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– Cualquier cosa. Pregúntele por el gusto de la mermelada.

– ¿El gusto de la mermelada?

– Claro. Si tiene sabor a fresa, durazno, papaya…

De un manotón se secó otras lágrimas que habían buscado salida por la nariz.

– ¿De qué sabor es la mermelada?

– ¿Qué importancia tiene eso?

– No tiene la menor importancia.

– Por si te preocupa, es de naranja. Amarguita. Don Nico quiere hablar contigo.

El muchacho cambió de oído el auricular, como si esa ceremonia correspondiera al nuevo interlocutor.

– La mermelada de naranja es amarguita, muchacho. Como la vida.

– La salvamos, don Nico.

– ¿Nosotros?

– No, el Caballero ahí colgado se portó. Bueno, yo hice lo mío.

– ¿Cómo así?

– Galopé y galopé hasta que le gané a la muerte.

– Cuando regreses al hospital convendría que al médico te revisara el mate. Te vendría de maravillas un encefalograma.

– ¿Qué es eso?

– Es una radiografía del cerebro donde pueden verse por dónde te patina el coco. Ya les ganamos la batalla a las bacterias, ahora tenemos que ver qué haremos con la presión.

– Eso déjemelo a mí, maestro.

– ¿Qué piensas hacer?

– Algo grande. Tan grande que ni usted, mi profesor, padrino y confidente, puede saberlo.

– Te prohíbo que hagas algo antes de hablar conmigo.

– Siento el mayor respeto y admiración por usted, pero a partir de hoy sé exactamente qué hacer con mi vida.

– Excelente. Me preocuparé entonces de tenerte un epitafio.

– A mí me gusta «Voy y vuelvo».

– A propósito de vuelta: cuando pases por el hotolito tráete también las dos chaquetas de jeans. Están colgadas. en el armario.

Ángel Santiago se dejó caer deslizándose por la columna del pilar de madera hasta asentar sus nalgas en la parva de heno. Oyó el pitido del fin de enlace al otro lado de la línea y, ausente, le extendió el artefacto a Charly de la Mirándola. Éste lo miró con intensa severidad y su cuerpo rechoncho se balanceó incómodo para evitar la bosta de un caballo.

– ¿Qué le pasó ahora, joven?

– Nada, don Charly.

– ¿Y por qué crestas sigue llorando, entonces?

TREINTA Y TRES

Las primeras sombras caen rápido en Santiago. Alguien entra al almacén de la esquina y al salir está oscuro. Los viernes por la tarde, los ricos que tienen casa en la playa parten a la costa temprano. Las esposas y los niños esperan en los negocios o las oficinas con las mochilas de los escolares listas y bolsas del Jumbo con comestibles para el fin de semana.

Entre Santiago y el océano Pacífico hay apenas dos horas de viaje. Los pobres se quedan pululando en el centro, nimbados por el smog. Soportan los balazos de los tubos de escape y se inclinan ante el feroz manto gris de las calles. Esa niebla los induce a citas clandestinas con hembras de senos largos y faldas cortas en bares mal calefaccionados que huelen a vino áspero o bien a jugar dados y naipes con los amigotes del colegio o de los viejos barrios. Los santiaguinos se aferran a esas relaciones antiguas. En el camino de la vida, la dictadura convirtió la incertidumbre de las nuevas amistades en probables umbrales de traición.

Ese atardecer, Santoro se llevó otra vez a casa las llaves de la celda con doble reja donde fingía que estaba castigado Rigoberto Marín. «Hasta nueva orden, la condena es a pan, agua y silencio», había dispuesto con mueca agria. Esperó fumando con desgano un último cigarrillo y timbró su tarjeta de salída justo a las siete.

Con el cuello del abrigo subido, enfrentó la helada que siguió al día de tantos trechos azules. Después de una mañana iluminada de sol, las tinieblas en Santiago son gélidas, con el reflejo de los neones en las caras de los obreros que vuelven a casa arrumbados y exangües en las micros.

