– ¿y cómo te mira la gente?
– A veces hay gente que te mira raro.
– ¿Y nunca te pasó nada que yo no supiera, algo que preferiste no contarme?
– Hubo algo… Pero pasó hace diez años…
– ¿Qué fue?
– ¿Qué te importa todo eso?
– ¿Qué pasó, Mabel?
– Tiraron un balde de mierda sobre la puerta.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¡Tener que tragarme limpiar esa cagada y además sufrir el dolor de apenarte a ti! ¿Y justo un mes antes de que naciera Rubén?
– En la tele dicen que el país está reconciliado. ¿Tú crees eso?
– No, Arnoldo. No creo eso.
– Entonces, ¿qué falta para que nos reconciliemos?
– Gestos. Gestos de los militares que muestren arrepenntimiento.
– ¿Y los carabineros?
– Los carabineros también.
– Entonces -Zúñiga se levantó de un salto y corrió la cortina justo cuando se oyó el cacareo del gallo del vecino-, si yo hago un gesto hacia una persona que sufrió mucho por culpa nuestra, tú no te enojarías conmigo.
Su esposa también saltó del lecho y fue hacia él alarmada.
– Tú no vas a hacer nada de nada, ¿me escuchas?
– Así que predicas, pero no practicas.
– ¿Qué vas a hacer?
– Ponerme en claro conmigo mismo.
– ¡Te van a echar!
– No tienen por qué enterarse.
– Si se enteran, te echarán.
– Busco algún otro trabajo.
– ¡Medio mundo está cesante! ¿Qué te da tanta risa?
– La vida, la vida me da risa. Es como un partido de fútbol. Puedes estar los noventa minutos metido en el área del rival y nunca te cae la pelota. Y de repente viene un corner, el balón te aterriza prácticamente en la frente, y tú todo lo que tienes que hacer es golpearlo un poquito con la cabeza y meterlo adentro. Así de sencillo: gol.
La mujer lo prendió de la camiseta y uno de los botones saltó hasta el piso. Él quiso recogerlo, pero ella lo sujetó con determinación.
– ¡Toda la vida andas con los botones sueltos! Cuéntame de una buena vez lo que vas a hacer.
Arnoldo Zúñiga la apartó con delicadeza y con un tono amable le dijo:
– Tomemos juntos el desayuno y te lo cuento.
Mabel retrocedió lentamente hacia la cocina.
– Tengo miedo, Arnoldo.
– No, mujer. Ya verás que es una ridiculez.
Y ahora sí se inclinó para recoger el botón, extrajo del armario hilo y aguja y se dispuso a coserlo, tal cual le había enseñado su madre.
TREINTA Y SIETE
«Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos», había cantado Víctor Jara en Te recuerdo, Amanda, y ésa fue la melodía que durante toda la tarde Ángel Santiago silbó entre dientes. Claro que ellos necesitaban un poco más: exactamente diez minutos. Tanto como se extendía la pieza musical del compositor Addis. Pero durante ese ínfimo lapso en la historia de la galaxia debería estar «todo pasando», según la expresión que habían acuñado los jóvenes en Chile en la última década.
El dinero salió de alcancías, colchones, cuentas de ahorro, recortes a la lista del almacén, préstamos no autorizados de la caja chica del bar, colecta entre los cuidadores de autos de la calle de las Tabernas, anticipo sobre el desahucio de la profesora de dibujo, visita a la casa de empeño de Vergara Grey con el anillo nupcial que otrora Teresa Capriatti había calzado en su dedo previo al beso santificado por Dios, renuncia al cine dominical de Mabel Zúñiga y vástagos, aporte de De la Mirándola, quien donó uno de los billetes azules con que apostaría por Milton el sábado, e innumerables detalles, entre los que acaso habría que destacar el obsequio de corbatas de seda italiana al elenco masculino de la conspiración que hizo la deliciosa viuda Alia Chellew en su tienda de Providencia.
