– ¿Qué significa eso exactamente?
– Es un sueño del que no se despierta, muchas veces es el último episodio de una enfermedad.
– Me rogó que no la detuviera. Me dijo algo de un baile de sombras.
– No me hace sentido lo que me cuentas. ¿Qué hora es?
Vergara Grey levantó la punta de la manga de su chaqueta de tweed y espió la hora en un gordo reloj de pulsera enchapado en plata.
– Son casi las ocho.
– Perdone la pregunta, pero la posta de urgencia es un infierno que no tiene límites. ¿Son las ocho de la noche o de la mañana?
El viejo sonrió y simultáneamente extrajo la cajetilla de cigarrillos y le ofreció uno.
– Las ocho de la noche.
– ¿Sabe cómo terminó el Real Madrid -Juventus?
Tanto don Níco como el joven negaron con la cabeza y el médico salió a hacer la misma pregunta al pasillo con el cigarrillo entre los labios. Ángel Santiago se quedó mirando fijo el rostro de Vergara Grey, hasta que éste tuvo conciencia del acecho y le devolvió la mirada con gesto interrogativo.
– ¿Qué fue?
– Gran reloj, profesor. Si lo hubiéramos vendido antes del mediodía, nos habríamos ahorrado todo esto.
VEINTINUEVE
Alberto Parra Chacón, es decir, Rigoberto Marín, le encargó a la Viuda que le consiguiera una maleta antigua, preferentemente de color café desvaído, con correas en ambos extremos, y además, un cesto de mimbre dentro del cual metiese unos dulces chilenos de La Ligua, algunos huevos cocidos, dos o tres panes amasados, y acaso un par de peras.
A la hora precisa en que se retira la noche y rompe la claridad, se bajaron de un taxi en la calle de las Tabernas y tocaron la campanilla del hotelucho de Monasterio. El tiempo había sido elegido con exactitud: a esa altura de la madrugada se iban a sus cuarteles los carabineros que mantenían el orden en la noche, convencidos de que todos estaban demasiado borrachos como para acertarle un tiro al prójimo en caso de riña, y los policías de recambio aún se estaban afeitando pulcramente ante los espejos de las comisarías antes de asumir el turno mañanero, y tardarían algunos minutos en tomar café y montarse a los radiopatrullas.
Envuelta en un chal color rosa, Elena llenaba crucigramas en la recepción, y al ver tras los cristales a la pareja apretó el conmutador para abrirles la puerta- Los dos entraron encogidos de frío y él puso ostentosamente el canasto artesanal sobre el mostrador, una señal, según había calculado, de que venían recién del campo.
– Quisiéramos una pieza con calefacción -dijo la Viuda.
– ¿Por horas o por la noche?
– Por un día entero -sonrió Rigoberto Marín-. Aquí con la señora tenemos un pleito pendiente.
– Ya veo -dijo la mesonera-. ¿Llegaron en tren?
– Con cinco horas de atraso.
– ¿De visita en Santiago?
– De visita en su hotel, madame. Allá, en la provincia, todo el mundo vive ojo al charqui, y mi amor aquí presente está casada.
– Yo no le he preguntado eso. Si fuera por exigir papeles de matrimonio, aquí no entraría nadie, y mi patrón estaría con un tarrito pidiendo limosna a la salida del metro.
– Mi amor y yo le agradecemos que sea tan discreta. Compramos dulces chilenos en La Ligua, ¿se sirve uno?
– Con mucho gusto. Me encantan los empolvados.
– A mí, los príncipes -dijo la Viuda-. Son más blandos y traen más manjar.
Mientras masticaba el pastelito, Elena les dio la espalda y tomó del tablero de llaves la de la habitación once. Con las cejas, Marín le advirtió a su acompañante que el casillero vecino tenía un papelito pegado con cinta scotch que decía «Nico». La Viuda aceptó conforme esa seña y el delincuente confirmó una vez más que tenía la pistola Browning con silenciador en el bolsillo.
– ¿Quieren que les suba el desayuno a alguna hora?
– No queremos dilatarnos en eso.
