– Falta su resto, amigo -dijo, disponiéndose a seguir alegremente su tranco hacia el hotel.
El cuidador abrió la puerta trasera del coche y le hizo un gesto conminatorio de que entrara. Tras obedecer y tomar asiento, identificó a su lado a la recepcionista Elsa.
– ¿Te acuerdas de mí, chiquillo?
– Claro que sí, la nochera.
– ¿Y qué es de Elena Sanhueza?
– Ése era el nombre falso de mi novia. Está bien, recuperándose de un accidente en la Asistencia Pública. ¿Para qué querían que subiese al auto?
– Aquí nadie nos ve -dijo el cuidador.
– ¿Y qué tiene que nos vean?
El hombrecito se hundió el sombrero hasta las cejas como si al decir la frase se pusiera en evidencia.
– Una vez te vi salir volando del primer piso y caíste vivo.
– Fue una broma de Vergara Grey.
– Ahora queremos evitar que salgas volando del primer piso, pero muerto.
El muchacho se frotó las rodillas y quiso vislumbrar la escena alrededor del hotel a través del vidrio empañado. Elsa se preparó un cigarrillo, abrió una franja la ventanilla y exhaló por allí la primera bocanada.
– Dentro del hotel hay un caballero, no muy distinguido, que te anda buscando para matarte.
– ¿A mí?
– A ti o a Vergara Grey. No he llegado tan lejos en mis investigaciones. Tú me eres bastante indiferente desde que vapuleaste a Monasterio. Pero tú también eres la pista a través de la cual el caballero puede llegar a Nico. Y ése sí que sería un funeral al que no me gustaría asistir.
– ¿Quién es el tío?
– Dice que se llama Alberto Parra Chacón, pero no es su nombre.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¡Bah! Cuando tú entraste por primera vez al hotel sabía perfectamente que no te llamabas Enrique Gutiérrez.
– Usted me puso ese nombre.
– Les pongo ese nombre a todos para no olvidarlo ni entrar en contradicciones si algún día me interroga la policía. También a Alberto Parra Chacón lo inscribí como Enrique Gutiérrez.
– ¿Y si alguien lo llama por teléfono?
– Eso es problema de Gutiérrez y del que llama, no mío.
Ángel Santiago sacó una peineta de su mochila y aprovechó el espejo retrovisor para darse un par de manos en la melena.
– ¿De dónde sacó que ese tío nos quiere matar?
– Una deducción muy simple. ¿Por qué un hombre toma la habitación vecina a la de Nico? ¿Por qué desde que entra no sale de ella y está echado en camiseta sin mangas sobre el sofá con una Browníng calibre 38? ¿Por qué cuando mandé a la mucama a hacer la habitación de Vergara Grey salió despavorido al pasillo con el arma en la mano?
– No sé de nadie que me quiera matar, señora Elsa.
– ¿No le has comentado a alguna persona lo que preparas con Vergara Grey?
– Todo el mundo cree que preparo algo con el profesor, pero él ya no quiere guerra. Lo único que desea es vivir como un jubilado con su familia.
– Conozco bien a Teresa Capriatti y sé que si no le lleva plata a la casa no va a volver a entrar allí.
– ¿Pero adónde la llevan todas estas reflexiones?
– A lo siguiente: Alberto Parra Chacón es alguien que quiere o matarlos o participar en el Golpe.
– ¡¿Qué Golpe, por la cresta!
– Si muestra pistola es porque sabe que lo que ustedes están preparando requiere, además de robaburros y artistas de la ganzúa, cojones para matar, si es necesario. Debe de saber que el Golpe no es cosa de mariquítas.
– Por decirme eso mismo casi estrangulo a su amante, doña Elsa.
– Lo digo en un sentido figurado. Me consta que le diste una paliza en la cama a la señorita Sanhueza. Pero si el Flaco no fuera un ladrón, la víctima que busca tendrías que ser tú.
– ¡Yo! Lo único que tengo en mi prontuario es haberme robado un caballo. Nadie me va a matar por eso.
– ¿Y la colegiala?
– No entiendo.
