Sólo al amanecer, cuando el cambio de luz transformó la angustia en simple y llana tristeza, se animó a encaminar su tranco hacia la calle de las Tabernas en busca de su cuarto. Su fosa, se dijo. Su lápida.
A esa hora se despedían del mundo los que sabían morir, rezaba uno de sus tangos predilectos. Se aflojó la corbata mientras subía la escalera y se desabrochó el botón superior de la camisa sin que esto le procurara alivio.
Cuando abrió la puerta de su cuarto, creyó haber confundido la habitación. En el centro, alrededor de una mesa cubierta con un decente mantel blanco, sobre una cafetera humeante y una cesta desbordante de panes, estaba la sonrisa infinitamente limpia del joven Ángel Santiago, a quien lo acompañaba una vulnerable colegiala flaca como una bailarina.
– El desayuno está listo, maestro. ¿No se molestará si lo acompañamos?
– ¿Qué hace esa chica en uniforme liceano en este burdel? Sí la descubren en mi pieza voy preso. Maldita cosa me habría valido la libertad sí caigo como un chorlito por depravado.
El joven saltó de su silla para acomodar el asiento del hombre y, tras ubicarlo, lo incitó a que estrechara la mano que la chica le tendía por encima de la mesa.
– Es la Victoria Ponce. La estoy ayudando a calentar un examen que tiene esta semana en el colegio.
– En este hotelucho me parece muy congruente la palabra «calentar».
El muchacho apuntó directamente a la frente de la chica.
– ¿Qué caracteriza a una ameba?
– Estar compuesta por una sola célula -dijo ella rápido.
Ángel Santiago se sobó las manos y luego las expandió al máximo, llamando la atención sobre los manjares de la mesa.
– Sírvase, maestro. Dos marraquetas, dos colizas, tres hallullas, tres flautas, cuatro tostadas frías, porque el hornillo hizo cortocircuito, tres bollitos con grumos de cebolla y tres porciones de kuchen con fruta confitada y pasas. Feliz cumpleaños, don Níco.
– Hoy no es mi cumpleaños.
– No sea tan detallista, profesor. Apuesto a que si va a un funeral hará que le muestren el cadáver, y si lo llevan a un bautizo exigirá ver la guagua. ¡Disfrute de su cumpleaños sin tanta fumarola!
Vergara Grey se dejó servir la leche en el Nescafé y luego le puso una lámina de mantequilla a una marraqueta. Junto con el primer mordisco, estudió sin tregua a la muchacha. La chica respondió a su asedio moviendo como un conejo las paredes de su nariz.
– ¿Qué estamos celebrando realmente, señor Santiago?
– La puesta en marcha del plan del Enano.
– ¿Cómo así?
– Ayer entré al servicio de mantención de la planta Schendler. Estuve en el casino donde almuerzan los que reparan ascensores. Es lo más fácil del mundo. Dejan sus chaquetas colgadas, con la credencial puesta, cuando se sientan a la mesa.
– Me alegro que entretengas a esta niñita con cuentos de hadas.
– ¡Qué cuentos de hadas ni qué ocho cuartos, maestro!
Uniendo el gesto a las palabras, levantó desde el lecho una bolsa plástica azul y procedió a sacar dos chaquetones de jeans subiendo cada uno de ellos en un puño, como un pescador que levanta los gigantes peces de su faena.
– ¿Y cómo calza esto con el plan del Enano?
– Ya le dije que estábamos celebrando el comienzo del plan. Ahora falta su parte.
– ¿De qué hablas, loco?
El muchacho acercó las chaquetas al hombre, exhibiendo ahora las credenciales que las identificaban. En ambas, los rostros de sus dueños habían sido ya cambiados por los de Ángel Santiago y Vergara Grey.
– ¿Apreció el detalle? -se ufanó el muchacho.
– ¿De dónde sacaste las fotos?
– La mía me la tomé en el pasaje Matte. La suya la bajé de Internet. Está expuesta toda su trayectoria. Es cosa de trabajar la documentación y escribir la novela de su vida.
