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– Gracias a ti.

– No me gustaría que fueras una amargada porque no pudiste hacer lo que querías.

– Hay que dar ese maldito examen. En la mochila cargo como diez libros. Me los tengo que aprender prácticamente de memoria. Esta noche debo empezar.

– Esta noche, no.

– ¿Por qué?

– Ahí estaríamos entrando en el terna del tercer deseo.

Ángel puso su mejor sonrisa en los labios, y tras apoyar los codos sobre la mesa clavó el mentón entre las manos. La joven se arregló el pelo sobre la sien una y otra vez, corno si con esa caricia pudiera calmar las turbulencias en su vida.

No tenía certezas en ningún rubro: claro que su sueño era el ballet, el Municipal, el Colón de Buenos Aires, el Teatro de Madrid, el Metropolítan en New York. Ganas no le faltaban, y podría inmolar todo lo demás para alcanzar esa meta.

Pero para eso necesitaba el bachillerato, dinero, y talento. ¿Quién le aseguraba que tenía talento? La maestra del estudio, que repartía promiscuamente elogios a cada una de sus discípulas como si fueran todas una Tarnara Kasarvina, una Isidora Duncan, una Martha Graham, una Margot Fonteyn, una Pina Bausch, una Anna Pav1ova, estaba más provista de delirio que de objetividad, y su juicio valía callampa.

Cualquier mocosita de barrio de piel lisa, nalgas altivas y ombligo impúdico se sentía una profesional sólo por haber aprendido en su versión más fofa alguna coreografía de Madonna o Shakira, y revoloteaba por los estudios de televisión y las discotecas con la esperanza de que algún productor de la tele la descubriera.

En cambio, nada que implicara el sofisticado ejercicio de años que ella había hecho en la academia tenía la menor posibilidad en el mercado local.

Incluso no asociaba la danza con un trabajo rentado. Había visto a tanta gente venderse y comprarse para sobrevivir -ella misma, en primer lugar- que el baile clásico o moderno le parecía un espacio sagrado que nada del mundo exterior podía corroer: ni su madre depresiva, ni el asesinato del papá, ni los profesores que la despreciaban por su mutismo o desgano, ni la indolencia con que ganaba algunos miles para pagar la academia.

Si algún día llegara a bailar procesionalmente, aunque fuera en la sala cultural de una ínfima municipalidad de provincias, no exigiría un honorario. La gratuidad era el triunfo del arte sobre los bellacos que traficaban muerte y fealdad en todas partes. El comercio no tenía derecho a proteger a las artes.

Si Ángel Santiago quería acostarse otra vez con ella, significaba que no la conocía bien. Habían compartido algunas horas, un revolcón en la colchoneta, y la inspiró, con éxito, para que volviera a clases. Estas nimiedades, en su mundo tan vacío, constituían la relación más intensa que había tenido en años, si acaso no en toda su vida.

Antes de que esa convivencia fuera inevitablemente molida por el desamor, la pobreza, la grosería en su vida que él ignoraba, el estigma de su silencio atónito que sólo en la danza se redimía, acaso más valiera echar ese incipiente amor al tacho de los desperdicios, como esa servilleta arrugada encima de la salsa del chopsuí. «¿Quieres que conservemos una dulce memoria de este amor? Pues amémonos hoy mucho y mañana digámonos ¡adiós!»

– ¿Y el cuarto deseo? -dijo muy suave.

– Un campo. Grande. Con todo tipo de animales. Es decir, un zoológico: vacas y burros, pero también pavos reales y cisnes de cuello negro.

– En cambio, yo me veo viviendo en una gran ciudad. París, Madrid, NewYork.

– New York te la hicieron mierda.

– Pero la gente no se va a olvidar de eso. Yo no quiero olvidar lo que me pasó. Siempre recordaré a mi padre.

– Te comprendo. Yo mismo sé muy bien lo que es una obsesión. Pero estoy a un paso de realizar mi sueño.

– ¿Cómo?

– Terminaré de convencer a un gran hombre llamado Nicolás Vergara Grey para que se asocie conmigo.

