»Las aflicciones de Victoria Ponce son chilindrinas en comparación con lo que me espera. Tremendo fastidio que me da, porque iba a ver por televisión cable en vivo y directo al Real Madrid contra el Juventus, pero ahora de turno aquí hasta que amanezca, si se me llegan a caer las pestañas, llevo siete cafés en el gaznate, uno cada media hora. ¿Qué podemos hacer con la chiquita; no tiene seguro médico con alguna Isapre? ¿Aunque sea el plan Fonasa?
– ¿Acaso no podrían meterla un par de días en una clínica privada hasta que pasen las turbulencias?
– Es cosa de que cuando admitan a su sobrina, don Nico, usted les deje un cheque en blanco por los gastos que ocasionará. Cuando esté lista la cuenta, entonces usted rellena el documento con la cifra que le indiquen. Ahora, si no tiene cheques, qué puede hacer, pregunta usted. Entonces llévenla a casa.
»Yo le enseño cómo colocar inyecciones. Le regalo algodón, alcohol y jeringa, cualquier cosa, pero sáquemela de aquí, por favor, caballero, que los pacientes se están muriendo en el pasillo, tengo que operar, coser puntos en una frente, hacerle lavativas a un tipo envenenado con carne podrida que robó de un basurero. Todos claman por el doctor Gabriel Ortega.
»Llévemela de aquí lejos, es una chica muy simpática, con la sensibilidad y la belleza de un artista, pero requiere de mucha atención. Hay que ponerla junto a gente positiva. Así como ustedes, por ejemplo. Hay que arrancarle de cuajo esa depresión que le está comiendo el coco. Si sigue con esa tristeza va a permitir que se la devore la fiebre. Tiene que tomar mucho líquido: ¡pero dentro del cuerpo, no afuera! Nada de piletas, ríos, ni océanos.
»Llévenla a su casa. ¿No tiene madre esta niñita? ¿Tiene madre? Entonces llévenla donde ella. Que la cuide, que le levante el ánimo. ¡0 a su casa, joven! ¿Cómo? ¿No tiene casa? Realmente es insólito, todos tienen una casa. Gente como usted es rarísima. Ah, es que es de Talca. Ya, pues tomen un taxi, y métanla en el tren a Talca. Eso está bien, naturaleza, pájaros, montañas, sauces llorones, patos, vacas, gallinas, cualquier cosa menos este moridero. ¿Comprende? ¿Comprenden?»
Los hombres sacaron la camilla con Victoria al pasillo y se pusieron en la hilera de postoperados e indigentes que esperaban turno. Un anciano ebrio y con la muñeca manando sangre tenía encendida la radio Carrera con tangos del recuerdo. «Nada sigue igual en tu pueblo natal.» Había dos carteles. Uno prohibía fumar, el otro rogaba no fumar.
Vergara Grey quiso hallar un teléfono para llamar a Teresa Capriatti. El día se había volado de manera inesperada. No sabía cómo ni por qué había caído en el vértigo de esa historia ajena, teniendo, carajo, una tan propia.
– ;Qué hacemos, maestro?
– Tenemos que encontrarle a la muchacha un lugar donde dormir. ¿Qué tal la casa de la madre?
– La vieja está con tratamiento psiquiátrico y depresión profunda.
– El remedio sería peor que la enfermedad.
– ¿Y en el departamento de su esposa?
– Si ahí no puedo entrar ni yo, menos me van a aguantar una desconocida a punto de estirar la pata.
Fueron hasta la esquina de la Alameda con Portugal y pidieron dos Escudos. El televisor estaba encendido y la cámara acechaba con un feroz zoom los ojos del ministro: un ataque de chacal a ver si se le caía una lágrima cuando hablara de la muerte de su hijo y así subiera la sintonía. Ángel Santiago sufrió con más rigor que nunca su diferencia. Todos estaban de paso en el bar, comerían su sándwich, su refresco, charlarían con el amigo y luego saldrían a la calle, bajarían la escalera del metro Universidad Católica y viajarían haciendo transbordos hacia sus casas. Probablemente vivieran en mediaguas de calaminas y barro, filtraciones y olor a parafina, rodeados de basurales y bares clandestinos, pero al fin y al cabo, era algo que podían llamar casa. «Mi casa», dirían. «Te invito a mi casa», le dirían al amigo, aunque las paredes estuvieran carcomidas por las termitas y manchadas de cucarachas.
