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– Y El lago de los cisnes.

– Obvio.

El teniente fue hasta Zúñiga, y sin mirarlo al rostro, tomó un botón del uniforme de su inferior jerárquico que colgaba algo deshilachado desde la tela.

– ¿Qué edad tenía usted cuando el Comando Conjunto de Carabineros y las Fuerzas Armadas raptó, secuestró y degolló al padre de Victoria Ponce?

– ¿Yo, señor?

– Sin hacerse el huevón, Zúñiga.

– Yo era un colegial entonces. Tendría sus diecisiete años.

– 0 sea, no tuvo nada que ver en ese crimen y probablemente no soñaba a esa edad que un día terminaría siendo carabinero.

– Es muy cierto lo que dice, mi teniente.

– Y si es así, ¿por qué crestas se pone a redimir a la pobre huerfanita?

Ahora sí su superior había alzado la vista y lo miraba con un inamistoso rictus en los labios. El cabo se secó con la manga del uniforme el estallido de transpiración en sus pómulos.

– Quería hacer un gesto, teniente Rubio.

El alto oficial terminó de arrancar el botón del uniforme de su súbdito y de mal humor se lo puso delante de las narices.

– La próxima vez que me haga una gracia como ésta, le voy a arrancar el botón, sino los cocos.

Lo tiró sobre la mesa, y el botón quedó bailando sobre su canto hasta detenerse sin energía en un borde.

– Se lo dejo de ayuda memoria, Zúñiga.

CUARENTA Y DOS

Tras varias jornadas de desabridas sopas de abuela, Rigoberto Marín decidió que era hora de escampar. Apartó a puntapiés los tres perros que se le acercaron en la calle de las Tabernas y se subió a un taxi pidiéndole al chofer que lo llevara a las Delicias de Quirihue. Quería castigarse con un balde de entrañas y otros interiores: una porción de mollejas, dos de prietas, un asado de tirajugoso, media porción de seso y un resto de ubres. Se moderaría en el vino para no volverse loco. Partiría con una botella de tinto Casillero del Diablo, al cual le mojaría la mecha con una garrafa de agua mineral Cachantún sin gas. Iba a permitir que el garzón le ofreciera una ensaladita de habas, una chilena con tomates y cebollas rebanadas bien finitas, y hasta dos paltas fileteadas para aligerar el bombazo de vacuno.

Después, sobrio como un cura, haría parar un taxi y le exigiría un vuelo express a la cama de la Viuda. Tonificado por ese almuerzo tan criaturero, sorprendería a su amante con una erección de padre y señor y le permitiría que ella se la engolosinara en la boca antes de clavársela hasta el veredicto final, cambiando de vías como el más loquito de los saltimbanquis.

Durante el almuerzo, al que diluvió de pebre y ají verde, olvidó su agua mineral, y al final de la segunda botella de tinto, le vino un oleaje de resentimiento que lo indujo a ser descortés con el mozo y a exhibir un cortaplumas cuando el dueño, en compañía de su hijo, lo invitaron revólver en mano a retirarse.

Aun en medio de su borrachera, los harapos de lucidez que le quedaban le indicaron que debía alejarse de allí. Lo hizo cantando con voz aguardentosa «Tengo un corazón que llegaría al sacrificio por ti», y en una ráfaga de prudencia clavó y abandonó su navaja en un árbol de avenida República bajo las risas de un grupo de universitarios que lo observaron rebotar entre los automóviles estacionados y las murallas de su instituto sin que el hombre pudiera retomar el timón de su equilibrio.

– No llamen a la policía, muchachos -pidió, tropezando con las palabras. Y sin que nadie le preguntara, agregó-: Me llamo Alberto Parra Chacón. Parra como la Violeta, Chacón como la mamita de Arturo Prat.

A tropezones avanzó hasta una construcción escondida por sacos de cemento y andamios que se elevaban por varios pisos y se filtró a duras penas entre los corredores aún sin estucar, hasta descubrir una especie de patio interior donde dormían dos perras sobre sacos de yuta. Se extendió entre ambas, y abrazando a una de ellas, la cabeza apoyada sobre sus ubres, se puso a dormir.

