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Le dolía en el hígado tener que desprenderse de ese recuerdo, pero carecía de otra cosa para transar en la compraventa. La voluminosa y desteñida chaqueta, por ningún motivo: no sólo lo protegía del frío, sino que le daba cierta apariencia ruda que le convenía cultivar en una ciudad como Santiago, cada vez más llena de tíos pendencieros. Por otra parte, las chicas se sentían tentadas por el aire desmañado de las prendas de cuero viejo, que les evocaban algunos héroes de la pantalla. Al no tener actores a mano, cuando se topaban con algún chico forrado en cuero y con olor a tabaco negro se hacían la ilusión de vivir una especie de aventura, aunque la única excitación sería probablemente algunos ramalazos de sexo en cualquier motel barato.

Frente a la compraventa se encontraba la escalera que conducía al cine rotativo subterráneo, y encima de la boletería, aún cerrada, un afiche proclamaba las virtudes del film de esa semana: «Una japonesa engañada por su marido se venga de él acostándose con medio mundo.» El título era Emmanuelle en el paraíso de la lujuria, y Ángel se acercó hasta el afiche intrigado, no tanto por la promesa de la película como por una muchacha alta y delgada que había puesto prácticamente su nariz sobre el vidrio para leer los nombres del reparto y que parecía soportar apenas el peso de una mochila sobre un antiguo sobretodo masculino en el cual podría meter dos veces su ligero cuerpo. Allí, junto a ella, experimentó la profunda emoción de percibir otra vez la tibieza y la ternura que emanaba un cuerpo de mujer. Cuando entró a la cárcel, apenas dos incidentes sexuales lo separaban de la virginidad, y las aventuras que soñó tener en su celda durante años fueron en el fondo mucho más excitantes que ese par de revolcones reales a cielo abierto en el campo antes de que sucumbiera en la desgracia.

Puso su mejilla muy cerca de la cara de la muchacha y leyó el reparto japonés como si se tratara de héroes familiares tipo Brad Pitt o Leonardo DiCaprio:

– «Kurni Taguchi, Mitsuyasi Mainu, Katsurrori Hirose.»

La chica se dio vuelta a mirarlo, y acomodándose la mochila sobre el hombro izquierdo, le sonrió. Esa mínima gentileza, prácticamente borrada de su vida desde hacía años, animó al joven a sacar de su chaqueta la cajetilla de cigarrillos y a ofrecerle uno. La chica lo rechazó con un gesto tajante, y él se puso el cigarro en la boca y en un segundo lo tuvo encendido y humeando. «Cuando se sale de la cárcel -pensó-, un tabaco es lo más cercano a un amigo que se puede encontrar.»

– ¿Vas a entrar a verla?

– No me tinca. ¿Tú?

El muchacho apartó la bocanada de humo impidiendo que atacara los ojos marrones de ella, y sin leer los nombres del afiche, dijo:

– Un film con Kurni Taguchi, Mitsuyasi Mainu y Katsunori Hirose no puede ser malo.

La sorpresa iluminó los pómulos de la chica.

– ¿Córno hiciste para aprenderte los nombres?

– Soy un fenómeno inútil -contestó-. Leo algo y no se me olvida nunca más.

– Ojalá tuviera ese talento. A mí en el liceo me va pésimo justo porque tengo mala memoria.

– ¿A qué liceo vas?

– Iba. Estoy suspendida.

– ¿Y qué haces, entonces?

– Esperando que abran el cine. Con este frío no hay otro lugar donde meterse. ¿Y tú?

La chica le indicó su abultada mochila.

– Yo vengo de un viaje. Del sur.

– ¿Y dónde vives?

– Recién llegué a la estación. Buscaré algo por ahí.

Estiró la cadena elástica imitación oro, se sacó el reloj del reo Fernández y le mostró la esfera. Una mitad la ocupaba un radiante sol guiñando un ojo, y la otra una luna menguante sobre la que reposaba una lechuza. La muchacha se rió:

– ¡La parte del sol brilla! -exclamó.-Y si fueran las once de la noche destellarían esas estrellas alrededor de la luna.

– Parece un reloj de Las mil y una noches.

– ¿Cuánto crees que me darían por él si lo vendo?

Ella lo pesó en la palma de la mano, como si tuviera experiencia en el asunto.

