Vergara Grey fue hacia la ventana y la abrió. Esperaba encontrar una ráfaga de aire tonificante que le disipara sus confusiones, pero sólo recibió la húmeda grisura del smog invernal. Monasterio parecía un santo agónico, y sus argumentos lo habían enredado: era su dinero el que habla hecho polvo, jamás lo visitó en la cárcel, nunca fue alguno de sus recaderos con un pavo o una botella de vino para la Navidad. Y ahora el sibilino gangster quería hacer pasar sus desaciertos Y hurtos como obras de caridad social.
– ¿Qué vas a hacer, Nico?
– Estoy pensando.
– Que yo sepa, nunca has matado a nadie.
– No, hasta ahora.
– No lo harás con un viejo amigo. Te fui leal hasta que, de tanto estirarla, se rompió la cuerda.
Monasterio le echó un poco de agua hervida al mate y revolvió la yerba con la bombilla.
– Me encanta matear. Me calma los nervios, me da lucidez.
– Me alegro, vas a necesitar estar muy lúcido para lo que viene.
– Cuando joven, canté una canción publicitaria para la yerba rnate. Fue un gran éxito. ¿La oíste alguna vez?
– Jamás.
– Es que la cantaba en Radio Rivadavia de Buenos Aires. Aquí, los chilenos no descubrieron nunca el mate.
– Mate, mato, mataré -susurró lúgubre Vergara Grey. Y luego en voz alta-: ¿Cómo era la letra de la canción del mate?
– ¿En serio te gustaría oírla?
– Me encantaría.
– ¿Así, a cappella? ¿Sin guitarra ni nada?
– Dispárala así. A sangre fría.
– Lo dices con un tono como que preferirías no oírla.
– Me muero de ganas de oírla.
– Está bien. A pedido tuyo, entonces. La voy a cantar rápido, porque así sale mejor.
Toma mate y avívate, que la cosa, ché, hermano, es muy sencilla: mate dulce, mate amargo, con bombilla o sin bombilla, es la octava maravilla de la industria nacional.
DIECISÉIS
– ¿Te gustó?
– ¡Vendes! -dijo Vergara Grey con voz áspera.
– No te entiendo.
– Vendes todo: el hotel, el bar, las camas, la caja fuerte., el letrero de neón, y me pagas lo que me debes, Monasterio.
Cambiando de posición, el hombre empuñó esta vez el arma bajo la almohada y encajó el índice en el gatillo.
– No hay nada que me gustaría más que complacerte Nico. Pero no es posible.
– ¿Por qué no?
– Todo lo que ves y aun todo lo que no has visto está hipotecado. El banco nos tiene agarrados de los cojones. Vivimos de prestado, muchacho. Pasó de moda el tango. Lo único que nos queda es el «chan-chán» final.
Vergara Grey se asomó a la ventana y justo al aspirar el aire envenado de la calle sintió que su corazón era apremiado por una violenta punzada.
Se desmayó a los pies del lecho y Monasterio discó el número con parsimonia.
– Pídanle a la ambulancia que vuelva -dijo.
Los carabineros estaban de excelente humor cuando el joven fue a desamarrar al rucio del palenque. Habían recibido una especie de aguinaldo para comprar ropas invernales, y sus familias llegaron rápidas tras el dinero, y antes de volver a casa pasaron por la comisaría a compartir con los guardias la cazuela y mostrar los abrigos y las botas de goma. No había necesidad de leer más los pronósticos meteorológicos en la prensa: el invierno se había instalado y sobraba escarcha en las ventanas y olor a parafina en los cuartos. Los mecheros sucios de las estufas de parafina contribuían en todas partes a envenenar el aire. Un cabo había tenido la generosidad de cubrir al caballo con una manta y ahora la retiró alegre antes de devolvérselo a su dueño.
– Búscale un pesebre, hombre. Si el campeón se resfría, no podrá correr el Gran Premio del Hipódromo Chile.
– Pone un minuto dieciséis para los mil doscientos.
– Entonces llévalo a correr a La Serena. Allá, en provincia, los caballos hacen ese tiempo en los clásicos.
– ¿Y qué tal son los animalitos de ustedes?
