Выбрать главу

Quería llegar hasta el estudio de ballet y luego invitar a su «hermanita» a algún restaurant chino y enterarse de su aventura en el colegio. Si le había ido bien, le propondría tras la cena una noche de amor. Pero una en forma, con camas y petacas.

Quería borrar esa imagen de amante atolondrado que dispara alocadamente su esperma sin preocuparse de procurarle placer a su amiga. Se consolaba con su autoexplicación: esa descarga era pura energía acumulada en meses de fantasías y deseo sin ver otras mujeres salvo las modelos de revistas satinadas en las paredes de los calabozos. Nadie tenía derecho a pedirle contención. Pero no le había confesado a ella que el viaje de ese día no tardó las cuatro horas del ferrocarril Talca-Santiago, sino las tres horas y dos años desde la cárcel hasta el cine rotativo donde la conoció. Ella podría haberse formado así, con justicia, la idea de un tipo arrogante y grosero.

Además, la chica le gustaba. En segundo lugar, el cuerpo, una pura delicia por donde lo pulsara: esas maravillosas nalgas disciplinadas con los ejercicios baletómanos que evocaban sin esfuerzo a una nativa de Brasil y los palpitantes senos, que se endurecían sólo con el ritmo de su respiración.

Pero antes que nada lo seducía su precariedad, esa indefensión de alumna floja expulsada del colegio que rodaba por cines de barrio, aprovechando la calefacción con mechero y parafina. Allí, hundida en un butacón, se interesaría menos por las hazañas de los karatecas y los sabanazos eróticos que soñando con los ejercicios que haría en la noche cuando llegara a la academia de ballet.

Al verla en ese ambiente estaba claro que la chica deslumbraba y seducía. A su alrededor se encontraban artistas a quienes no les era indiferente un pas de deux milimétricamente preciso o un torniquete de dichosa exaltación. Pero cuando la música paraba y se barría la arena del circo, afuera estaba la calle, la incertidumbre, la madre depresiva, la pobreza, y -sacó la cuenta con precisión- éclass="underline" Ángel Santiago.

Él. Él era apenas un fulano con quien ella había tropezado. Un entrometido, hambriento, intruso, inseguro de su destino, pero al fin y al cabo alguien con quien había estado en la cama. La había sermoneado, meditó, con la virulencia de un cura de aldea. No para fastidiarla, sino como un acto espontáneo de su corazón: desinteresado afecto. La mandó fletada al colegio.

Necesitaba dinero, aunque fuera para llegar en autobús a la academia, y sentía las manos congeladas tanto por el frío como por el terror de ser sorprendido birlándole la billetera a algún gordiflón en el metro y ser devuelto vía expreso a la correccional, donde el alcaide se sobaría las manos sabiendo que por un par de años podría ahorrarse las pesadillas de su asesinato.

No tenía otra posibilidad que la vía de la prudencia, y tras dos horas de merodear el cajero automático a la salida del Hipódromo Chile, comenzaba a desesperarse y a aburrirse. Se puso alerta.

Una mujer altiva y chillona hizo parar al taxi junto a la vereda, dejó la puerta abierta y le gritó al chofer que la esperara. Entró al pequeño salón jadeando, y digitó el número de su clave dando pataditas de impaciencia contra la máquina. Justo cuando ella recibía el dinero, Ángel Santiago se le acercó inocente y le preguntó si la máquina daba también billetes pequeños. La dama miró su fajo, comprobó que no, y sin despedirse volvió corriendo al taxi. Cualquiera que fuese la prisa que agitaba a la señora, había hecho exactamente lo largamente esperado por el joven: dejar la máquina abierta con la pregunta: «¿Necesita algo más?»

Él apretó la tecla «Sí», y pidió tentativamente cien mil pesos, que el dispensador le dio con prontitud y precisión. Con el bulto en el bolsillo, estimó prudente dejar a la máquina dialogando consigo misma, y no se llevó la tarjeta de la dama sólo para no tentarse en otro tipo de fechorías para las cuales carecía de experiencia.

Al atravesar Vivaceta, un caballo volvía de su apronte, y el chico le hizo un cariño en la crin.

– ¿Es manso el rucio?