– Es muy original. No había visto nunca uno así. A lo mejor te pagan una fortuna.

– No creo. Es pura hojalata japonesa. Como la película.

Le hizo un gesto para que lo acompañara a la compraventa y puso el reloj sobre el mostrador de vidrio. El dependiente fichó de dos pestañeadas a la pareja, y recién entonces levantó el objeto y lo hizo balancear como si fuera la cola de una abominable rata.

– Aquí no compramos artículos robados.

El tono del comerciante aceleró la sangre del muchacho e instintivamente metió la mano al bolsillo y apretó la navaja. Pero en seguida aflojó la presión sobre el arma y para calmarse arrastró un rato las suelas de sus zapatillas Adidas sobre el parquet.

– Es un regalo de mi padre cuando cumplí la mayoría de edad.

El hombre tiró el reloj sobre el vidrio simulando un bostezo.

– Todos cuentan lo mismo. Que las medallitas de oro o los relojes tienen para ellos un enorme valor sentimental pero que se ven obligados a venderlos por una urgencia. ¿Es lo que me iba a decir?

– Me robó las palabras de la boca, señor.

El dependiente le sonrió a la chica y lo palmoteó en el hombro.

– Así sí podemos entendernos.

– ¿Cuánto me da?

– Treinta mil pesos.

– Mire que es un reloj que separa el día de la noche. Anuncia cuando son las 10 de la mañana o las 22 horas. No hay otro como éste.

– Es una separación estúpida.

– Aunque sea inútil, caballero, es una choreza que otros relojes no tienen. Es un reloj poético. De noche titilan las estrellas.

– Aquí tienes treinta y cinco, chiquillo, y agradéceme que no te pido la boleta del origen de la mercadería.

Ángel Santiago se metió los billetes en el bolsillo y aspiró hondo el soplo de viento helado que se filtraba por el turbio portal. Salieron hasta la calle y él la tomó de un brazo y la fue conduciendo hacia la plaza de Armas.

– En el portal Fernández Concha hay una cafetería donde te sirven los hot-dogs coronados con tantos acompañamientos que tienes que abrir así tanto la boca para mascarlo. Hace más de dos años que sueño con masticar uno de ésos.

– Te acompaño.

– ¿Y el cine?

– Es un rotativo. A la hora que llegues funciona.

– ¿Vas seguido a él?

– A veces. Es decir, depende…

Él le pasó el brazo por un hombro y la ayudó a cruzar San Antonio.

– ¿Depende de qué?

– Apenas te conozco. Depende de tantas cosas.

– ¿Por ejemplo de que no estés suspendida del colegio?

La chica se animó con esa excusa que le proponía y contestó con tono alegre:

– Exactamente.

El local se llamaba Ex Bahamondes y el muchacho le preguntó a uno de los doce diligentes mesoneros que hacían volar lomitos, cervezas, pollos dorados y hotdogs completos sobre la muchedumbre de clientes si acaso el ex del título podría significar que los «completos» ya no era tan buenos.

– Mejor que antes, patrón -replicó el dependiente-. Le garantizo que cuando lo muerda la salsa le va a chorrear hasta el ombligo. ¿Quiere dos?

– Yo no -dijo la muchacha.

– ¿No tienes hambre?

– No.

– ¿No te enojas sí me como uno?

– Al contrario.

Entonces, sobándose las manos y estirando cada vez más la sonrisa a medida que le iba agregando salsas y vegetales, el joven cantó su pedido:

– Un supercompleto. Ponga la vienesa larga dentro del pan, caliéntelo en el microondas, agréguele una línea de chucrut, dos terracitas de palta, un bañado de picadillo de tomates, su resto de puré de papas, y corónemelo con una capa de mayonesa surcada con una hilera de ají rojo y otra de mostaza.

Al primer mordisco, la profecía del garzón se cumplió y el fluido de mayonesa y tomate saltó sobre la chaqueta de cuero. La chica le aplicó una docena de servilletas de papel sobre el cierre metálico y lo alentó con un gesto a que siguiera comiendo. Cada cierto tiempo, Ángel Santiago anunciaba con un dedo que se disponía a decir algo, pero optaba por aplicarle otro mordisco al sándwich y, mientras mordía con apetito, parecía rumiar las palabras que diría más adelante cuando dejara de amasar la exquisita masa sobre su lengua.