– Iba al campo -dijo, dándose cuenta recién que estaba tratando de unir jirones significativos en su vida para apalear la tristeza-. Necesito darle largona al rucio. Un caballo que no galopa se enferma, pierde la alegría.
– Comprendo.
– Y me gustaría que me acompañaras.
– ¿Yo, ir al campo?
Victoria extendió los brazos abarcadores hacia la calle y prolongó su mirada hasta las nubes grises y los jirones de cordillera que asomaban entre ellas.
– Bueno, quiero que así como yo te vi bailando, tú vengas conmigo y me veas en el campo.
– No entiendo qué tiene que ver una cosa con otra. Bailar es hacer algo, es crear. Estar en el campo… Bueno, es eso no más: estar en el campo.
La lógica de la chica le pareció demoledora. Se sintió el más torpe e insignificante de los mortales. Su postura se había ido desinflando durante el día. Si al salir de la cárcel tuvo el tranco altivo de dueño del mundo, ahora era el último de los animales del planeta. Abrazó a la muchacha compulsivamente y le dijo al oído:
– Acompáñame, Victoria. Te lo suplico.
DIECIOCHO
Teresa Capriatti puso sobre la mesa del café la foto del hombre. Su rostro tenía un tono oliva, las mejillas escuetas, los labios delgados, y la gravedad que derraman todas esas imágenes de carnets de identidad. Efectivamente, en la parte inferior había un nombre y un número de siete cifras.
– ¿De dónde la sacaste?
– Revisé su chaqueta cuando vino a la casa a hablar con Pedro Pablo. ¿Lo conoces?
Vergara Grey se acercó a la foto casi oliéndola. La levantó, la consideró de costado, y hasta la puso de reverso, como si estuviera tras una pista.
– ¿Por qué se te ocurrió esto?
– ¿Oué?
– Robarle una foto.
– Parecía un hombre que venía de otro mundo. Ni por edad ni por actitud tenía nada que ver con los compañeros de estudio o los maestros de nuestro hijo.
– ;Qué más observaste?
– Su ropa era completamente nueva. Desde la camisa hasta los zapatos. Todo le quedaba ancho, como si se la hubiera robado de una tienda sin probarla.
– ¿Te dijo un nombre?
– Al entrar me dijo que me felicitaba por tener un hijo tan despierto como Pedro Pablo. Dijo que era una suerte que, teniendo el niño la historia familiar que todos conocían, fuera como era: un buen estudiante.
El hombre se metió una mano en el bolsillo del pantalón y reprodujo en la memoria la cantidad de billetes que llevaba. Calculó si le alcanzaría para pagar otra ronda de café con leche. Llamó al mozo con un dedo y le indicó que repitiera.
– En casa hace falta un hombre, Teresa. Ya es hora de que me dejes volver.
– No veo por qué. Nada ha mejorado desde la última vez que me viste.
– Pero voy por buen camino.
– No se nota. Seis meses sin recibir la mesada. ¿Por qué crees que Pedro Pablo anda en conversaciones con ese tipo?
– No querría adelantarte nada hasta no estar del todo seguro. Pero si me apuras, debo decirte que tengo algo muy bueno por delante.
– ¿Cuándo?
– Pronto.
La mujer le puso dos cucharadas de azúcar al café con leche y luego arrojó con desprecio la cucharilla sobre el mantel.
– ¿Legal o lo de siempre?
– Qué te importa lo que sea.
– Porque la respuesta a esa pregunta hace la diferencia entre la libertad y la cárcel.
Ahora fue él quien tiró la cucharilla contra la panera.
– ¡Qué considerada! Hace semanas que estoy en libertad y no me has visto.
– Te he visto. Ahora mismo te estoy viendo.
– Tú sabes lo que quiero decir, Teresa Capriatti. Te amo, y no me dejas entrar a mi propio departamento.
– El departamento lo salvaste de la ruina porque lo pusiste a mi nombre y yo te obligué en la boda a que conviniéramos separación de bienes.
– ¿Qué tiene que ver todo eso con amor?