– La muñeca que te estás vacilando, ¿no tendrá otro amante, por si acaso?
– Doña Elsa: ¡las telenovelas le tienen comido el coco!
– ¿O un padre que quiera vengar el honor de su hija?
Ángel Santiago apretó la manilla del auto y la abrió con furia.
– Voy a sacar un par de cosas de don Nico de la pieza.
El cuidador de autos se le cruzó en el camino impidiéndole que avanzara. Con un llavero de control remoto hizo saltar la tapa de la maletera.
– En esa valija están todas las pilchas de Vergara Grey.
– ¿Por qué?
– No queremos que el maestro entre en el hotel y el gángster le haga daño. Y a ti tampoco. Si sabes dónde está, llévale sus cositas.
El joven se frotó algunos segundos los párpados y quiso recapitular en ese relampagazo lo que había sido su vida insomne en las últimas cincuenta horas. ¿Lo querrían así sus ángeles o debía mandar al carajo a esa vieja mitómana? Dejó entonces que la boca hablara antes de que se pronunciara la razón.
– Está bien. No entraré al hotel. Yo le llevo la valija.
El cuidador la levantó de la maletera, se la pasó, y simultáneamente hizo una señal a un taxi para que frenara. La sonrisa del hombrecito reveló esta vez que le faltaba el canino derecho. Igual que un comediante actuando el rol de portero de un hotel de lujo, Nemesio Santelices abrió la puerta del taxi, introdujo la maleta y luego a Ángel Santiago tomándolo del codo. Después puso la mano en el bolsillo de la chaqueta, produjo dos billetes de mil y se los enterró en la palma de la mano.
– Me estaría debiendo cuatro lucas, concha’e tu madre.
TREINTA Y CINCO
Hay discusiones acerca de si la idea original fue de Vergara Grey o de Ángel Santiago. No cabe duda, sin embargo, que ambos planes fueron desarrollados en la Academia de Ballet Coppella, una vez que su propietaria y docente resultara estimulada con un honorario de treinta mil por el mes corriente y otro por parecida cantidad a cuenta de las deudas originadas por Victoria Ponce en el trimestre anterior.
La sorpresiva aparición de ese patrimonio hizo que la dama, quien se presentó ante don Nico, con golpes de pestañas dignas de una vampiresa, como Ruth Ulloa, proporcionara a los socios sendas colchonetas, par de frazadas, y hasta una lamparilla que ambos declararon necesitar para estudiar el plan en la noche.
Por cierto, la bien mantenida ex bailarina fue puesta en conocimiento por los dos varones del plan A, visible para quien quisiera fisgar sobre la mesa de arquitecto que a título de préstamo aportó el arquitecto Charlín del estudio vecino, pero se le mantuvo en riguroso incógnito sobre el plan B del Enano Lira, que incluía parcial movilización en los eficientes ascensores de origen alemán marca Schendler.
Victoria fue depositada -«a plazo», le dijo seco Ángel Santiago a la viuda Ponce- en la humilde casa de la madre, quien no reaccionó con ningún tipo de sorpresa ni de alarma cuando vio bajar del taxi a la colegiala acompañada de un hombre de bigotes grises pespuntado por canas y a un jovenzuelo hiperkinético y arrogante, quien fue hasta la pieza de la muchacha como si le perteneciera.
Preguntada la señora sobre si había notado la ausencia de su niñita en los últimos días, replicó que en efecto, a la hora del desayuno, había advertido que la sopa de minestrones que le había aliñado con perejil para la cena de la noche anterior seguía sin consumir en el microondas.
Vergara Grey le expuso que Victoria había tenido un pequeño desmayo, que él la había recogido en la calle y llevado al hospital, que había pasado una noche en observación, que no era nada grave, y que ahora iba a quedar un par de días en reposo antes de que se recuperara plenamente. La madre quiso contar algo de la fatídica historia que pesaba sobre la familia pero fue detenida por el joven y cambió de discurso, opinando que su hija padecía de anorexia, enfermedad que afecta a las bailarinas y a los jinetes, quienes deben mantenerse en los huesitos para rendir profesionalmente.