En el comedor de la Viuda, aún rigurosamente vestida de luto, había una repisa con san Antonio de Padua, y sobre la mesita redonda cubierta con un hule de motivos campesinos chilenos, un vaso hacía de florero para sostener dos margaritas. Marín lo apartó y dispuso un espacio donde derramó un par de decenas de almejas y dos limones. Abrió los mariscos descerrajando de un solo golpe de puñal las conchas y poniendo una gota cítrica en la presa. Tras comprobar satisfecho que ésta se encogía de frescura, se la puso en la lengua a la Viuda, quien la masticó con deleite antes de tragarla.
– Obsesiones -dijo Marín-. Durante los últimos diez años he soñado con un desayuno como éste.
– ¿Con mariscos chilenos?
– Y contigo, Viuda. Te la jugaste conmigo.
– Fue mi cuerpo el que habló. Estaba confundida de dolor y placer. Sé que Dios no me perdonará esta brutalidad.
Marín indicó hacia la repisa del santo con un gesto grave.
– Has sido atenta con él. Todavía guardas esa foto del finado. En cambio, no hay rastros de mí.
– Tú no dejas fotos, Rigo; dejas llagas.
La mujer avanzó hasta el hornillo y trajo agua hervida que volcó en dos tazas de Nescafé. El hombre masticó con deleite otra almeja y apuntó a la Viuda con el puñal, como si fuera una prolongación de su índice.
– Desde que salí a la calle, los pasos me trajeron solitos hasta aquí.
– ¿Te fugaste?
– Algo por el estilo.
– ¿Cómo es eso, Rigo?
– Me dieron libertad condicional.
– ¡A ti! Toda la prensa informó de que tienes dos condenas perpetuas y cinco años y un día. No me puedes mentir a mí. Te fugaste.
– Lo hice por ti, Viuda. Nadie lo aprieta como tú cuando lo tienes dentro.
La mujer puso su mano en la mejilla sin rasurar del delincuente. Se la acarició con ternura y luego le subió el labio de arriba y se quedó mirando divertida la cavidad entre los dos dientes centrales.
– No te voy a delatar.
– Nadie en el mundo debe saber que estoy fuera. Si alguien se entera, soy hombre muerto.
– ¿Alguien te ha visto entrar aquí?
– Me vine despacito por las sombras.
– No me gustaría que la gente hociconeara que el asesino de mi marido está en mi propia casa.
– ¿Tu propia casa? Si en verdad te hubiera querido, se habría esmerado por sacarte de esta pocilga.
– Tuvo sus buenos momentos, Rigo. Pero el vino y la cesantía lo hundieron. Esta casa es del difunto, y te pido respeto. Si no te gusta, te vas.
– Me quedo callado, entonces.
Cogió las conchas vacías de los moluscos, las agitó en su puño y las hizo rodar sobre el hule como si fueran dados, en este desparramo:
– ¿Sabías sacar la suerte?
– Las conchas no sirven para eso. Te puedo leer la baraja.
– No es necesario. Siempre me sale sol de oros.
Llevó el tarro de café a su boca y lo devolvió a la mesa con un gesto de dolor.
– Me quemé la lengua, por la cresta.
La Viuda se lo sopló y le puso una vuelta de agua fría. Revolvió la infusión con una cucharilla y le hizo un gesto invitándolo a que la sorbiese. Marín obedeció sin perder de vista los espaciosos ojos negros de la mujer.
– La verdad es que me soltaron para matar a un tipo, Viuda.
– ¿A quién?
– A un pobre pájaro sin prontuario cuyo único delito aún no ha tenido lugar.
– No entiendo.
– Se trata de un chico muy lindo que el alcaide tiró en la celda de los presos rematados para que lo bautizaran. El mismo alcaide se lo montó. Ahora el muchacho está libre y el viejo está seguro de que lo va a matar.
– ¿Cómo lo sabe?
– El joven se lo dijo a todo el mundo en la cárcel y el día de la salida se lo prometió en su cara al mismo alcaíde.
– Los chicos de esa edad son fanfarrones. Lo que les falta en experiencia les sobra en labia.
– Éste, no. Éste hace lo que se propone.
