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– El Charly le tiene confianza.

Un ordenanza le llevó al uniformado su paila de jamón con huevos revueltos, y tras echarle abundante sal, se la fue sirviendo con alegre apetito. Le indicó al joven una banana sobre el escritorio:

– Sírvasela.

– Gracias, mi cabo. Ya desayuné.

Después de algunas cucharadas que culminó limpiándose con una toallita Nova, el carabinero se echó satisfecho sobre el respaldo del asiento y miró amable al muchacho.

– ¿Y qué lo trae por aquí, joven

Esa pregunta trivial y cotidiana desencadenó tal rubor en Ángel que sintió que sus manos comenzaban a mojarse por la súbita transpiración.

– ¿Se acuerda cuando me dijo que cualquier problema que tuviese diera su nombre?

– «Cabo Zúñiga, comisaría de Güechuraba, para servirlo.»

El joven tragó la saliva acumulada y echándose el pelo hacia atrás levantó la barbilla y dijo con tono trascendente:

– Bueno, pues, necesito su ayuda.

El oficial entendió sin más palabras que venía una confidencia, golpeó con una uña algunas migas caídas sobre el escritorio y fue a cerrar sin ruido la puerta.

– Dígame.

– Me imagino que usted, con su experiencia de ese lado de la ley, ya se habrá formado una idea de mí.

El uniformado se sentó en el borde del escritorio y cruzó los brazos.

– En primer lugar, que usted está al otro lado.

– Rehabilitándome.

– Nadie es perfecto en este barrio, y en Chile mucho menos. ¿Y en qué puedo servirlo?

– ¡Puchacay! ¿Cómo se lo dijera pa’que entendiera?

– Anímese. Hablar no es un delito. Siempre y cuando no sea un intento de soborno -recapacitó-; ahí los carabineros somos inflexibles.

– No, mi cabo, se trata más o menos de lo contrario.

– ¿Qué sería?

– Un préstamo.

El cabo Zúñiga saltó del escritorio, cogió la banana y, mientras hablaba, no dejó de golpearla contra la palma de una mano. Sonrió casi con piedad.

– Ahí sí que la embarró, amigo. Pedirle plata prestada a un carabinero es como asaltar la alcancía de un mendigo. Tenemos los peores sueldos de Chile. Si no fuera por el seguro de salud y la oficina de bienestar que nos regala leche Nido para las guaguas, más nos valdría ser cesantes. Participaríamos en las protestas tirándoles piedras a los pacos.

El hombre se rió con franco buen humor y, envalentonado por esa buena racha, Ángel Santiago buscó su proximidad y le dijo, confidente:

– En verdad no es un préstamo en metálico. Se trata de una ayuda que sólo usted puede darnos.

– ¿Darnos?

– Humm

– ¿Es una historia larga?

– Si tuviera la bondad de escucharla con paciencia…

– ¿Tan larga que mientras me la cuenta podría comerme el plátano?

– Un cacho entero de bananas.

– Voy a escucharla, pero si me aburro lo corto.

– De acuerdo.

– ¿Cómo se llama ella?

– ¿De dónde se dio cuenta de que se trataba de eso?

– Cachativa policial. ¿Nombre?

– Victoria Ponce.

– ¿Edad?

– Diecisiete años.

– ¿Prontuario?

Ángel hizo rodar un cigarrillo entre los dedos, y aflojándole así un poco el tabaco, fue hasta la ventana, miró la cordillera, y tras pedir fuego contó la historia de la muchacha sin omitir detalle. A las diez llevaba quince minutos de relato y pudo advertir que el carabinero estaba tan inmerso en éste que cuando sonó el teléfono dijo brusco «que llamen más tarde», y colgó de un hachazo.

Siguiendo esa intuición que le inspiraba la visión del cielo abierto, las nubes deshilachadas por la brisa y el rodar de las carretelas en el empedrado rumbo a La Vega, hizo una síntesis completa de su vida desde la salida de la cárcel, omitiendo dos puntos que no concernían en absoluto a su petitorio: el Golpe de Lira y el bufandazo propinado la noche anterior al respetable alcaide de la Cárcel Central.

