Si tenía éxito, acaso esa alegría le levantara la mandí bula y pusiera un poco de color en sus pómulos antes de enfrentar a la comisión. Pero si no llegaba a tiempo, ¿con qué aliento lograría resistir la ironía del profe Berríwd de matemáticas, que no la miraba al hablarle, pues «se sentía herido en su ser docente» de tener una alumna con pretensiones de rendir la Prueba de Aptitud Académica y qué ignoraba olímpicamente las tablas de multiplicar.
La noche no transcurría. Sus oídos captaban las riñas de los gatos en los tejados, el crujir de las puertas en las casas vecinas, el lejano rugido de una moto con escape abierto trepando la calle empedrada, las sirenas de las ambulancias y las patrullas policiales.
Se tocó el plexo. Los conocimientos devorados rapazmente en los últimos días parecían haberse estancado como un alimento mal digerido en la boca del estómago. Su madre se quejaba a ratos en la habitación vecina y otras a veces se creaba un silencio espeso que era aun más inquietante que los ruidos.
Antes de que el despertador sonara logró dormir una hora, acaso dos. Los párpados le pesaban, y saltar desde la colcha chilota al hielo la hizo sentirse casi a la intemperie.
Temerosa de tentarse con el calor del lecho, avanzó hasta el baño, llenó el lavatorio, y durante un minuto hundió la cara en agua fría, conteniendo la respiración.
Calentó el agua en el hornillo de la cocina, bebió un té sin, azúcar, y al abrir el closet tuvo un pensamiento de ternura hacia la madre que le tenía planchada la blusa escolar con el cuello suavemente almidonado. Aunque le gustaba sentir el roce de esa tela sobre sus senos, optó por la formalidad de un brassiére. Quería aparecer ante la comisión disciplinada, la perfecta alumna de un colegio de monjas, como si no tuviera otra ambición que rendir esa prueba para dedicarse tras el bachillerato a buscar un trabajito de secretaria en alguna repartición ministerial.
Iba a domesticar su rebeldía de artista. Apagaría de un manotazo el incendio de sus venas que le hacía imaginar sin tregua los mejores pasos si llegara a ser la heroína del ballet La bayadera. Las viejas maestras verían en ella un espectro pálido y sumiso, resfriado y entumido, un pobre gatito regalón que pide leche tibia y algo de cariño.
Por un momento se detuvo en la puerta del colegio, tratando de calmar el escalofrío que la acometió de repente. No era el invierno rutinario que llenaba de gris Santiago, se trataba ahora de una escarcha que le subía desde los huesos. Le dolieron las articulaciones, el ceño se le había apretado y tres hendiduras le cruzaban la frente. Si las preguntas habían sido un juego infantil desnuda junto a Ángel Santiago, ahora le parecían un catálogo de jeroglíficos, indescifrables.
A las once de la mañana se convocaría el comité en la biblioteca, y por tal motivo, los maestros darían a sus alumnas hasta el mediodía. Esa tregua que sus compañeros disfrutarían chillando en los patios también la aterraba. Seguro que su grupo mas íntimo asomaría las narices en la sala del interrogatorio y serían testigos de su mudez.
Victoria no quiso asistir a las primeras horas. Nadie tomaría como una grave falta de disciplina que se sumergiera en recogimiento espiritual ante una prueba tan decisiva, en vez de entrar a la banalidad de las clases. Aunque el verdadero objetivo era esperar a Ángel Santiago. Se lo imaginó saltando desde el peldaño de una micro con un paquete de billetes en la mano liados por un elástico, corriendo a abrazarla, mientras iba haciendo piruetas balletóm que harían reír a los transeúntes.
Así le indicaría alegre y fehacientemente que le había conseguido el dinero para la maestra de baile. Entonces ella entraría calma y soberana a la biblioteca, la prueba de fuego la atravesaría sin quemarse los pies, iba a triunfar en ese examen de desatinos porque era un paso gigante para llegar algún día a las tablas del Municipal. Sus macizas tinas de terciopelo granate se abrirían y allí estaría ella bañada en la fina luz de un cenital, en una composición, alerta, aguardando que el director bajase la batuta.
Entonces, sí, la locura. En cuanto la música irrumpiera, ella iba a bailarse, y para bailarse iba a ser más que ella. Sería toda la historia de su vida hecha un cuerpo presente para servir a la música. Sin vanidad, humilde, regida de espiritualidad como santa Teresa de Jesús. El movimiento encontraría la quietud del alma, en la quietud inmóvil todo sería movimiento.
Por mucho que apuró el paso innumerables veces entre el portón del colegio y la avenida, su deseo no produjo la llegada del joven. Sentada en el banquillo del paradero, protegido por un techo plástico comprobó que los minutos roían su fe y que se había aprendido de memoria los titulares de los periódicos en el quiosco de la esquina.
A las once de la mañana, con más deseos de estar en África que en la biblioteca de su colegio en Santiago de Chile, tomó asiento frente a la comisión. La profesora de dibujo levantó el pulgar deseándole suerte, y el maestro de física le hizo la primera pregunta sobre los quantas, y Victoria respondió, le tocaron el tema de la ameba y pasó piola, le endilgaron la secreción del páncreas y cero problema, enunció el teorema de Pitágoras y lo cantó sin olvidar ni los catetos, ni el cuadrado, ni la hipotenusa, de dos pestañeadas evacuó los nombres de los hijos machos de Edipo corno Eteocles y Polinices, de un suspiro definió la partenogénesis, abrevió en una frase el pensamiento de Stephen Hawking, supo que «acacia farnesiana» es el nombre científico del aromo y que Inihotep fue el arquitecto de las pirámides de Egipto, sostuvo ante la aprobación del maestro que Anwar el Sadat y Menajem Beguin compartieron el Premio Nobel de la Paz, «Zamora no se ganó en una hora», «efectivamente, señorita, proviene de Cervantes» y el profesor de matemáticas (en vista de que todo pasando, que a réplica contra réplica la chica se defendía como gato de espaldas y que ya ganaba por puntos, que sabía que la insulina se sacaba del chancho, que Martín Lutero había traducido la Biblia al alemán) se abstuvo por el momento de ninguna pregunta y le cedió el turno a la maestra de castellano, que no la examinó sobre emisores y receptores, sino acerca de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, momento en que Victoria Ponce se iluminó porque era ése su poema favorito de la historia mundial de la literatura, incluidos los de Neruda.
Y vamos echándole con cuán presto, etc., y los ríos y mar, y el acabóse de los señoríos, y la filosofía estoica, y, todo suavecito calzándose guantes de seda, con calorcillo, desde el vientre al corazón, porque el verdadero saber abriga.
Hasta el momento en que la maestra de castellano, le pidió a Victoria Ponce que dejara de recitar las coplas de Manrique y de reflexionar sobre el sentido de la vida y la muerte, y le planteó con voz biliar y ronca que ésos eran nimiedades, detalles, pero que «vayamos a la contribución estética del poema», inquisitoria que cambió la atmósfera de la pruebe, y que según el relato de la maestra de dibujo, doña Elena Sanhueza, fue puntualmente así:
– Señorita Ponce, ¿cuántas metáforas, aliteradotes, Antonimias e hipérboles contiene el texto de Manrique? Identifique también el tipo de rimas usadas y determine la actitud! del hablante lírico: ¿es carmínica, apostrófica o enunciativo?
– No sé, señora Petzold.
– ¿No sabe ninguna de las cosas que le pregunté?
– Lamentablemente, no, profesora.
– Pero sabrá decirme si entre los versos aparece de pronto alguna imagen que sea un polisíndeton, una anáfora, alguna sinécdoque…