– ¿Mansito? Una taza de leche -replicó el capataz.

– ¿Cuántas carreras ha ganado?

– ¿Éste? Una, cuando tenía tres años. Pero está a punto de repetir la gracia porque ya cayó al índice 1.

– ¿Cuánto pone en mil doscientos metros?

– Uno quince dos. Si baja un quinto esa marca, los gana.

– ¿Y en cuánto evalúa el costo del rucio?

– Estaría caro para trescientos mil. Pero mío no es.

– Si le ofrezco cien mil, ¿me lo vende?

– Tampoco ofenda, joven. Hay caballos de seis años que se han compuesto. Si lo vendo sería robo.

– Te lo compro en cien mil.

– No ofenda, caballero. Este caballito tiene futuro.

– índice 1. Ganó una cuando tenía tres años. ¿Cuántos tiene ahora?

– Ochito.

– Ochito. Podría ganar en el desierto de Antofagasta, pero olvídate de Santiago.

– ¿Cuánto me dice que me ofrece, señor?

– Ochenta mil.

– ¿Precio conversable?

– Conversable. Se lo estás robando al preparador, así que te doy setenta mil y ni una palabra más.

– El preparador lo tiene como seda. Me va a matar.

– Te doy sesenta mil al contado y olvídate de lo demás. ¿Cuánto dijiste que pone en mil doscientos?

– Uno dieciséis. No le puedo mentir a su nuevo dueño.

Camino a la academia, buscó los senderos menos vigilados. Había olvidado preguntar por el nombre del rucio y en cierto modo eso le producía felicidad, pues cuando uno nombra una cosa por primera vez la hace suya. Lo bautizaría con Victoria Ponce en la pila de alguna parroquia. Iba lento por Einstein hacia arriba, atento a la guía de la Virgen del Cerro San Cristóbal. En cuanto le dio largona, el rucio reaccionó dócil y voluntarioso a sus apremios.

No había pasado una semana en libertad y el balance no podía ser mejor: poseía una «especie» de caballo con el cual se disponía a recorrer la ciudad palmo a palmo tal cual lo había hecho en los pastizales de Talca cuando niño. Además, tenía una «especie» de novia, pues aunque no existía nada formal entre ellos, había tenido lugar la apertura del marcador. Era preciso sumar también esa «especie» de hotel que era el estudio al cual entraba clandestino por la noche, tras haberle hurtado una copia de la llave a la maestra.

Y por otra parte, contaba con una «especie» de fortuna que le alcanzaría para llevar a su espigada amiga a comer con palitos en el restaurant Los Chinos Pobres.

De los pocos elementos de su utopía estaba ya al menos en posesión del rucio: un animal derrengado, de pelo opaco, ancho de caderas y gordo de cañas, pero al fin y al cabo, alguien que al igual que él soñó en la infancia ser príncipe en las pistas del mundo, aunque sólo supo desbarrancarse finalmente en una modesta serie índice 1 para bestias de cualquier edad. Si la sociedad a los veinte años les había bajado el telón, Ángel Santiago revertiría la suerte de ambos.

Enumeró otra vez su arsenal para el futuro: mujer, caballo, golpe del Enano Lira y -¡trompeta más redoble de tambores!- don Nicolás Vergara Grey.

DIEZ

Una hora antes de la cita, merodeó el salón de té Flaubert, husmeándolo como un sabueso. Se acodó en la balaustrada de una casa del frente, y estuvo un rato considerando el tipo de clientela, los coches de los cuales descendían y el aire de antiguos parroquianos. Dedujo que no era una clase de local para gente con la cual él conviviría, sino más bien de aquella a la cual solía robarle. Por otra parte, se alegró del buen gusto de Teresa Capriatti, y se atuvo a la convicción de que la educación de su hijo estaba en buenas manos.

Pese a su postura altiva, sabía que podría desmayarse. Tanto había trajinado la cinta roja del regalo que traía para Pedro Pablo que ya se veía deshilachada, como de segunda mano. No quiso verlos entrar antes que él, y huyó hacia la vera del río y fumó dos cigarrillos, contemplando transcurrir el agua turbia sin fijar ningún pensamiento.