas más valiosas, el capitán los vejó llamándolos mezquinos mercanchifies que le pedían un mero trámite policial mientras ellos arriesgaban la vida luchando contra los terroristas de Allende. Les dijo que salieran de inmediato de la comisaría si no deseaban ser internados a un calabozo donde la sangre de los torturados empapaba el piso de cemento.

Calculó que con sus tres destornilladores de joyero, más la pequeña pinza dental, podría despanzurrar la caja fuerte de Monasterio en cosa de dos horas, siempre y cuando la cajera y los borrachitos matutinos le permitieran trabajar tranquilo.

– Elsita -le dijo a la cajera-, si yo le entro un par de horitas a la dama aquí presente, ¿qué conducta asumirías?

– Tendría que avisarle a Monasterio, Nico.

– ¿Sabes que tu patrón tiene una deuda conmigo?

– Todo el mundo lo comenta.

– ¿Ah, sí? ¿Qué dicen?

– Que se trata de mucha plata.

– ¿De cuánto?

– Tú te quedaste callado y las especies robadas no se recuperaron. Si fueron bien vendidas en el mercado internacional, debe de tratarse realmente de mucha plata.

– ¿Y por qué no encerraron a Monasterio si todo el mundo conoce la historia?

– De eso no quisiera hablar, Nico.

– Han pasado tantos años. Háblame de esto como si fuera una leyenda, una película que alguien te contó.

– Es que no puedo tomarlo tan a la liviana, porque yo misma tuve algo que ver con la historia. Para que me puedas entender: hace diez años, yo tenía diez kilos menos de peso y mantenía a raya las arrugas con maquillajes que me traía mi sobrina del Duty Free del aeropuerto.

– ¿Y eso?

– Te quiero decir que Monasterio se fijaba en mí.

– ¿Eras su amante?

– ¡Ay, ésa es una palabra como tan cochina!

– Eras su amiga.

– Su amiga.-íntima. -Podría decirse. Pocos meses después del Golpe en que caíste, era necesario reducir las joyas. Pero había que hacerlo de manera astuta.

La cajera pareció de pronto advertir que había hablado demasiado. Fue hasta el refrigerador y extrajo dos botellas de agua mineral. Le puso a cada vaso una rebanada de limón de Pica e invitó al hombre a brindar. Después bebió largamente y humedeció la lengua en el líquido que se había posado en sus labios.

– Si te cuento todo esto es por Monasterio. Quiero que lo sepas para que sigan siendo amigos. Eres más que un socio para él. Te considera un hermano.

– ¿Qué pasó con las joyas?

– Tuvo el soplo que los detectives vendrían a apretarlo y se le ocurrió la genial idea de adelantárseles. Pidió ver a la primera dama, le llevó la mitad del botín y regaló las joyas para la reconstrucción del país que hacían los militares.

– ¡Dios mío!

– Eso le permitió quedarse con la otra mitad sin que volvieran a molestarlo. Yo quiero a Monasterio y no me gustaría que por cosa de pesos más, pesos menos una amistad terminara.

– ¡Pesos más pesos menos! ¡Me condenaron a diez años de cárcel!

– Él hizo lo que pudo por ti.

– ¿Por ejemplo visitarme en la cárcel?

– Le mandó por vía indirecta todos los meses una suma a Teresa Capriatti.

– ¿Qué vía indirecta, Elsa?

– La vía indirecta la estás viendo directamente.

La mujer puso sobre el mostrador un talonario de cheques y detectó la fecha desde un calendario con una imagen de la Virgen María y el Niño Jesús que hacía publicidad a una fábrica de velas: «Luminosas de punta a punta.»

– ¿Qué vas a hacer?

– Extenderte un cheque para sacarte del apuro.

– Elsa, soy un hampón, pero no un cafiche. Sólo quiero que Monasterio me entregue lo que legítimamente me pertenece.

La mujer sonrió mientras intentaba sacarle pasta al Bic rayando un periódico.

– ¿Qué te causa tanta gracia?

– La palabra «legítimamente», Nico. ¿Con cuánto te las arreglas?

– ¡No quiero caridad te digo!

– No es caridad, maestro: es un anticipo.

Vergara Grey se acarició la barbilla, luego el bigote, en seguida una sien, y concluyó solemne:

– Planteado en esos términos, me parece un trato honorable.

– ¿Doscientos alcanza?

– Pon ahí trescientos.

NUEVE

«En el mundo de los hampones sólo funciona la violencia o la paciencia. La primera te hará rico o te traerá de vuelta a la cárcel, la segunda te mantendrá pobre pero libre», había dictado cátedra el Enano Lira.

A medida que pasaba el tiempo, la pobreza se le hizo insoportable.