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El hombre se pasó una mano por la sien plateada y sonrió con melancolía.

– El dinero no importa, Huerta. El problema es otro.

– ¿Cuál?

– El problema es qué dirección le doy al taxista.

Una vez que el chofer hubo acomodado la valija en el maletero, se hundió en su asiento, y mirándolo por el retrovisor, le asestó la pregunta lapidaria:

– ¿Dónde vamos, señor Vergara Grey?

– ¿Conoce alguna tienda de artículos de cuero?

– Hay una muy buena en la Alameda. Productos argentinos. Con la crisis, los precios están botados.

– Lléveme allá.

Se había imaginado estos primeros minutos en libertad ávido de lugares, olores, sonidos, gente, pero en cambio, un fuerte proceso introspectivo lo cegó al espacio ciudadano. Al acariciarse la sien, pensó que no estaba en edad para una vida tan precaria. Era una brújula sin otro norte que su familia: por ella había trabajado, delinquido y, bueno, callado. «Boca de adoquín» lo mandó a felicitar su socio. No podía quejarse de su suerte: la amnistía del presidente, fustigado por una prensa que llamaba inhumano el hacinamiento en los presidios, aunque al mismo tiempo se quejaba de que los criminales anduvieran impunes por las callejuelas y las avenidas de la patria, le había hecho justicia divina. De haber hablado cuando calló, se hubiera ahorrado exactos los cinco años que la amnistía le borraba de una plumada. «Tengo suerte», repitió en voz baja.

Le propuso al taxista que lo esperara, y su olfato lo condujo sin vacilaciones a las estanterías con los maletines más finos. Palpó la delicia del cuero de cabritilla de un sólido porta documentos con dos cerraduras enchapadas en oro en cada extremo que se abrirían sólo activadas por una clave, y se concedió una inhalación autosatisfecha al comprobar que su elección había sido la precisa: el maletín era de lejos el más caro entre la numerosa oferta. El empleado le pidió un número para construirle la clave (mejor distintos para la izquierda y la derecha), y no vaciló en combinar su día y año de nacimiento con los de su hijo.

– ¿Lo paga con cheque, tarjeta o cash? -dijo el dependiente mientras se lo envolvía.

Levantando las cejas, se preguntó si en verdad se veía tan honorable como para que le ofrecieran esas alternativas. Con cheque o tarjeta le exigirían el carnet de identidad y no le constaba que los trámites de la amnistía se hubieran completado de manera diligente.

– Cash -dijo, extendiendo los billetes sobre el mostrador.

– Hoy es San Antonio -exclamó sorpresivamente el dependiente-. Un santo muy milagroso. Las solteronas ponen sus estatuillas cabeza abajo para que les consiga marido.

– Me consta -dijo Vergara Grey, aceptando el vuelto, y luego la bolsa plástica con la compra. El hombre lo miró curioso, y el ex convicto arriesgó una sonrisa y la pregunta:

– ¿Le resulta conocida mi cara?

El dependiente se rascó la cabeza:

– ¿Es de la tele?

– ¡Oh, no!

– En verdad no lo ubico. Perdone, señor.

– Al contrario. Le agradezco mucho esa delicadeza. ¿Qué edad tiene usted?

– Veinticinco.

– La historia me pasó por encima. Hace cinco años un comerciante como usted me habría pedido un autógrafo o llamado a la policía.

TRES

Así mismo se había imaginado su Santiago: los feroces autobuses, los transeúntes zambulléndose en la escalera de] metro, las motos con sus explosiones, los oficinistas encorbatados cargando sus portafolíos, la marca de mujeres con sus jerséis colorinches y las minifaldas rebanadas poco más abajo del vientre aunque el frío les pusiera los muslos morados, los quioscos salpicados de periódicos, donde anunciaban la cárcel para autoridades del gobierno, y revistas satinadas con mujeres desnudas en sus carátulas.

– ¡Mi ciudad! -gritó-.

