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– Es que se trata de un problema serio.

– Oh.

– Tengo que encontrarla y avisarla de que la mamá está enferma.

La mujer encendió un fósforo y con la débil miró atentamente los rasgos de su faz hasta que el fóforo le quemó las yemas y tiró el palito calcinado al suelo.

– Piensas que soy lindo, huevón.

– No digáis eso, ¿querís?

– ¿Tenís dado vuelta el paraguas?

– Me vuelven loco las mujeres.

– Y entonces aprovecha, caufito. Te dejo que me beses y me mordái los pezones.

– Es que ando pato.

La mujer se aparto ~tes pulseras doradas que adornaban sus muñecas.

– Lo que pasa es que me encontrái muy vieja.

– Chís, si ni te he mirado.

– Cáchate las mensas tetas que tengo. No como la mina de la película, que parecen dos uvitas no más.

Con un sorpresivo movimiento raptó una mano del chico y la condujo por todo el volumen de sus pechos,

– Están ricas.

– Duritas, ¿te fijaste?

– Sí.

– Te dejo que me las chupís por dos lucas. Todo el tiempo que querái.

– Te dije que no tengo plata, oh. Estoy pato y cesante.

Ella se puso de pie. Se pasó la lengua por los labios y le pinchó la nariz, como regañándolo.

– Los cines para maricones están en el pasaje de Catedral. No volvái por aquí.

Fue a sentarse al lado del hombre robusto y Ángel Sanhago alcanzó a oír parte del diálogo ritual con que le ofrecía goma de mascar mentolada. Se apartó de ellos, ocupó la última butaca del lado opuesto y quiso discernir con método los rasgos de las veinte o treinta personas que estaban en la sala, los pocos solitarios que antes que mirar el film parecían espiarlo con excitación de colegiales, algún oficinista que dormía una siesta precoz, y las parejas. Los mismos abrazos y besos por todas partes en la húmeda y rutinaria oscuridad.

Tuvo al principio la sospecha de que había encontrado a Victoria cuando esa figura, cinco filas más adelante, se dejaba caer con languidez sobre el respaldo del butacón, y un hombre con boina que la cortejaba se hundía sobre su falda. Luego ella hizo un gesto con la mano, volcó toda la larga cabellera sobre la parte trasera del butacón, y las dudas de Ángel se disiparon. La cabeza del hombre de la boina se había sumergido, y aun desde esa distancia y en penumbra, no era difícil suponer que lamía sus pezones,, hundía la nariz en su vientre.

«¿Qué mierda me importa? -se dijo, manoteando las lágrimas y la secreción que estallaron sobre el rostro-, ¿Qué me importa por la misma mierda?», se dijo otra revolcándose en el asiento como si alguien le hubiera pegado el hígado con un mazo.

Pero cuando saltó del asiento y se adentró por el pasillo, supo en el vientre que si tuviera ahora un revólver dispararía, si el cielo le pusiera un puñal en la mano degollaría, y si tuviese un taladro perforaría el cráneo del quela trajinaba.

Él subía la espalda por el respaldo y ella bajaba su boca, hacia sus pantalones. En pocos segundos, por el aserást movimiento de su cabeza, supo que se había metido miembro del hombre de la boina en la boca, que lo atrapaba con su lengua, que los gemidos del tipo eran sujetados para no reventar en un grito de placer. Lamentó en ese momento en sus manos ese desmayo que le robaba las fuerzas. No podría estrangularlo. No había tensión en los dedos agarrotados por la humillación para apretar la yugular hasta asfixiarlo. Fue hasta el sitio mismo donde la pareja se empleaba y entonces todo aquello que suponía lo vio en una dimensión más poderosa que la imagen de pantalla, con ese ruido soez de jadeos profesionalniente, calculados para ocultar el murmullo de fluidos que los espectadores cambiaban con sus putas.

En un segundo estuvo encima de ella y tuvo la plena lucidez del dolor. No podían verlo, ni el hombre, con los ojos cerrados concentrándose en su éxtasis, ni la chica, afanada en acelerar sus movimientos para acabar con la faena.