– ¿Y tú?
– El alcaide me dio un mes de plazo. Está bien pensado, porque todos creen en la cárcel que estoy en la celda de castigo. Nadie podrá sospechar de mí.
– ¿Por qué aceptaste hacerlo, Rigo?
– Treinta días, treinta canas al aire. La primera contigo. Me vuelves loco, Viuda.
La mujer le puso la mano en una rodilla y subió la caricia por el muslo hasta merodear su sexo. La llama de la estufa de gas comenzó a ser dominada por la luz que se filtraba desde los bordes de la cortina de cretona.
– ¿Qué pasa si te agarran?
– El pelotón de fusilamiento.
Dijo esas palabras como conjurando una maldición y, electrizado, fue hasta la ventana y abrió algunos centímetros la cortina. Los perros seguían ahí, con sus hocicos en el polvo, esperándolo.
– Desde niño me siguen los perros. Se me acercan, me huelen y me acompañan a donde vaya.
La Viuda colocó sus manos frías en el hornillo, luego las llevó hasta sus mejillas y, frotándolas, esparció el calor. La cama estaba en desorden, tal cual había quedado cuando se levantó con prisa al oír los golpes de Marín en la puerta.
– Métase adentro, mijito. Le va a hacer bien un sueño.
– No quiero dormir, mujer. Hay que aprovechar cada minuto de esta libertad.
– La libertad de los perros -sonrió ella. Se arrojó en la cama, se puso de rodillas y con un trabajoso movimiento hizo bajar su panty hasta que sus fuertes nalgas cobrizas quedaron expuestas. Con una mano entre los muslos, desbrozó la enmarañada crin que cubría su pubis, y abriendo sus labios percibió con deleite la abundante secreción y el musculoso palpitar de su vagina.
Rigoberto Marín dejó caer los pantalones y, sin sacarse la raída chaqueta de tweed café, fue hasta la cama y abordó a la Viuda tal cual ella lo provocaba.
Se lo puso desde atrás. Exactamente como ella lo quería. A lo perro.
TRECE
Tras el almuerzo, Vergara – Grey estuvo caminando a lo largo del Mapocho. El río acumulaba su tono barroso de las escorias de la ciudad. En él fi fluían neumáticos reventados, trozos de chozas, astillas de Ulas construcciones vecinas, fecas y tarros de conserva oxidadados, legumbres podridas, ramas derribadas por temporales, perros tiesos, palomas trizadas por la piedra de una honda, y de vez en cuando el cadáver de un hombre. Tras el golpe militar, los transeúntes se asomaban sobre los puentes y con sus dedos apuntaban a los muertos que flotaban con los pechos y los cráneos demolidos por las balas militares. Hubo días en que los parientes de los detenidos se sentaron en los bordes del Mapocho con la esperanza de que los cuerpos que no encontraban en las comisarías ni en los cuarteles navegaran en esas aguas. Alguno encontró a su padre y pudo darle sepultura.
Ahora la ciudad se había modernizado. El Mapocho se hizo dócil a los designios de los ingenieros, que desviaban el curso de las aguas a su aledaño para construir rasantes autopistas por donde los riocos bajarían raudos a los bancos del centro. El río había dejado de ser el nido de chicos panillas y pequeños hampones que robaban carteras en el Mercado Central o en la Vega, para convertirse en una suerte de remanso que incluso atravesaba la ciudad a las puertas del centro financiero de Santiago. Cuatro 0 cinco edificios altos y cromados fingían ser rascacielos5 Y el humor de los chilenos había bautizado esa zona arrogante con un juego de palabras: Sanhattan.
Vergara Grey quiso gastar su angustia caminando hasta extenuarse. Su ánimo podría haberlo llevado a desnucarse contra el empedrado del río cuando cruzó el puente frente a la Escuela de Leyes, pero la idea se evaporó en menos de un minuto. Consideraba el suicidio poco pulcro. Había que carecer de todo pudor para exhibirse más tarde a los lugareños en algún recodo de su trayecto con las ropas desgarradas por las zarzamoras o las filudas ramas de los ar. bustos, y las cuencas de los ojos vacías tras haber sido roldas por las ratas.