– Lo único que les pido es que no sean bullangueros. El otro día tuvimos una dama que se gritó el orgasmo como cantante de ópera, y aunque usted no lo crea aquí se alojan un par de personas honorables.
Rigoberto Marín apuntó al colgador de llaves y señaló aquello que le había llamado la atención.
– ¿Como el señor Nico?
La cajera se dio vuelta, sorprendida por la pregunta, hasta que recordó que ella misma había puesto el papelito en señal de afecto, y se dio vuelta hacia el par, sonriendo.
– Exacto. Aunque su vecino no está esta noche.
– ¿Dónde está?
– ¡Qué sé yo! Es un hombre de pocas palabras. Perdone que le cobre, pero aquí se paga adelantado.
– ¿Ya cuánto desciende la cuenta?
– A cuarenta mil la noche.
– Pero nosotros la ocuparemos de día. Viera el manso sol que viene punteando por la cordillera.
– Parece un día de verano -complementó la Viuda-. La lluvia de ayer debe de haberse llevado el smog.
– De todas maneras son cuarenta mil.
– Aquí tiene. Gracias.
– Gracias a ustedes por el pastelito.
– No hay por qué. ¿No le gustaría también un huevito duro?
– Me encantan. ¡No me diga que tiene!
La Viuda sacó un huevo del cesto de mimbre junto a un pequeño cambuchito de sal y se lo extendió.
– Va a tener que descascararlo.
– Así me entretengo en algo. Con tantos años de nochera me sé todos los trucos para rellenar los crucigramas. Son siempre las mismas leseras. Te ponen treinta días y tú escribes «mes». Divinidad egipcia, dos letras, entonces pones «Ra». 0 te escriben H20 y la respuesta es «agua».
– Bueno, ha sido un placer conocerla, señora.
– Me llamo Elena.
– Y yo Alberto Parra Chacón.
– ¿Como Violeta Parra y Arturo Prat Chacón?
– Sí, pero no les llego ni a los talones a esos genios.
– ¿Y a qué se dedica usted?
Rigoberto Marín se cubrió con el índice la cicatriz que le surcaba la piel desde la sien izquierda hasta el labio superior y, pintando sus ojos con una chispa de niño malulo, miró largo rato a la Viuda, y recién entonces contestó:
– Al amor.
Los amantes descorcharon una botella de vino tinto y lo sirvieron en los vasos de plástico que había en el baño.
Marín despellejó un huevo y lo aliñó con mucha sal, y la Viuda mordió la pera y algo de su jugo saltó sobre su blusa negra. Tenía el primer botón abierto y el brassre henchido daba eficaz cuenta del apretado volumen de los senos que lo rellenaban.
El hombre se alivió de la chaqueta y antes de colgarla expuso la pistola y el puñal sobre la colcha.
– Te agradezco la compañía, Viuda. No me hubiera atrevido a meterme solo en la madriguera del conejo.
– Está bien, huachito. Usted sabe que cuando vuelva a la cárcel ya no lo volveré a ver. ¿0 no, dice usted?
– Tenís razón. Después de esta viuda no hay otra.
Destrabó las correas de la ajada maleta de cartón imitación cuero, y desde el interior de una camisa sucia hecha un bulto, extrajo un puñado de balas y se sentó en el extremo del lecho a cargarlas en la pistola.
– ¿Lo vái a matar aquí mismo?
– Mientras menos circule yo, mejor.
– ¿Y si no viene?
– Espero. Tú podís irte si querís.
– Me quedo contigo, Marín. Pero no quiero estar en el hotel cuando lo mates.
– Te hallo toda la razón.
El hombre terminó su faena, le puso el seguro al arma y apuntó hacia una polilla que revoloteaba alrededor de la ampolleta.
– ¿Te vái a echar al viejo y al cabro? -preguntó la mujer.
– Al cabro no más. Pero como el chiquillo viene al hotel donde está Vergara Grey, habrá prensa abundante sobre el asesinato.
– ¿Y eso?
– Me conviene. Así Santoro se enterará de la mejor manera de que seguí sus consejos y de que me deshice de su obsesión.
La mujer se tendió sobre el lecho y abrió las piernas. Tanto la vagina de ella como la mano de él estaban calientes.