En los tres últimos minutos, bajando aun más el tono confidencial, entró a terreno dinamitado, y le planteó la petición, diciendo que si bien no esperaba de él una reparación institucional para la muchacha -«de eso se encargarán tarde o temprano otras generaciones o las leyes»- sí quería su ayuda para el éxito de su proyecto en el nivel de su sencillo corazón de chileno uniformado, de abnegado servidor público y de padre de familia.

Cuando el joven terminó su discurso, el cabo Zúñiga había adelantado los labios y los tenía unidos fuertemente con dos dedos, en señal de meditación. Su mirada se perdió en la muralla como si tratara de descifrar alguna figura en la mancha café producto de la humedad. Deshizo su postura y revisó la posición de todos los objetos que tenía en el escritorio. Al descubrir la cáscara de la banana, de un solo manotazo la hizo aterrizar en el papelero.

– ¿Y? -se animó finalmente Ángel, hablando como si estuviera en puntas de pies.

El cabo Zúñiga dispuso de medio minuto para abrocharse un botón más apretado el recio cinturón reglamentario, y luego dijo con una sonrisa sin alegría:

– Vamos a dejar la cagada.

TREINTA Y SEIS

Vergara Grey fue directo a la sala de profesores del liceo y estuvo describiéndole el plan A a la profesora de dibujo, quien aceptó encantada participar, siempre y cuando se le permitiera tomar más iniciativas que las propuestas; a saber, dibujar las tarjetas de invitación con una Gabriela Mistral, alta y ruda, bailando hacia el sol. Ella iba a poner las cartulinas, el papier maché, los materiales gráficos, los sobres de Librería Nacional, las estampillas de Correos de Chile _«no hay tiempo para eso, maestra, ni aun por expreso llegarían a sus destinatarios»-, «y hablaré personalmente con el crítico de El Mercado para que asista».

La tarjeta, se expresó obviamente la maestra de arte y no el lego Vergara Grey, debería ser una cosa de trazos luminosos, como por ejemplo La paloma de Picasso, algo que en la dinámica de unas pocas líneas sugiriera un poema que baila. Sin más, procedió a rayar tres ejemplos en su cuaderno de croquis, y tras la aprobación encandilada del ladrón se decidió por el «proyecto uno» y se comprometió firmemente a tener listo el envío para su distribución vía courier -término inexistente en el registro del hombre en un par de horas.

Puesto que la fotocopiadora de color costaba una fortuna para una futura cesante, la maestra preguntó si Vergara Grey no podría poner a su disposición un pequeño fondo, que llamó «caja chica», con objeto de cubrir algunas de sus expensas. Elocuente, quien le encomendaba la artística y fraternal misión se dio vuelta los bolsillos sin que cayera otra cosa que el boleto del autobús con que había llegado hasta el liceo. Buscando un buen pretexto para abordar a Teresa Capriatti y contribuir a acercarla a Vergara Grey, la cajera Elsa se hizo con la chequera del socio Monasterio y la alivió de un cheque por cien mil pesos sin tener certeza de si la suma tendría o no respaldo bancario. Esta vez fue en taxi hasta la casa de la mujer, y con la esperanza de que la invitara a sentarse, compró algunos dulces chilenos, entre otros, príncipes, que se complementarían de maravillas con el eventual té al que la hostil esposa de su amigo debería, hospitalaria, ofrecerle.

Adjunto al cheque llevaba la invitación: la señora Sanhueza había agregado sobre el nombre Teresa Capriatti un espolvoreado de oro semejante a aquel con que untan la curva de sus senos las vedettes. Puesto que las otras invitaciones, incluida la suya, carecían de ese aditamento, la cajera dedujo que el Nico se había ido de confidencias sentimentales con la artista.

Tras tocar el timbre y olerse en mitad del pecho, hizo su aparición en la puerta del departamento Teresa Capriatti, quien abrió apenas un hilito y emitió con desgano la siguiente cortesía:

– Ah, es usted.

La mujer no se amilanó, extrajo de su bolso atigrado la obra de arte y se la mostró por el deslumbrante lado de la carátula.