El alcaide Santoro pasó el fin de semana aliviado. A pesar del frío, dejó las ventanas del living abiertas, y bien abrigado con un jersey de trama indígena, leyó la prensa del sábado, dedicándose básicamente a policiales, deportes y espectáculos. Alrededor del cuello se había aplicado un ungüento adormecedor que calmaba con eficacia el ardor de los cardenales, y encima de la pomada había envuelto con ternura filial la vieja bufanda recuperada. Ese día familiar, con las chicas adolescentes paseando en sus deliciosos baby dolls entre sus habitaciones y la cocina -«estas niñitas van a volver locos a sus pretendientes con sus culos paraditos y sus tetitas de paloma»-, le trajo de vuelta la dicha de un tiempo de inocencia, años en que llevó una vida digna con salidas al cine y alguna vez cena y baile en una boite del centro.

Tras una década, a medida que el país iba normalizándose, empezó a darse cuenta de que contaba con menos poder. Amigos de la jefatura eran relevados por funcionarios limpios de atrocidades, y ciertos beneficios como vacaciones pagadas, auto y subvención escolar para las niñitas le fueron quitados de sus planillas. Volvió a los autobuses destartalados y las hijas sucumbieron de un buen colegio privado a un liceo municipalizado con aulas sin calefacción ni ampolletas, donde las alumnas se ponían chales y frazadas sobre sus jumpers o se desmayaban de calor a las tres de la tarde en verano.

No le habían disminuido el sueldo, pero ahora tenía que pagarse él mismo por todas esas granjerías que antes se le otorgaban con un cheque de fondos reservados y con un palmoteo en sus hombros del intendente que había dirigido la coordinación de escuadrones de la muerte. De allí que nunca dispuso de ese dinero extra para instalar una línea telefónica, y cuando llegaron los primeros celulares a Chile los vendían a precios prohibitivos, así que ni modo.

Años después, el uso de estos artefactos se masificó, y las niñitas, desconectadas del mundo social, al no recibir llamadas de sus asediantes, le exigieron que comprara uno a plazos. Que él recordara, no había hecho uso de ese aparato más de veinte veces, pues las muchachas lo ocupaban prácticamente de confidentes, y aun cuando dormían, lo ponían sobre la almohada con la esperanza de que sus admiradores quebraran las reglas de la urbanidad y las llamaran para jurarles amor -y acaso sexo- a cualquier hora de la madrugada.

De modo que tras leer una crónica sobre la crisis económica de su equipo de fútbol favorito, que se hallaba incluso en quiebra, le vino bien saborear el artículo de La Quinta sobre un paco erótico que se había tomado el Municipal para bailar merecumbé en pelotas con una voluptuosa diosa del merengue. El desayuno había sido fuerte, y entre las marraquetas bien untadas de mantequilla, las rodajas de arrollado de chancho con toque picante, estuvieron de chuparse los dedos. Hizo desaparecer la huella grasosa de su boca raspándola con una toalla de papel y decidió poner fin al episodio más ingrato de su vida llamando por teléfono a la pensión donde debería estar alojado Rigoberto Marín bajo el nombre falso de Alberto Parra Chacón. Le espetaría un simple y discreto mensaje: «Orden cancelada. Vuelve.»

Las chicas estaban en la ducha, y con el milagro del celular finalmente en su mano, digitó el número del hotel de Monasterio.

Al otro lado de la línea, como una colegiala aplicada, la cajera Elsa estaba recortando la crítica de El Mercado. Una vez con el clip de prensa en sus manos, se proponía pegarlo sobre un trozo de elegante passe-partout negro al que luego metería en una carpeta de sobrios tonos grises y se lo presentaría como regalo a Victoria Ponce cuando esa tarde, a las cinco, se realizara un té social de festejo organizado en casa por la madre de la niña y al cual estaban invitadas otras damas de la sociedad tales como Elena Sanhueza y Mabel Zúñiga.

Iba a esperar a que todas estuvieran sentadas frente a sus tacitas humeantes para decirle a Victoria un texto que le fluiría en los labios, pues provendría de una certeza de su corazón: «Esta crítica será un pasaporte que te abrirá las fronteras de todos los países.»