– Un chico tan lindo. Una rnosquita muerta que no le ha hecho mal a nadie.
– Pero va a matarme.
– ¿Lo amenazó?
– Va a matarme, Marín. Y yo tengo una esposa, y dos hijas, y un sueldo de mierda, pero de él vivimos todos.
– Comprendo. Lo que sucede es que no tengo nada contra el muchacho. Excepto envidia. ¡A quién no le gustaría ser tan joven y guapo como él!
– Intenta hacerlo aparecer como una riña de borrachos. 0 cualquier cosa que se te ocurra. Lo importante es que te cerciores de que esté bien muerto.
– Es que en todos los otros casos tuve una buena razón para hacerlo. Ahora…
– Ya se te ocurrirá algo. Después de diez años de cárcel, una puta por día, digamos durante un mes, le dará sentido a tu vida. «Y la vida es la vida», ¿no?
– No voy a putas. Tengo bastantes amigas que me lo hacen por amor.
– Pero te conocen, Marín. Lo siento por ellas, que se perderán el polvo del siglo, pero recuerda que teóricamente tú estás en el calabozo. Cualquier imprudencia que cometas significa que te conmuten la prisión perpetua por el pelotón de fusilamiento. ¿Qué me dices?
– Complicada, la cosa.
– Un mes en las calles, Marín. Por última vez en tu vida.
El alcaide avanzó hasta la puerta del baño y, tras abrirla, le mostró a Marín el hisopo y el jabón espumante.
– Aféitate, hombre.
DOS
En el anexo de la cárcel para adultos, Vergara Grey había mandado comprar gomina al guardia cuando se enteró de la amnistía. Al sacar del armario su traje Boss y probárselo, comprobó que hundiendo un poco la barriga podía cruzar el cinturón. Los cinco años de vida sedentaria en reclusión no lo habían damnificado tanto gracias a unos ejercicios yogas aprendidos en un remoto pasado marinero en Tailandia.
Su brillante pelo gris remataba en dos patillas entrecanas que hacían perfecto juego con los gruesos bigotes serenos y autoritarios, y ante el espejo que el guardia sostenía, se aplicó algunos latigazos de peine sin dudar de que, a pesar del tiempo en cautiverio, la mirada profunda aún podría causarle vértigo a una mujer. Pero desechó esa coquetería de macho con un suspiro triste: él sólo amaba a su esposa Teresa Capriatti, y mucho temía que ella no quisiera ver a su esposo libre, pues no lo había visitado en la cárcel ni siquiera para las Navidades.
Tampoco el hijo de ambos había sido el más afectuoso ni el más frecuente. El muchacho se aparecía sólo los días de su aniversario, la última semana de diciembre, con una invariable agenda del próximo año, y tras escuetas conversaciones sobre la liga profesional de fútbol y la marcha de sus estudios secundarios, se retiraba con un apretón de manos esquivando el beso que Vergara Grey quería estamparle en el pómulo.
Esta repentina amnistía que reducía a la mitad su condena era un regalo de Dios para reconquistar los afectos perdidos. Jamás volvería a delinquir, lo juraba ante Dios, la prensa y las autoridades del presidio, y con el dinero que su socio le adeudaba tras haberse callado la boca en los interrogatorios, llevaría una modesta vida honorable sin esquilmar a nadie y sin trabajarle un peso a persona alguna.
Conocía a un par de influyentes directores de periódicos dedicados a la crónica roja y les suplicaría, como viejo amigo, que no siguieran haciendo ediciones especiales cada vez que se cumplía un aniversario de sus más espectaculares robos. Perfectamente podrían aceptar que en su nueva libertad quisiera mantener un bajo perfil, sólo así lograría recuperar a su familia, y lentamente su dignidad.
Con un palmoteo en la espalda le agradeció al guardia que hubiera sostenido el espejo, y antes de pedirle que lo bajara, sonrió. Era el que quería ser. La sonrisa cálida, fraterna y viril, la luz secreta al fondo de los ojos, los pliegues intensos que dan el dolor y la soledad, y sobre todo las ganas, los deseos de vivir que en otros reclusos se habían licuado en indiferencia. El destino propio les resultaba a la larga tan anónimo como el de los otros.