Masticando con el ceño fruncido una marraqueta untada en mantequilla, el hombre prestó atención a las credenciales, cambió luego la mirada a Victoria, quIen se la devolvió sorbiendo en silencio su café con leche, alerta a lo que éste le diría una vez que hubiera tragado el pan que amasaba lento en la boca.
– ¿Qué es la «epidermis»? -murmuró él finalmente.
Victoria se relegó en la silla y buscó sin palabras la ayuda de Ángel. El muchacho se rozó significativamente con una mano la piel de la otra.
– ¡Sin soplar joven!
– Bueno, la epidermis es el conjunto de tejidos que constituyen el límite del organismo frente al medio externo -dijo la chica, enfática.
– ¿Y usted de dónde sacó el timbre de Ascensores Schendler para estampar nuestras fotos?
– Eso fue lo más fácil del mundo, maestro, En cada ascensor de la ciudad hay una pequeña vitrinita donde consta con el sello de la Schendler el día que fue la última revisión técnica. Quebré una de ellas con un martillito, y el resto es un montaje hecho en un computador, reducido todo después en una fotocopiadota a color, dos tijeretazos, goma de pegar, funda plástica y listo.
Vergara Grey desprendió las credenciales de las chaquetas y con buena puntería las hizo desembocar en el basurero junto a la ventana.
– No, maestro -exclamó el muchacho, poniéndose de pie-. ¡Así no se trata una obra de arte!
El joven se dejó caer abatido en la silla y el hombre sorbió con ruido su café. Le extendió la mano a la chica y ella se la sostuvo un momento.
– De epidermis a epidermis, te deseo buena suerte en el examen, chiquilla.
– Si me va mal, me expulsarán del colegio. Tengo que rendir todas las materias de lo que va del año en un solo día.
– ¿Cuándo?
– La próxima semana.
Ajustó con un elástico el moño que le sujetaba el pelo y se levantó del asiento. Recogió el bolsón escolar y le indicó a Ángel Santiago que la acompañara fuera de la pieza. En la oscuridad del pasillo, dejó que el joven le pusiera el abrigo sobre el uniforme liceano, y al abrazarlo le dijo en un susurro al oído:
– Hay muchas cosas de mi que aún no sabes, Ángel Santiago.
– ¿Qué cosas, por ejemplo?
– Cosas de mí que no son buenas.
– Ya me las contarás. Ahora lo peor que podría pasarnos es que llegaras tarde al colegio.
– Mañana es fin de mes y debo pagarle a la profesora de baile sus honorarios. ¿Tienes algo que me prestes?
– ¿De dónde, muchacha? Gasté hasta el último peso en el desayuno.
– La maestra no me dejará entrar.
– Pagaremos uno o dos días más tarde. No se va a morir porque te atrases un mes.
– Por un mes, no. Pero le debo ya tres meses. Tiene que pagar el arriendo, la calefacción.
– Debería darse con una piedra en el pecho de que tenga una discípula como tú. Nunca nadie hace con tanta gracia tantas piruetas. Podrías estar en el Municipal, en vez de congelarte todas las noches en esa piojera.
– amás entraré al Municipal, Ángel. Allá bailan los cisnes; en mi barrio, las ratas.
– Concéntrate ahora en el examen. Las amebas, la epidermis, cuándo va acento en palabra grave.
– «Fácil».
– «Fácil», por ejemplo. ¿Tienes plata para la micro?
– Me alcanza para pagar escolar.
– ¿Y la vuelta?
– Me las arreglaré.
– ¿Qué dice tu madre?
– Sigue con la depresión.
El chico se frotó fuertemente el rostro, como si quisiera borrárselo.
– Todo cambiará luego. Ya viste que puse en marcha el plan.
– No creo que resulte. ¿Te fijaste en cómo reaccionó el abuelo?
– Es natural que se asuste. Estuvo cinco anos en la cárcel y todo el mundo sospecha que debe de estar preparando algo. Se mueren por trabajar con él. Pero sólo yo soy su socio.
La chica se limpió con la manga del abrigo la punta de la nariz y bajó la escalera hacia la calle.