Que la muerte es otra cosa, delicada y sibilina, única e intransigible, sutil y profunda, fue comprobado ayer en la inmensa Soledad que la bailarina -digamos ya su nombre- Victoria Ponce. logró crear a su alrededor, una galaxia de dolor y vacío.
Lo mínimo y casi accidental -la gravedad de ese rito mistróliano entre el desorden ofensivo de utensilios de pacotilla de una ópera nerudiana- subrayó con más afecto que bombos, cornas y timbales, la secreta muerte que vamos pacientemente cultivando nuestras vidas.
Soy un simple crítico y me fue negada la elocuencia de la poesía. Si arriesgo hoy estos manotazos líricos es porque aquella fúsión imposible entre poesía y música fue lograda clandestinamente en el teatro Municipal de Chile con una expresividad corporal que tenía mucho de la obra de Maririque -«tan callando»- y toda la turbulenta quietud -disculpas por este atroz oxímoron- de la poeta Gabriela Mistral.
Que un cuerpo tan escueto sea capaz de preñar un espacio de tantas alusiones es el mayor de los méritos de Victoria Ponce, una artista que nadie ha visto y acaso nadie verá jamás y que tal vez; hoy pague la osadía de haber entrado subrepticia al escenario del Municipal en las húmedas ruinas de algún calabozo santiaguina
¿ Que le faltaba técnica? ¿ Que los brazos y las piernas, como gran parte de la danza moderna, parecían pertenecer a diferentes personas? ¿ Que la imaginación gestual era reiterativa?
Todo eso, estimados lectores, me importa un rabanito. Como dicen los jóvenes chilenos de hoy: «Me vale callampa.» Sí ésta es una pieza minimalista sobre la intimidad cotidiana de la mujer juvenil, la artista trascendió su inexperiencia y sus recursos precarios para crear algo que debe ser esencial a toda gran danza, verdad.
Dudo que la gentil adolescente, a sus tiernos años, tenga cimiento físico de esta angustia ante la muerte, el diario Apocalipsis que enfrentamos cuando somos lúcidos. Acaso conozca la muerte sólo por la lectura de la Mistral y uno que otro bolero romántico donde los hombres se afeminan y hablan de «morir de amor»
Sea como sea, digan lo que digan, ángel o bestia, la señorita Victoria Ponce me estremeció hasta las lágrimas, y confieso sin recato ni pudor haber estado entre quienes le tributaron una ovación de pie, es decir, entre los ocho o diez esperpentos que saltaron de sus butacas al terminar el espectáculo, y que tuve plena simpatía por el joven que soltó un revólver que tenía en la mano para llevar hasta la artista el ramo de flores más grande del que tenga memoria.
TREINTA Y NUEVE
Los dedos de Victoria recorren el rostro de Santiago. Sobre la ciudad se levanta leve la madrugada. Los ruidos se repliegan. Hay un silencio casi completo. Sólo de vez en cuando suena lejos la sirena de una ambulancia, o trota un caballo y su carreta con los comerciantes en frutas que llevan limones a la Vega, o la llama de la estufa a gas produce una suave explosión.
Hace varios minutos que ella repite ese gesto, como si su tacto pudiera llevarla dentro de la ausencia del joven. Está feliz en ese mutismo. Pero también quiere saber. Necesita de alguna manera que la elocuencia del silencio sea expresada en palabras, aunque no sean precisas, aún corriendo el riesgo de que la torpeza de sus labios adulteren la plenitud de ese instante y dañen la complicidad que la une a Ángel Santiago tan solemne como un anillo nupcial.
El joven se deja hacer. No aparta la mirada de ella y, sentado en posición de loto, intenta no pensar. Quiere suprimir la compulsión por proyectarse en otra parte, pero no lo consigue. El plan con el maestro Vergara Grey no lo acosa con la urgencia de otros días. No sabe cómo aclararlo, pero lo intenta. Se le ocurre esto: Victoria fue quien bailó, pero él ahora es dueño del reposo que sigue a la danza.
Después de esa ceremonia el mundo no es el mismo. Tiene que repensar todo lo que es.
