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– Vergara Grey le manda esta invitación.

Su esposa le dedicó una mirada con los labios férreamente fruncidos y luego alzó la vista.

– Explíqueme.

– Son buenas noticias. Su Nico ha conseguido trabajo como promotor de espectáculos. Se ha transformado en una suerte de agente de artistas.

– A juzgar por el polvo de estrellas con que cubrió mi nombre, debe de traficar con aspirantes a vedettes frívolas. Esas que bailan con una estrellita de oro en las puntas de los pezones y una pluma de cisne en el poto.

– Teresa, usted sabe que Vergara Grey es un hombre sobrio. Se trata nada menos que de baile clásico.

– ¿Qué entiende él de eso? Un día me llevó a ver El lago de los cisnes y tuve la impresión de que le hubiera dado lo mismo que lo bailaran patos.

– Esta vez se va a llevar una sorpresa. Se trata de una coreografía inspirada en Gabríela Mistral.

– «Piececitos de niños, azulosos de frío. ¿Cómo hay quien os ve y no os cubre, Dios mío?»

– Me gusta más la versión de Nicanor Parra.

– No la conozco.

– «Piececitos de niños, azulosos de frío. ¿Cómo hay quien os ve y no os cubre, Marx mío?»

– ¿Y para traerme esta cursilería se tomó la molestia de venir hasta aquí?

La cajera acarició con fingida modestia el cierre de su carterita con motivos de tigresa y dijo como avergonzada:

– No. Es que también le traigo un cheque.

– Pase -dijo Teresa Capriatti abriendo la puerta.

Una vez en el living room apareció el paquete con los pastelillos, y la dueña de casa se retiró un minuto a la cocina a calentar el agua para el tecito. Elsa hizo uso de esa tregua para estudiar las paredes del cuarto con atención. Una vuelta en redondo le reveló que la presencia de Vergara Grey había sido meticulosamente expurgada de ese salón. En los días de gloria, lucía sobre la pared de leve amarillo una impresionante foto de Teresa y Nico el día de la boda, acompañados nada menos que por el cardenal de entonces, un santo hombre que tenía relaciones familiares lejanas con la novia, pero que ésta consiguió acercar, implorando una bendición, que a todas luces no tuvo efecto sobre su matrimonio.

Cuando vino de vuelta con las dos tazas de té, sacaron los príncipes del paquete y los mascaron sin darle mucha importancia a las migas azucaradas que cayeron sobre la alfombra.

– Teresita…

– Odio que me llame así.

– Perdone. ¿Se acuerda que hace años nos tuteábamos?

– No hay nada de ese período que extrañe ni que quiera reivindicar ahora. ¿Me habló de un documento?

– Sí, claro que sí -dijo Elsa, como si lo hubiera olvidado. Pero a pesar de esta afirmación, no abrió la cartera, igual que si una idea extravagante que no quisiera reprimir la urgiera a distraerse-. Sabe que Vergara Grey la ama con locura, ¿cierto?

– Ésas son frases para adolescentes. Lo que caracteriza a alguien que ama es que es capaz de mantener dignamente a su familia. Yo he comenzado a hacer costuras. Me da vergüenza. Imagínese: «Teresa Capriatti, costurera.»

– Es que usted no le deja salida.

La mujer estuvo a punto de retirar sus palabras antes de que sonasen, pero algo le dijo que todo el esfuerzo de su acción valdría un rábano si no hablaba ahora que ya estaba en la madriguera del animal. Con todo, bebió un sorbo de té, mientras su última frase aliñaba la curiosidad de su interlocutora.

– ¿Qué quiere decir?

– Vergara Grey está torturado por una gran contradicción. Cuando estaba en la cárcel soñaba con vivir a su lado, y ahora que está en libertad usted no se lo permite.

– No veo ninguna contradicción. En ninguno de los dos casos contó conmigo. Ni ahora, ni antes.

– ¡Pero le exige que la mantenga!

– ¡Qué menos! Si tiene un cheque para mí, pásemelo.

– Usted sabe que el Nico es capaz de hacer un Golpe genial. Todo el mundo en el ambiente lo espera. Pero se contiene nada más que, porque si fracasa, volvería a la cárcel y usted no querría verlo nunca más. Pero si tiene éxito, sus apreturas económicas tendrían fin.