Entonces tiró de la cabellera de Victoria con la fuerza de quien se arrancara su propia piel y ante sus ojos estalló todo el espectáculo de miseria: la eyaculación del desconocido en la frente de la chica, en su abrigo, en el respaldo del asiento delantero, en sus labios, enrojecidos por el roce con su glande. La sacó hasta el pasillo arrastrándola del pelo, y mientras lo hacía, el grito que lo acechaba desde hacía minutos irrumpió con el rugido de un animal.

Era más que la indignación y el asco, mucho más que el amor y la ternura ofendida, infinitamente más que el odio injucioso al mundo y sus bestias, eternamente más que la rabia por la virilidad celosa pisoteada, más enceguecedora que la sangre agolpada en sus ojos.

Hubiera preferido ser ciego y no verlo, sordo y no oírlo, indiferente hasta el hielo para haberlos dejado seguir en su comercio de saliva y semen; hubiera querido no haber salido jamás de la cárcel, y entendió ahora, en su confusión, que la libertad era apenas una continuación del castigo, que haber encontrado por azar a Victoria Ponce era su decreto de muerte sellado y ratificado por la autoridad que enfrentaba ahora el exacto equivalente de un pelotón de fusilamiento, la aguja de inyección letal en.la vena, los miles de voltios que lo hubieran erizado en la silla eléctrica, y esa respiración que no llevaba aire a sus pulmones eran las toneladas de gases de una cámara final. «Ni a un moribundo la muerte le duele tanto como a mí la vida. ¿De qué me sirve tener veinte años y el mundo por delante?»

Los espectadores del cine reaccionaron al espanto del grito ocultándose en los asientos, temerosos de ser sorprendidos por los agentes de investigaciones, por la brigada de narcóticos, por las patrullas contra la pedofilia, por los servicios de sanidad, por acreedores de sus cheques sin fondo, por esposas celosas con sus detectives.

Temieron que ese grito fuera el alarido que anunciaba la llegada de un ángel apocalíptico, un lancero medieval como los que veían en las películas de esa pantalla que astillaba los corazones de sus rivales haciendo trizas escudos, o el puntapié en la garganta de un feroz guerrero oriental que les trizaría la carótida.

Y Ángel trepó la escalera dotado de una súbita fuerza sobrenatural, y una vez que llegó al nivel del pasaje, con un alarido dispersó a las peluqueras curiosas que se habían agolpado para ver a la víctima tendida en el suelo, y con un último aliento arrastró a Victoria hasta los pies de Vergara Grey.

VEINTICINCO

– Ahí la tiene Personalmente, maestro. La señorita Victoria Ponce. Entréguele personalmente la plata.

La chica se puso de rodillas y se cubrió la cara con el pelo. Se mantuvo oculta de la curiosidad de los ociosos, con la cabeza gacha, como en oración. El hombre se agachó para atenderla y quiso levantarle la barbilla.

– ¿Qué te pasó, chiquilla, por Dios Santo?

– Necesito lavarme, señor -dijo con voz apenas audible.

– Levántate y entremos a la peluquería. Allí te convidarán a agua.

– Quiero irme lejos de aquí, don Nico.

– Ponte de pie y apóyate en mí.

– No quiero que nadie me mire la cara.

– Está bien. Mantén el pelo cubriéndola y avancemos hacia la salida.

La chica obedeció y se refugió en el abrazo del hombre. Le hizo señas a los testigos de que se abrieran, pidiendo con un rictus comprensión por la joven herida. Así fueron, casi como lisiados, hasta la salida de Santo Domingo, seguidos a cierta distancia por Ángel Santiago, con las manos hundidas en el chaquetón de cuero.

Afuera la presión del sol había dispersado el cúmulo de nubes, y ahora brillaba con un amarillo más irritante que tibio. Al advertir esa luz, Victoria Ponce parecía tomar una conciencia extrema de su cuerpo, pues comenzó a sacudirse y arañarse como súbita víctima de peste.

– Necesito lavarme.

– Vamos caminando. Ya encontraremos un lugar.

– No me entiende, señor. Es urgente. Se rascó los pómulos y al retirar la mano brotó un hilillo de sangre.