– Tiene que ver, Vergara Grey. Para mí no hay amor sin dignidad ni seguridad. Dos cosas que tú no tienes en oferta.
– Conforme con que no soy un santo, ¿pero sientes algo por mí?
– Estas conversaciones de bolero me revientan. Escucha Nico. Pedí verte porque nuestro hijo anda en algo. En algo ilegal para conseguir la plata que tú ya no nos mandas. ¿Conoces al tipo de la foto?
– Está peinado de otra manera, con el pelo corto, y seguro que se cubrió una cicatriz en la mejilla derecha con algún maquillaje. Anda con fotos recién sacadas porque quiere circular con una nueva identidad. Pero esa mirada no la puede sumergir.
– ¿Quién es?
– No puede ser el que es porque el que realmente es está preso con condena perpetua. Pero se parece a alguien.
– Entonces no es el que piensas. No puede estar simultáneamente preso y libre.
– En este mundo no siempre la lógica funciona. Ni la lealtad.
– ¿Lo dices por mí?
El hombre revolvió con furia su café.
– Metes a cualquier tipo en mi casa y a tu propio marido le niegas la entrada.
– ¿Qué es lo que viene ahora, Vergara Grey? ¿Me va a abofetear como en una película de gangsters?
– Jamás lo he hecho y nunca lo haré, Teresa.
– Cálmate, entonces. El hombre puso las manos sobre el mantel y se estuvo un rato en silencio, como si estudiara las líneas de su vida.
Teresa Capriatti puso las manos de ella encima de las de su marido y mantuvo baja la vista en señal de recogimiento. El hombre pensó que hacía seis años exactamente que nadie tenía hacia él un gesto de ternura. Se agachó sobre la mesa y besó las manos de su esposa con unción. Luego se apartó discreto para que ella las retirara sin ofenderlo.
– ¿Quién es el hombre de la foto, Nico?
– Tengo que hacer mis averiguaciones. Antes de que yo te contacte, no conviene que sepas su verdadero nombre.
– ¿Por qué no me lo puedes decir? ¿No me tienes confianza?
– No se trata de eso. Si no te lo digo, es sólo para protegerte.
Levantó la fotografía y volvió a considerarla arrugando el ceño.
– ¿Qué hago, entonces?
– Primero que nada, acepta sin más investigaciones el nombre falso que hay en la cédula. El fulano se llama Alberto Parra Chacón y punto. Si lo ves, lo llamas don Alberto. «Gusto de verlo, don Alberto.»
– ¿Qué relación tiene con nuestro hijo?
– Si es el hombre que pienso, sería muy raro que buscara contacto con un chico de la universidad. Algunos traficantes intentan alianzas con jóvenes para meter drogas en las aulas. Le regalan un poco de matute a un chico en un bar o fuente de soda, y en un segundo encuentro ya le pasan otras dosis y algo de dinero en anticipo de alguna venta que pudiera hacer.
– No creo que Pedro Pablo ande en ésa. Es un chico sano, le gusta el deporte, se esfuerza en estudiar.
– Está bien, pero ni tú ni yo le hemos dado dinero desde hace meses.
La mujer se echó atrás en la silla y puso la nuca sobre la parte más alta del respaldo. Esta actitud le dio un aire distante.
– No soy yo quien tiene la culpa de eso.
– Ni yo creo que el tema sea drogas. Algo me dice que el tipo quiere llegar al padre a través del hijo.
– ¿Cómo?
– Seguramente no sabe dónde vivo y acude a los lugares que le pueden dar una pista. Lo natural es comenzar con mi último domicilio conocido, es decir, mi casa.
– ¿Y por qué habría de buscarte?
– En este ambiente, los muchachos tienen algunas habilidades y carecen de otras. Buscan el complemento que les falta y yo tengo fama de ser bueno para ciertas cosas.
– ¡Nico!
– No estoy orgulloso de mis defectos, Teresa. Desde que salí de la cárcel no he delinquido.
– Ni lo harás.
– Ya no estoy tan seguro, amor. ¿Qué he sacado con mi libertad? Tú no me recibes, mi hijo me rehúye, mi socio me roba mi dinero, la pobreza me tiene podrido.