– ¡Por Dios! Desenrédese, mujer.

– Más claro echarle agua. Mire, Teresa, lo único que puede hacer Vergara Grey hoy en día es dar un Golpe maestro. Nadie le va a ofrecer ni un trabajo de junior a los sesenta años. Tampoco, con su prontuario, puede irse a ofrecer a Canteros para su equipo de guardias de seguridad.

– Está bien. Pero ahora es representante de artistas.

Elsa extrajo el cheque y le puso con actitud desafiante la cantidad delante de los ojos.

– ¡Cien mil! -exclamó Teresa-. Pero si con eso no me alcanza ni para el alquiler del mes.

Elsa se puso de pie dispersando con el barrido de una mano las migas que manchaban su falda.

– Tome decisiones, amiga.

– Encantada. Pero ¿cuáles?

– Dele una pizca de ternura, y ese hombre irá al fin del mundo por usted. Pase lo que pase, no tiene nada que perder, Si él muere en la acción, dejará de verlo para siempre, pero como de todas maneras nunca lo ve, todo seguiría igual. Si va a dar a la cárcel, puede privarse de la obligación de visitarlo, cosa que ya hizo durante estos años, e insisto, todo seguiría igual. Y si triunfa, el dinero le llegaría a raudales, y como todo el mundo sabría que ese Golpe no pudo sino haber sido hecho por Vergara Grey, tendría que pasar a la clandestinidad, usted no lo vería nunca, y otra vez la misma conclusión: todo seguiría igual, pero con plata para sus necesidades.

La dueña de casa dudó un momento entre la incomodidad de que alguien la aconsejara sin su autorización y el deseo de hallar soluciones para tanta precariedad.

– Usted sabe que durante todos estos años no he tenido otros hombres. Ni siquiera un amante ocasional.

– Su mérito. Pero también el de Nico.

– ¿Qué quiere decir?

– Encontrar a un ser humano como él en estos días es imposible. Cualquiera luciría como un monigote frente, a su recuerdo.

– Fue un buen amante. Pero la fiesta duró hasta que se acabó.

– Eso lo dice su orgullo. Pero quién sabe qué diría su corazón si lo dejara hablar.

– No sé qué diría mi corazón, pero sí lo que díce la boca. Váyase de aquí, Elsa.

La cajera, de todas maneras, ya había avanzado hacia la salida. Miró con algún interés los dos príncipes que imploraban atención sobre la mesa, mas se contuvo, pues hubiera sido grosero llevárselos de vuelta.

– ¿Va a venir al ballet?

– No creo.

– Está bien. En todo caso, no rompa la invitación. El detalle del polvo dorado se le ocurrió a Nico para halagarla.

– ¿Qué hago, Elsa?

La cajera tamborileó sobre la manilla de la puerta dando por primera vez señales de fastidio.

– Desenrédate, Teresita Capriatti.

Al tercer día de estar encerrado en la pieza del hotelucho, Rigoberto Marín tuvo la convicción de que algo no funcionaba de acuerdo a sus planes. Aprovechando que la rnucarna que limpiaba la pieza de Vergara Grey había descendido a la recepción para contestar el teléfono, se introdujo a su habitación y de dos o tres zarpazos abrió el armario, dio vuelta el colchón y se puso debajo del catre a palpar el piso por si hubiera alguna tabla floja que sirviese de escondite.La habitación estaba vacía como estadio en día de semana. Al palparse la barba crecida, observó que en el baño no había ni una hoja de Gillette ni espuma para afeitarse.

Alguien había evacuado a Vergara Grey y al Querubín en un momento de sopor. Era un cuarto en el primer piso. Aunque estaba seguro de haberse mantenido alerta día y noche con la lucidez de un búho, perfectamente el ajuar de Vergara Grey podría haber sido sacado por la ventana.

De probarse esta conjetura, correspondía dejarle una cicatriz a la recepcionista como premio por su diligencia y su intuición. ¿Lo habría reconocido a pesar de sus nuevos atuendos y de su falso nombre? No era imposible, pues si la madame era adicta al viejo ladrón podría tener el dossier completo de prensa del maestro, y en esas mismas páginas no le habían mezquinado a él ni fotos ni espacio. Rigoberto Marín era el sello perverso de la cara risueña de la moneda Vergara Grey.