Echó una última mirada a los muros de la celda y pudo constatar que sólo dos imágenes permanecían sin desmontar: el calendario de la Virgen María con los días marcados por una equis roja hasta el 13 de junio y el afiche de Marilyn Monroe, abandonada con sus senos frutales sobre un manto de terciopelo. El calendario lo puso en la maleta, junto a su vestuario, y tras cerrarla extrajo de su saco una pluma fuente antigua y extendió a lo largo del cuerpo de Marilyn la siguiente dedicatoria: «Donado a mi sucesor por Nicolás Vergara Grey.»
En el camino hacia la oficina del alcaide, un considerable grupo de presos lo escoltó deseándole buenaventura, y alguno lo abrazó con lágrimas rodándole por las mejillas. El hombre se dejó querer con modestia, cuidando de mantenerse erguido y de que nada perturbara su apariencia de príncipe, el pañuelo de seda despuntando del bolsillo superior de la chaqueta de tweed, la corbata atada con un nudo ancho, y el cabello de actor maduro.
El alcaide hizo coincidir su entrada con el descorche de una bulliciosa botella de champagne, y un funcionario escanció el mosto entre guardias y selectos prisioneros que alzaron sus vasos con un estruendoso «salud». Luego la autoridad carraspeó e hizo una histriónica pausa con las manos en el pecho antes de leer un manuscrito elaborado en papel fiscal reglamentario.
– «Estimado profesor Vergara Grey, querido Nico: es con sentimientos encontrados que te vemos hoy partir. Nos alegramos por tu libertad, ya que vuelve para renacer en el mundo de los civiles un caballero de alcurnia y gracia, y nos entristecemos de perder tu grata compañía, el sabor de tus historias, la sabiduría de tus reflexiones, y el estoicismo de tus consejos, con los cuales diste consuelo a reclusos, guardias y a quien habla.
»Es verdad que te marginaste de la ley y no fue injusto el juez que te condenó a diez años por tus espectaculares robos. Pero también es cierto que en ninguna de tus proezas empleaste la violencia, jamás dejaste un herido o un muerto en el camino, y dudo mucho que alguna vez hayas sostenido una arma en tus manos. Estás lejos de esa calaña de malhechores resentidos e inescrupulosos que llenan nuestras cárceles y que abundan en las calles.
»Tus delitos, como lo ha dicho unánimemente la prensa, han sido verdaderas obras de arte, y te han procurado una fama que va más allá de los prontuarios. Con certeza, más de alguno de nuestros narradores escribirá sobre ti y aumentará internacionalmente tu fama. Pero hoy yo no le hablo al “artista”, sino al hombre de carne y hueso que sale de este recinto lleno de vida, íntegro y purificado por la amistad, para decirte un sola palabra que resume lo que todos te deseamos: suerte.»
Avanzó hacia el reo, lo estrechó en un exhaustivo abrazo, y con un suspiro de resignación lo puso al alcance de las efusividades de los otros. Una vez que éstos hubieron agotado sus gestos, palmoteos y lágrimas, se ubicaron en un semicírculo para oír al homenajeado.
– Querido alcaide Huerta, queridos guardias, compañeros reclusos. Si bien, inspirado por las largas noche de tedio que nutren nuestras vidas en la cárcel, alguna vez fui locuaz para contarles con exageraciones mis delitos, en este instante decisivo de mi vida me siento el más parco de los hombres. Hoy pesa en mí una súbita mudez, como la de quien se viera atragantado por una piedra en la garganta. Salgo a las calles lleno de fe en mí mismo, y a nada le temo, salvo a la soledad. Dios quiera que pueda recuperar a mi familia y que a todos ustedes les sea leve la espera. A todos. Sólo Dios decide a la larga quién es culpable o inocente. Que él los bendiga.
En la plazoleta frente a la penitenciaría, Vergara Grey sintió en el cuello el frío de junio y larnentó haber repartido entre los presos su chalina y el abrigo jaspeado de tantas jornadas. El alcaide lo condujo hasta el taxi llevándole servicial la valija, y al abrirle la puerta, le dijo:
– El auto ya está pagado. Entre los muchachos juntamos el dinero.