¡Mi Santiago! Echó a caminar por el centro, y los roces o tropezones con la gente le dieron una nueva energía. Sintió, mientras inhalaba y exhalaba con la maestría de un atleta, una hambre feroz y profunda: podría devorarse dos o tres de esos hot-dogs completos del portal Fernández Concha, donde el pan flauta que contenía la salchicha se repletaba con una torre equilibrista de puré de palta, tomate picado, una línea de ají El Copihue, una masa de repollo agrio, a la alemana, y encima de todo, la frenética coronación de la mayonesa y la mostaza. Eran sándwíches para morderlos con dos bocas, ducharse el pecho de la camisa con sus inestables ingredientes, untarse la nariz y hasta los ojos en el carnaval voluptuoso.

Pero su hambre era inversamente proporcional a su dinero. Las dos monedas que le tintineaban en el bolsillo apenas le alcanzarían para un par de panes, dos tristes marraquetas, desnudas y precarias. Pensó que la pobreza era una segunda cárcel, pero desechó la consideración derrotista con un puñetazo al aire: mejor morir comiendo el smog de las calles que ahogado en la celda. Si el hambre arreciara, robaría. Una manzana en la verdulería, un paquete de galletas Tritón en el almacén. El juez no podría condenarlo. El abogado Fernández, colega de presidio, le había enseñado la fórmula mágica para librarse fácil del castigo. Si lo agarraban tendría que alegar «hurto famélico»: «Robé comida porque de otra manera moriría de hambre.» «Es la única figura jurídica que en Chile favorece a los pobres, todas las otras los hacen picadillo», decía Fernández con un gesto patricio que lucía extravagante entre rejas.

El hambre y el frío lo hicieron caminar más rápido. Avanzó azuzado por los golpes de la mochila en su espalda y la felicidad de sentirse sano, pleno y, sobre todo, de no necesitar la podrida bufanda del alcaide para abrigarse. Esta caminata ponía toda su sangre en ebullición, él mismo era su calefacción portátil, la réplica a la baja temperatura que humillaba el cuello de los transeúntes haciendo que hundieran sus narices prácticamente en sus propios ombligos.

No la nariz de él, no ese espolón altivo que aspiraba el smog de Santiago como si fuera aire puro de la cordillera. Con esa misma gracia y potencia que lo hacía sentir más vivo, más entero, más joven, más hombre, rebanaría alguna vez la yugular del alcaide. No ahora, cuando el depravado contaba con su ataque, pero sí dentro de unas semanas, dentro de un mes, una vez que él se hubiera habituado al miedo y saliera con sus compinches a un bar de mala muerte a beber cañas de vino.

Entonces en el vértigo de una borrachera amarga. El mantel blanco tendría bordados de copihue y las sillas estarían remendadas con cintas de empacar. Buscaría un minuto de soledad, acaso cuando el tabernero entrara al baño, prendería la quijada de Santoro con los dedos enfundados en guantes blancos, y tras dejar expuesta la yugular, le acertaría con la navaja en la artería. Tal vez todos los que se daban vuelta al verlo pasar carecían de un objetivo en la vida. Iban de una anonimilla en otra sin que nada iluminara sus vidas.

No él. No Ángel Santiago. Claro -se apoyó en el poste del alumbrado- que los viejos condenados a perpetua habían ejercido el rito contra él con más perversión que deseo, con más ganas de humillar que de desahogarse. Eran hombres conducidos por un código del resentimiento y la falta de formación. Hacérselo a él, educado en un buen colegio, capaz de recitar un par de versos y sacar el tanto por ciento de un soborno al guardia sin calculadora, era una forma de decirle que su belleza y su cultura les valía hongo. Aquella madrugada en la enfermería no supo sí sobre su cuerpo fluía más sangre que lágrimas, ní cuál de ambas ardía más. Pero de esos materiales estaba hecha su decisión. Nunca sospechó que la amnistía le abreviaría el destino.

Antes de entrar al pasaje céntrico, repleto de peluquerías, cines rotativos, reparadoras de calzados y compraventas, miró con cariño el reloj que Fernández le había puesto en la chaqueta de cuero en la celda: «Tú vuelves a un mundo en el cual podrás cargar cada minuto de significado. Aquí las horas sólo marcan el transcurrir de la nada.»