Ella sí quiere pensar y piensa. Es como si el futuro hubiera henchido el presente y lo llenara. La sensación de estar aquí ahora es completa. Todo le hace sentido, y por eso no tiene la compulsión de preguntarse qué sentido hace todo esto. Recuesta al muchacho sobre la colchoneta y baja con los labios desde su quijada hasta el ombligo. Allí se queda vagabunda con su lengua. Sus dedos palpan los espacios entre las costillas. La respiración de él se agita, y al inflar su tórax los vellos sobre su pecho alcanzan a recibir de perfil el resplandor de la estufa y toman un tono ocre.
La sala es inmensa, la noche es íntima. Los invitados se fueron dejando dispersos los vasos donde se bebió vino, las botellas caídas del armario, la radio con el dial encendido sin volumen, los huesos del pavo sobre la bandeja de plástico, los restos de lechuga aliñada con vinagre rojo. U pareja está muy cerca de las barras de ejercicio, y él recapacita que tras salir de la cárcel no ha tenido otro hogar que este galpón de baile que Ruth Ulloa llama «academia dé ballet».
¿Por qué Victoria quería prolongar hasta el dolor el placer de merodear su sexo y no lo tomaba ya en su boca? Alejaba sus labios hacia las rodillas, mordía levemente su fortaleza ósea, rodaba la lengua sobre la piel del fémur, restregaba la nariz encima de los talones, untaba de saliva las plantas de sus pies, hacía chocar sus dientes frutales contra los montículos de sus tobillos, y sus senos, henchidos por la autoridad de la calentura, asomaban una y otra vez en esa suerte de oleaje que iba trayendo y llevando sus caricias.
Casi con una pirueta, el joven la prendió de la cintura, la puso bajo su cuerpo, resbaló una de sus manos hasta la cama de su vientre e, inspirado por esa humedad, estuvo un rato merodeándole el clítoris, convenciéndose de que era real en ella el vértigo de la piel de una uva. No pudo resistir ese hechizo y descendió a olerlo y a besarlo, a enredarlo en su lengua, y a apretarlo muy leve entre la abertura de sus dientes superiores. El recuerdo de su danza le inspiraba tanto la acción como el control, y la suavidad de la saliva mezclándose con sus fluidos hizo que no perdiera ya más de vista el urgente camino del deseo.
Entonces fue ella la que dictaminó el momento, llevando con su mano derecha el miembro de Ángel a la vagina; fue ella quien se lo acomodó empujando las nalgas hacia adelante, y fue ella misma la que, al pesarlo rotundo en su vientre, puso en acción sus muslos y sus membranas para apretárselo tan calzado que las pulsaciones de su verga y las de sus paredes se combinaron en una especie de tango. Un pas de deux que le exigió a su boca la palabra que hasta ahora no había dicho:
– Gracias.
Según los sabuesos que olieron los restos mortales de la bacanal, hubo en la partuza más cáñamo que en casa de embalaje, y los conchítos de los huiros probaron que las cabras camboyanas se habian fumado hasta sus propias uñas. Curiosamente, el portíer de nuit afirma que los bullangueros habían llegado a la entrada de los artistas en una cuca mandada por pacos y detectives legítimos, quienes sacaron bufósos James Bond con modales muy de liceo municipalizado.
Los jefazos iniciaron una investigación y se ordenó un sumario que se llevara hasta las últimas consecuencias, «caiga quien caiga». De la famosa bomba nunca más se supo. Y si no le peguntan a Bush, menos le van a preguntar al paco mio que inventó la tremenda chiva para darse el gustazo de zangolotear en el Municipio.
La única pista hasta el momento vino de un nota del cachetón crítico de arte de El Mercado, a quien se le cayó el cassette y dio el nombre de la pendorcha que habría protagonizado nada más que el striptease de la orgía, y agregó que la cabra es más hot que la Marlene del Mega. La bomba sexy se llamaría Victoria Ponce y en el colegio donde estudiaba dicen que si te he visto no me acuerdo.
El bomboncito habría sido expulsada hace algunos días por ser muy buena para «reírse en la fila».
CUARENTAYUNO