Vergara Grey exhaló el humo y se apartó con dos uñas una mota de tabaco enredada en su mostacho gris.
– Yo ya le he pechado dinero a la amante de Monasterio y al alcaide Huerta. A Teresa la tienen amenazada con cortarle el gas y recién estamos entrando en el invierno. No se me ocurre a quién más acudir. ¿Cómo te ha ido a ti?
– Ratoné a una vieja que sacaba plata de un cajero automático y le mangonié ocho lucas al viejo que cuida autos en la calle de las Tabernas.
– ¿Qué hiciste con la plata del cajero automático?
– Era una sucursal cerca del Hipódromo Chile. Me entusiasmé con un caballo y lo compré.
– Vendamos el caballo.
– Eso sería para mí irme totalmente al chancho.
– Explícate.
– Yo quiero ser dueño de un campo. Siempre me vi galopando por mis terrenos montado a caballo. En cuanto salí de la cárcel, decidí comenzar a construir mi sueño. Partí por lo más práctico.
– El caballo.
– Lo conseguí a precio de huevo. Pone más de uno quince para los mil doscientos metros. Para carreras competitivas no sirve, pero en mi campito funcionaría de maravillas.
– ¿Y dónde está ese campeón?
– Por ahí.
– ¡Por ahí! ¡Igual que tú, igual que tu palomita! ¡Por ahí!
– Bueno, usted tiene la culpa, profesor. Si se hubiera entusiasmado por el Golpe, estaríamos felices riéndonos de todos los que nos han jodido a lo largo de la vida.
– Esta miseria, chiquillo, es mejor que la cárcel.
– No es mejor, maestro. Lo malo que esto tiene es que es real. Real con erre de rabia, ¿me entiende? En cambio, la cárcel es solamente una posibilidad.
– ¡Real!
– ¡Pero con erre de remota! Usted mismo dice que el plan del pequeño Lira es genial.
– ¡Epal Genial, en el contexto chileno.
– En cualquier parte del mundo, maestro. ¿Por qué se empeña en disminuir aún más la estatura del Enano Lira? Imagínese un ascensor que desemboca en una caja fuerte. Entre ambos hay un espacio cubierto con láminas que se desatornillan con una navajita de colegial. Luego usted manipula las ganzúas, corta la alarma electrónica, y llenamos el elevador de dólares.
El hombre se sirvió medio vaso de cerveza y retuvo un rato algo de su refrescante amargura sobre la lengua.
– Todas las sospechas recaerían sobre mí.
– Pero si lo genial es que, salvo Canteros y su mafia, nadie se va a enterar de que hubo tal robo.
– A ver, ¿cómo es eso?
– Claro como el agua.
– No me nombres esa abominable palabra. Hoy sólo oír hablar de agua me produce hipo.
– El dinero que guarda Canteros en la caja de fondos es el que recluta de sus servicios de seguridad clandestinos. Son las coimas que los empresarios le pagan por haber defendido sus intereses durante la dictadura. Son la mafia de sus matones. Ese dinero no pasa por ninguna fiscalización, ni paga ningún impuesto, y no se da al recibirlo ninguna boleta. Es platita voladora como las aves del Señor. Por lo tanto, cuando desaparezca de sus caudales, no tiene a quién ir a llorarle sus penurias. Canteros es un zorro al que todos los perros quieren echarle mano.
– En realidad, el plan de Lira es astuto hasta en ese detalle.
– Me alegra que comience a darse cuenta.
– Yo me di cuenta hacía rato. Pero como tú piensas solamente en ti, no te has dado cuenta de que, hecha la operación, tú te puedes disolver en el más feliz de los anonimatos porque no van a andar buscando a un ladronzuelo de burros como ideólogo de un Golpe de esta magnitud. ¿pero yo, hijo?