Los vidrios del local estaban empañados y la aglomeración de funcionarios haciendo su pausa de almuerzo abrumó la atmósfera de un calor sofocante.
– Necesito aire -dijo la muchacha.
El joven compró dos cartones de leche y atravesaron la calle hacia la plaza de Armas. Se tendieron sobre los bancos de madera y reclinaron los pies sobre sus respectivos bultos: él la mochila con sus pertenencias traídas de la cárcel, ella la cartera con los útiles, libros y cuadernos escolares.
Ella se abrió el abrigo exhibiendo un uniforme liceano con una insignia indescifrable sobre el jumper.
– ¿Desde cuándo haces la cimarra
– Desde hace un mes. Me echaron del colegio y todavía no me atrevo a decírselo a mi madre.
– ¿Y qué haces?
– Me levanto en las mañanas, hago como que voy a clases, doy vueltas por aquí y allá hasta que abren los cines rotativos. Después veo una o dos películas y vuelvo a casa.
El joven consideró con el entrecejo fruncido la posibilidad de que la lluvia se desatara. Todas las nubes encima eran negrísimas: algunas compactas y abultadas, otras deshilachadas y veloces.
Ella también subió la mirada y aprovechó para peinarse la cabellera con los dedos. Cuando bajaron los ojos, se encontraron en una súbita intimidad. Ella le sonrió, y él estimó atractivo y viril no hacerlo. Simplemente le mantuvo la mirada mientras se apartaba el agua de la frente.
Se llevaron simultáneamente los cartones de leche a la boca, y al beber, un relámpago se desprendió entre las nubes y un feroz estruendo rodó por el cielo. Ambos levantaron la vista hacia esas nubes hostiles, volvieron a mirarse a los ojos y saborearon sus leches como si estuvieran en un primaveral picnic campestre. Ella se limpió con la manga del abrigo la blanca estela que quedó sobre sus labios simulando un bigote, y al advertir que también el joven tenía su nariz embadurnada, se la secó con un dedo.
La lluvia irrumpió con goterones y la chica hundió los hombros, refugiándose en sí misma. Él no le prestó atención al agua que caía y recibió la gracia del sorbo blanco que inundaba su estómago como una bendición.
– Esto es lo que soy -le dijo a la muchacha-. Soy absoluta y totalmente este momento. No tengo casa ni amigos, ni un pasado, ni nada que quiera recordar, ni dinero, pero sé que seré feliz. Soy un estómago con un delicioso supercompleto alojado en mis entrañas, y ésta es mi ciudad de hielo y barro. ¿Cómo te llamas?
– Victoria.
– ¿Y te dicen Vicky?
– Sí, pero prefiero que me llamen Victoria. 0 la Victoria; es más alegre.
Ella miró hacia el cielo, secándose el líquido que se le filtraba por la nuca. Al bajar la vista, descubrió que desde el bolso del muchacho se asomaba una bufanda de alpaca marrón, y espontáneamente tiró de ella y se la puso hecha un rebozo sobre el pelo.
– Sácate eso -le dijo el joven, áspero.
– ¿Por qué?
– Porque esa bufanda está contaminada.
– ¿De qué?
Él no respondió. Se la arrebató en forma brusca y, sin doblarla, la apelotonó de vuelta en la mochila. La sonrisa de ella pareció deshacerse en la lluvia.
– Esa bufanda pertenece a alguien que desprecio. Prefiero que un río de lluvia me arrastre hasta la muerte antes que deberle un favor a esa persona.
– ¿Por qué no la tiras, entonces?
– Va a serme útil en algún momento.
Ella se arrancó el espacioso abrigo y lo puso en forma de toldo sobre el cuerpo de ambos. En esa calurosa oscuridad siguieron bebiendo los cartones de leche. Entonces ella se rió, sólo de verlo ahí tan cerca y tan serio, y se acordó de los juegos de infancia con sus primos cuando simulaban que la sábana era una tienda de indios, y ellos hablaban un lenguaje de esquimales rozándose las narices. Y cuando esa risa se expandió en el espacio tan íntimo, Santiago sintió a su vez que el vaho de ese buen humor hacía astillas la coraza de frialdad e indiferencia que le había permitido enfrentar los rigores de los últimos años, y algo espeso y mustio terminó de deshacerse en él con la velocidad de una fiebre.