– Lentos, pero valientes. Tienen que aguantar las pedradas de los estudiantes y hasta las bombas molotov de los comunistas. Están acostumbrados. Nada los asusta. ¿Hace mucho que tiene al rucio?
– Nos críamos juntos en el campo.
– ¿Pa’ dónde en el campo?
– Pa’ llá pa’ Talca.
– Allá sí que la vida es sana. Aquí hay pega, pero mucha tristeza.
– Pa’llá quiero volver, mi cabo. No me hallo en la ciudad. Mi sueño es ser dueño de un fundo.
– Juega al loto.
– Tengo mala suerte en el juego.
– ¿Y en amores?
– Más o menos.
– ¿Tenís novia?
– De tener, tengo.
– ¿Y cuál es su gracia?
– Victoria. Le gusta que le digan la Victoria.
Al ver que del hocico del caballo se despedía una humareda producto del frío penetrante, le volvió a acomodar la manta sobre el lomo.
– ¿Sabís qué más, cabrito? ¡Te regalo la manta!
– ¡No me esté hueveando!
– En serio. En este mismo instante la doy de baja en la lista de bienes fiscales.
– Se lo agradezco, ¿cabo…?
– Zúñiga. Cualquier problema policial que tengas, aquí estoy en el retén. Si te pasan un parte…
– No tengo auto.
– ¡Si le pasan un parte al caballo! Diles que el animalito es de Carabineros de Chile. Del cabo Zúñiga. La prueba está en la manta.
– Gracias, mi cabo.
– Pórtate bien, chiquillo.
Ángel Santiago lo llevó al trote hasta La Vega y, cuando atravesó entre los carretones con frutas y verduras, los comerciantes le rnetieron en el hocico tallos de alcachofa y otras verduras. Al mediodía le dio hambre, pero su orgullo le impidió pedir comida por caridad, y se conformó con mordisquear media zanahoria que arrancó de la dentura del animal.
Si Vergara Grey no se atrevía a participar en el Golpe, las opciones en su vida se reducían considerablemente. No podría volver al hotelito del maestro, porque su maldito socio lo haría acribillar por algún gangster, después de haberle estampado esos gloriosos y merecidísimos cardenales en el cuello. Todo lo condenaba a ser un transeúnte. Un jinete fantasma viviendo de pequeños robos -«hurto famélico», recordó-, de mendrugos ocasionales, de limosnas, y metido acaso en establos con olor a estiércol y tapándose con heno y sacos de harina para apurar la noche y el filudo viento de los Andes.
Claro que sin el viejo maestro él podría llegar vestido de ascensorista hasta la caja fuerte del general Canteros, pero allí se estrellaría contra esa cordillera de metal sin saber cómo descerrajarla. Los detectives lo sorprenderían atónito ante los cerrojos y manijas sin atinar a nada, y lo llevarían de vuelta a chirona, donde el Enano Lira lo degollaría por haberse farreado el golpe del milenio de manera tan torpe. Eso, sí es que antes los secuaces de Canteros no lo sometían a una antología de las mejores torturas que aplicaban a los presos políticos durante la dictadura de Pinochet y se lo despachaban en algún calabozo clandestino.
¿Tenía algún buen argumento para seguir viviendo? Descartado el Golpe, le quedaban tres o cuatro cositas en las cuales ensoñarse. En orden de importancia -se dijo, cabalgando hacia el liceo de Victoria Ponce-, el ajusticiamiento del alcaide Santoro. La infamia que le había infligido ya circulaba por los círculos de hampones, e incluso el vil Monasterio se la había escupido en su propia cara. Difícil que su corazón encontrara la calma hasta no dirimir ese pleito. No podía tardar mucho, pues su promesa ante la colonia penal podría pasar por una jactancia infantil.
Odiaba el apodo «el Querubín», que antes que exaltar su belleza, lo ponía en las leyendas del ambiente como alguien que se hubiera dejado sodomizar con placer. Si, el rostro expresase lo que bullía en su alma, tendría la nariz ganchuda de un cuervo, los ojos inyectados en sangre de un demente, los tajos en las mejillas de un filibustero, el pelo grueso y enredado de un salvaje, los colmillos de un tigre. De sólo mirarlo, la gente entraría en pánico.