En una de aquellas micros trepó el alcaide tras comprar La Segunda en el quiosco de la esquina. Entre los sobresaltitos del asfixiante vehículo, sólo pudo fijar la vista en algunos titulares: agentes del gobierno eran investigados sobresueldos ilegales, Chile conseguía triunfos internacionales en tenis, acaso Marcelo Salas el Matador tierarido de Italia a Buenos Aires, una ex reina de belleza se presenta candidata de los derechistas para la alcaldía del elegante balneario.

Varios de los pasajeros tosían o estornudaban a la vez pero nadie se atrevía a abrir una ventanilla. Preferían un contagio que el hielo de ese aire purulento.

Ese que viajaba en el asiento del fondo, en el barrio más largo, el único que está después de la bajada aquel en el que caben apretujados hasta seis personas, el recibe con mayor impacto las caídas en los hoyos de la avenida, el lugar donde los pasajeros no tienen cómo sujetarse cuando los neumáticos pelones frenan en las calles raidas y ruedan por el pasillo si están distraídos, ése, uno ellos, uno de esos seis, justamente el que se cubría la cabeza con un jockey de cuero y orejeras y se envolvía la mandíbula en una raída bufanda de alpaca peruana marca Arequip ese mismo individuo que asediaba al alcaide con expresión, torva y sabía recoger diestro los ojos hacia el piso cuando el funcionario miraba hacia atrás, ése, ése era Ángel Santiago

Las rodillas apretadas para caber en el rincón, recorrió la lengua untando los labios con saliva mientras la boca se le iba poniendo más seca a medida que la micro avanzaba hacia el poniente, y luego rumbo a Independencia, y finalmente. llegaba a la calle Einstein, y frenaba un rato para permiitirle al alcaide bajar en la esquina de la carnicería Darc.

Los faroles de aquellas calles antiguas y deterioradas apenas diluían las penumbras, y los dos hombres, separados por un largo trecho, se internaron en la avenida central hasta tomar a la izquierda un pasaje menor. La postura de ambos difería: grande, cansino, más ancho en su abrigo de piel de camello, el alcaide avanzaba como si bostezara. Iba pensando en sacarse los zapatos, calzarse las pantuflas, brindar con su mujer por el fin de semana con un vaso de vino tinto, y cabecear una ínfima siesta mirando la telenovela de la Televisión Nacional. Así esperaría la cena y acaso tuviera que darle autorización a sus hijas adolescentes para que fueran a sus fiestas de weekend, y enfatizar que las quería antes de la una de vuelta en casa.

El otro hombre no se desplazaba con tamaño olvido y naturalidad. La cabeza más gacha de lo necesario para que el jockey de cuero le cubriera la nariz, iba buscando la línea junto a la pared donde las sombras protegían su clandestinidad. No podía dilatar más esa caminata, pues el alcaide doblaría en la próxima calle, avanzaría por ese callejón de tres árboles, y en un santiamén estaría introduciendo la llave en la casa azulina. Aunque temía que acelerando el Paso podría llamar la atención de su víctima, decidió confiar en sus muelles zapatillas de basketball, y tras cerciorarse de que no había nadie al alcance, saltó felino sobre el hombre antes de que tomase el último recodo.

Se arrancó de un tirón la bufanda que lo cubría y ocultaba, y tirándola por sobre Santoro como un chicotazo de sombra, como un sorprendente murciélago, frenó su marcha sin dar tiempo a que el alcaide alcanzase a defenderse de la brutal presión con que comenzó a estrangularlo. La asfixia lo dejó indefenso y levantó los ojos despavoridos hacia el muchacho, queriendo gritar «perdón» y logrando sólo un barboteo ininteligible.

De rodillas junto al joven, piso todas las Palabras que no pudo decir en la súplica de sus ojos. Ahora el muchacho había dejado caer el jockey, y el rebelde pelo castaño que lo hacía lucir como un ángel de estampas parroquiales se le derramó encima de los hombros. Al sentir que el alcaide se desvanecía, optó por soltar la presión, y le metió la mano por debajo de la chaqueta, le sustrajo la Pistola que cargaba en la cartuchera sobre el corazón. La tiró lejos y el arma hizo un ruido metálico al chocar contra los fierros del desagüe. Ahora podía mover al hombre, casi inconsciente, con la destreza que cambiaba el rumbo de su caballo. Lo arrastró, como si la bufanda fuera una brida, hasta apoyarlo en el tronco del árbol sin hojas.