Выбрать главу

– No sabría decirle, maestra.

– Pero al menos podrá indicarme quién es el hablante lírico.

– El poeta.

– ¡Que cosa más graciosa! ¿Así que usted confunde tú autor de la obra con el hablante lírico, ese sistema de símbolos creado para emitir un discurso?

– Yo no confundo nada, señora Petzold. Es el hombre de carne y hueso, Jorge Manrique, quien sufre y se desangra verso a verso en las palabras que encadenan las imágenes de su obra.

– ¡Qué ingenuidad, qué ignorancia y qué soberbia!

– Señora, es Jorge Maririque mismo quien habla de la muerte de su padre don Rodrigo. ¿Se acuerda cuando dice: «Mas, como fuese martal, metiole la Muerte luego en su fragua»?

– ¿Es usted, insolente, quien me está tomando examen, yo a usted?

– Perdone, profesora.

– ¿No sabe que la calidad de un poema depende de cómo se introduzca el ritmo? Si éste es yámbico o trocaico, por ejemplo. ¿Cuántos grandes textos de nuestra lengua no deben su inmortalidad al simple hecho de ser escritos en endecasílabos?

– Lo siento, señora Petzold, pero yo llevo llorando la muerte de mi padre desde hace años y no me calma la angustia ninguna metáfora, ni ningún ritmo yámbico, ni ninguna metonimia. Cuando Jorge Manrique se entera de la muerte de su padre, abandona la corte y se encierra en un castillo, donde escribe el poema desde un profundo dolor.

– Míjita, todo eso está muy bien, ¡pero es pura copucha historiográfica Yo le pido un análisis literario.

– Perdone, profesora, pero yo no voy a hacer ninguna mierda de análisis del hablante lírico. El poema es demasiado hermoso para esa canallada.

Puesto que jamás nadie había gritado la Palabra «mierda» en la biblioteca del liceo, el sustantivo pareció amplificarse en el cuarto y quedar suspendido en el aire.

No contribuyeron a disipar el silencio que se produjo en el comité ni el rubor calcinante en la mejilla de la profesora de castellano, ni la secreta dicha con que el maestro de matemáticas se rascó la nariz, ni el bullicio de las colegialas en el patio, que tomaba la forma de un zumbido tras los cortinajes.

Hubo una pausa larga, donde todos sujetaron sus carraspeos, y en la que Victoria Ponce se secó la súbita transpiración de sus dedos en las rodillas.

– Por el momento no habría más que decir -pronunció la directora, cerrando su libreta de apuntes.

Aliviados, los miembros de la comisión se levantaron, y los más viciosos se pusieron cigarrillos en las bocas, dispuestos a prenderlos en cuanto salieran del recinto. Ése fue el momento en que la maestra de dibujo Elena Sanhueza alzó la mano.

– Pido la palabra, señora directora.

– No, profesora Sanhueza.

– Según el estatuto docente…

– No insista, Elena.

– Quisiera sólo decir…

– Diga lo que diga, no quedará en acta. La sesión ha sido suspendida.

Pese a su voluminoso cuerpo, la mujer corrió hasta la entrada y cubrió sus dos puertas crucificándose en ellas e impidiendo que la comisión saliera.

– «El colmo de la estupidez -pronunció con grave intensidad- es aprender lo que luego hay que olvidar.» No soy yo quien lo dijo, sino Erasmo de Rotterdam.

La directora fichó con desprecio los dos brazos tendidos de la mujer y dijo con voz autoritaria:

– Permiso.

– Aquí se ha sacrificado una víctima a los dioses del oscurantismo y la pedantería.

– Basta ya, profesora Sanhueza. Baje sus brazos.

La mujer obedeció abatida, y con los ojos ausentes, vio pasar a los miembros del comité por el marco de la puerta. Luego fue hacia Victoria Ponce y le alzó la cabeza, levantándola desde ambas mejillas.

– Ibas tan bien, muchacha.