El elenco se reunió en el café Poema de la Biblioteca Nacional, donde todos posaron de fanáticos lectores hasta que a las diez de la noche Vergara Grey pudo constatar que no faltaba ninguno de los cómplices y comensales. El viejo profesor de delitos les había encarecido elegancia y puntualidad, y nadie había defeccionado.
Fue decidido hacia la columna del fondo. Allí se apoyaba Victoria Ponce con el espinazo muy vertical, la cabeza erguida, una pierna cruzada sobre la rodilla de la otra, en la posición del cuatro que le exigen a la gente para saber si pueden conducir el coche aun después de haber bebido mucho: el rostro limpio, ni una gota de maquillaje, sólo la tenaz palidez herencia de su reciente enfermedad.
– ¿Te sientes bien, chiquilla?
– Maravilloso, Vergara Grey.
– ¿No crees que después de todo lo que hemos trotado juntos ya podrías tutearme y llamarme Nico?
– Por ningún motivo, maestro. Me gusta pronunciar su apellido y mantener el respeto del usted. Vergara Grey suena como el nombre de un político, o de un filósofo. Así como Ortega y Gasset.
– Mi familia está vinculada a la inventora del teléfono Miss. Grey. Pero le robaron la patente en secretaría.
– ¿Cómo seguimos de aquí en adelante, profesor?
– Es tu vida. Después, nosotros tenemos que poner en marcha la nuestra.
– ¿Quiénes?
– Ángel Santiago y yo.
– ¿Dan el Golpe?
El hombre miró alrededor cauteloso y volvió severo a la muchacha.
– Una cosa después de la otra. Si sale bien la chilindririada de esta noche, a lo mejor lo interpretarnos como una buena señal.
– ¿Cuánto falta?
– Cinco minutos.
Ángel Santiago dio la orden de salir a calle Moneda y caminaron hasta Mac Iver, siguieron hacía San Antonio, doblaron en dirección a Agustinas y allí, a media cuadra, divisaron el radiopatrulla de la comisaría de Güechuraba con las luces de señalización parpadeando y la sirena del techo tirando ciclos rojos sobre el asfalto húmedo.
En cuanto el grupo se juntó con el cabo Zúñiga, éste desenfundó ante todo el mundo el revólver de su cartuchera, y fue el primero en hacer su entrada por el acceso de artistas seguido de los invitados, que se anudaron compactos en torno a Vergara Grey. Cuando el carabinero puso el revólver a centímetros del guardián, Ángel palpó el arma del alcaide Santoro en su bolsillo y decidió fulminantemente que no vacilaría en usarla llegado el caso.
– ¿Qué pasa? -preguntó el funcionario, haciendo ademán de coger el teléfono.
– Mientras menos pregunte, más rápido nos iremos.
Vamos a allanar el teatro.
– ¿Allanarlo?
– íbamos a hacerlo hace una hora, pero decidirnos esperar que saliera hasta el último espectador de la vermouth.
– ¿De qué se trata?
– Tenemos información de que entre el público que había hoy en la ópera se encontraban dos terroristas.
– ¡No me diga!
– Y nos consta que pusieron una bomba para volar el Municipal. Nosotros venimos a desarticularla.
– ¡Qué horror, mí teniente. ¿Y por qué alguien querría atentar contra este templo del arte?
Ángel Santiago se adelantó y expuso convincentemente el revólver a centímetros de la nariz del guardia.
– Justamente porque hay personas que sienten que la que aquí está ocurriendo es una profanación. Una ópera,, sobre ese bandido chileno, Joaquín Murieta, que nos desprestigió en Estados Unidos, escrita por el comunista Pablo Neruda, compuesta por el comunista Sergio Ortega, etcétera. ¿Me entiende?
– ¿Y usted quién es, joven?
– Detective Enrique Gutiérrez, de la Brigada de Homicidios.
Se tocó la chaqueta una fracción de segundo para que el guardia no alcanzara ver que bajo la contrasolapa no había más que el carnet falso de la Schendlen
– ¿Y qué debo hacer ahora?
– Usted y el personal, ponerse a salvo. ¿Quiénes quedan aún?
– El técnico de la caseta de iluminación, los acomodadores, el personal de limpieza.