– ¿En qué?

– En una sola, única y prodigiosa aventura que nos hará ricos y que quedará en los libros del futuro.

– ¿Un asalto?

– No, Victoria Ponce: una obra de arte.

Las vecinas de la plaza Brasil, encantadas con el caballo, le estaban ofreciendo tallos de alcachofa, y la bestia parecía agradecer azotándolas con la cola, una acción que provocaba la dicha de los niños, que le ponían las cabezas para que el rabo se las despeinara.

– ¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío? -saludó literaria y versallescamente a su bestia antes de montarlo junto a su amiga, y conducirlo a paso lento hasta el próximo retén de la policía montada. Pidió a los carabineros que le permitieran amarrarlo en su corral, y se despidieron de los guardias y del animal con la promesa de ir a retirarlo al día siguiente.

En la recepción del hotel estaba atendiendo la cajera Elsa, y al ver llegar a la pareja, apagó el pequeño televisor que emitía el realíty show.

– Buscamos alojamiento -dijo Santiago, mostrando los billetes sobre el mostrador.

– ¿La niña es mayor de edad?

– Es mi novia desde hace años.

– ¿Cuántos tiene?

– Veinte.

– A ver, mijita, ábrase el abrigo.

– ¡Con este frío, madame! -protestó Victoria.

– 0 lo haces o se van.

La chica se abrió el sobretodo y no tuvo la maña suficiente para disimular el jumper.

– Pero si esta niñita es una escolar. ¿Quieres que me clausuren el hotel?

– En primer lugar, tiene diecisiete cumplidos. Segundo, soy su hermano.

– Peor todavía, pues, mijito.

– Y tercero, venimos por recomendación de Vergara Grey.

La cajera se puso los lentes y miró un momento hacia el televisor apagado como si estuviera funcionando. Abrió el libro de huéspedes y lo extendió para que la pareja inscribiera sus nombres.

– Usted comprenderá que somos del equipo del maestro Vergara Grey. No podemos darle nuestros nombres verdaderos.

– Eso ya lo había cachado.

– Yo lo decía para que no se le ocurriera pedirnos nuestras cédulas de identidad.

– Soy una zorra con años en esta guarida, precioso.

Ángel Santiago puso el registro cerca de Victoria y le hizo una seña de que firmara,

– Pon cualquier nombre.

– ¿El de mi profesora de dibujo? Se me ocurre ella por el cariño que le tengo.

– Perfecto. ¿Cómo se llama?

– Sanhueza. Elena Sanhueza. Le gustan mucho las películas con Jeremy Irons.

– Les voy a dar la pieza contigua a Vergara Grey. No sean muy efusivos durante la noche para que el maestro pueda descansar.

La cajera hizo un ademán de alcanzarles la llave, pero recogió el gesto y la puso sobre sus labios haciendo una cruz.

– Tienen que jurarme que si hay control de la policía, ustedes dicen que entraron ilegalmente. Yo a ustedes no los he visto. Yo he visto al señor Enrique Gutiérrez y a la señora Elena Sanhueza, quienes se marcharon tras hacer sus cochinadas con rumbo desconocido. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Páseme la llave, ¿quiere?

En vez de concederle el pedido, la cajera se puso el artefacto sobre la nariz y lo aspiró profundamente.

– ¿Es algo grande?

– ¿Qué?

– Lo que planean con Vergara Grey.

– Si no fuera algo grande, no trabajaría con él. ¿0 usted me ve apequeñado?

– Por ningún motivo. Pero si es algo verdaderamente grande, me gustaría participar. Dile a Nico que la cajera Elsa te lo pidió.

– Dígaselo usted misma. Yo no soy recadero de nadie.

Ella alzó las cejas, hizo una mueca ofendida y colgó la llave en el casillero.

– Entonces vayan a echarse la cacha al Ejército de Salvación.

Angel Santiago advirtió que Victoria se retiraba humillada hacía la puerta y puso una mano sobre el hombro de la conserje.

– Está bien. Trataré de influir a su favor.