La chica fue guardando lento sus papeles en la mochila y al finalizar se quedó sentada en profunda quietud. Aunque no quería mirar hacia ningún punto, su vista fue atraída por el retrato de Gabriela Mistraclass="underline" el pelo corto, la nariz voluntariosa, los ojos invitando a sumergirse en ella. A su alrededor, cientos de libros en empastes lujosos de otras décadas. Y un poco más allá, el lerdo reloj de comienzos de siglo cuyo minutero se clavaría en pocos segundos en el mediodía.

VEINTITRÉS

– Muchacho, las campanas de la catedral acaban de dar las doce.

– Lo siento, maestro. En la Oficina del Trabajo había muchos perros pero ninguna salchicha.

– No me interesan historias de perros. ¿Cómo te fue a ti?

– Excelente, don Nico.

Le extendió alegremente el certificado con sus ampulosos timbre. Vergara Grey lo leyó de una pestañeada y lo puso de vuelta sin humor sobre la mesa, junto a su taza de café vacía.

– Pero esto es un fracaso. No conseguiste nada.

– Nada de nada -exclamó el joven, apoyándose con desfachatez en el respaldo y rascándose dichoso la nuca.

– ¿Y qué te pone tan contento?

– ¿No capta, profesor? No nos queda otro camino que el Golpe.

El hombre le hizo señas al mozo para que fuera a cobrarse.

– Perdona que no te ofrezca un café. Desde que te fuiste he bebido cinco. Tengo la presión por las nubes.

– ¿No aprovechó para leerse la suerte en el poso? En la cárcel había un viejo árabe que lo hacía. Déjeme que le vea la suya.

Sin esperar permiso, atrajo la taza hasta su nariz, y agitándola un poco, quiso discernir alguna figura que le permitiera un argumento.

– Veo un montón de dinero en su futuro.

– Por quinta vez hoy: no cuentes conmigo, Ángel Santiago.

– Lo veo en otro país fumando un habano y paseando del brazo con una chica guapa.

El mozo le extendió la boleta y Vergara Grey le dijo que se quedara con el vuelto.

– ¿Qué más dice el poso del café, Aladino?

– Que me va a prestar treinta mil pesos -murmuró el joven con mirada humilde y sonrisa zorra.

El hombre se había puesto de pie. Asentó sobre la frente el sombrero de fieltro gris y pluma verde bajo la cinta y luego envolvió su garganta con una bufanda de cachemira negra. El chico se levantó también con un rictus sombrío.

– Hace un frío que penetra hasta el hígado. ¿No tienes un abrigo; ¿Una bufanda?

– De tener, tengo.

– Entonces, úsala, chiquillo. ¿0 quieres que te vaya a visitar a la Asistencia Pública en la sala para indigentes?

– ¿Usted haría eso por mí si cayera enfermo?

– Eres un adulto y deberías hacerte responsable de tus actos. Al invierno chileno corresponde abrigo y bufanda.

– Yo siempre con chaqueta de cuero. Invierno o verano. ¿Qué me dice del préstamo?

Ya estaban en la calle y Ángel tuvo la sensación de que Vergara Grey no sabía con qué rumbo arrendar. Se lo confirmó el hecho de que sacara un cigarrillo y, protegiendo la llama del encendedor bajo la bufanda, aspirara la primera pitada con parsimonia y profundidad.

– ¿Para qué quieres el dinero, chiquillo?

– Hay que pagarle hoy las clases de ballet a Victoria. Si esta noche la maestra vuelve a dejarla fuera, se mata o se muere.

– Debo confesarte dos cosas.

– Sí, profesor.

– Primero, que conseguirme esta platita prestada fue una paliza para mi amor propio de la cual aún no me he repuesto. Me da pavor ver que se evapora entre los dedos.

– Se la devolveré con creces.

– Segundo, que no te creo el cuento de que es para las clases de ballet.

– Es decir, no confía en mí, maestro.

– Confío en ti, pero ni a mi propio perro lo amarraría con salchichas. Me gustaría complacer a la colegiala, pero sin la mediación de intermediarios.

– ¿Es decir?

– Llévame donde ella y yo le paso directamente el dinero.

Ángel Santiago se colgó propiamente del cuello de Vergara Grey y le impuso dos efusivos besos en cada pómulo. El hombre lo apartó oteando al mismo tiempo a diestra y siniestra.