Palpó la mejilla de Victoria y luego llevó la punta de un dedo hasta sus labios, se los recorrió solemne, y cuando ella advirtió que sus gestos tenían esa concentrada gravedad, paró la risa y se dejó hacer seria y expectante.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó en un susurro.
– Santiago. Ángel Santiago -contestó Ángel Santiago con un guiño.
CUATRO
Descendió poco antes de la calle de las Cantinas, pues quería ver cómo el ramo había progresado. Los departamentos de saunas, casas de masaje y bares, donde el cocktail se condimentaba con muchachas enfundadas en cuero y alguna pizca de droga, ya se extendían hasta la Costanera. Sólo lamentó recorrer esa avenida con la maleta colgando de su mano como un turista al cual le han dado mal la dirección.
La maleta llamaría la atención sobre quien la portaba, y a pesar de los cinco años de chirona, sus fotos no dejaban de aparecer en la prensa, aún dichosa ante la habilidad de sus saqueos. Una solución habría sido volarse sus intensos bigotes, pero acometer ese despojo equivaldría a amputarse el total de su virilidad. En la primera esquina, su estrategia de concederse un bajo perfil fue demolida por Nemesio Santelices, un merodeador de segundones y cuidador de autos al que le dejaban caer de vez en cuando una limosna.
– ¡Me alegra verte libre, Nico! -dijo caminando a su lado, sin intentar estrecharle la mano o abrazarlo. Le pareció muy estimulante que en el ambiente aún cada rata supiera qué tipo de efusividad se podía permitir.
– No creo que todos se alegren tanto como tú.
– ¿Por qué no, muchacho? Todos saben que cerraste la boca.
– Vergara Grey, el Mudo, ¿ah?
– El Mudo de Oro. Mientras estabas en la cárcel prosperaron los negocios. Además, Santiago es ahora una gran metrópolis.
– Me alegro por la cuenta de banco de mi socio.
– Nico, si preparas algo, cuenta conmigo.
– Busca por otro lado, Santelices. Yo me he jubilado.
En esa breve caminata, aun sin darse vuelta supo que muchas miradas aterrizaban sobre su nuca, y pudo ver que un par de transeúntes que caminaban en contra lo quedaban mirando con la boca abierta. Se despidió del acompañante llevándose un dedo a la frente, y antes de entrar al local de Monasterio, puso la maleta en la vereda, se abrió el cinturón, se acomodó la camisa, se subió los pantalones por encima de la panza, respiró profundo y se abrochó la correa eligiendo un ojal más estrecho. Aunque recién había oscurecido, la cantina de su socio estaba casi llena, y a pesar de que las muchachitas lo miraron al entrar, ninguna de esa generación de copetineras enfundadas en modelos de boutiques pareció conocerlo.
Fue a apoyarse al extremo de la barra y desde allí estudió detalles del local hasta que pudo ubicar a Monasterio dando instrucciones a la cajera Elsa. Sólo con la fuerza de su mirada consiguió que el socio levantara la mandíbula y, junto al instantáneo reconocimiento, una mancha de gravedad fúnebre le disolvió la faz. Pero en cuanto echó a caminar hacia Vergara Grey, hizo que su expresión se encendiera en una dicha teatral. Fue el más efusivo en el abrazo, y el ex convicto aceptó esa expansividad con una sonrisa cauta.
El socio apreció el elegante traje, el buen peinado, y el toque dejuventud que le daba la ironía en sus pupilas. Transformando su aspecto en modestia, Vergara Grey dijo:
– La moda cambia en cinco años.
– ¡Qué va! Estás elegante como siempre.
– Y la valija ya no cierra. Tuve que repararla con cinta adhesiva.