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Después de sorber un poquito de té, Mabel de Zúñiga tendría la complicada misión de alentar a la depresiva viuda de Ponce a unirse con las otras damas en el convencimiento de que lo que ahora vendría a rematar la dicha sería la autorización para que su talentosa niñita contrajera bodas con su novio Ángel Santiago, chico decente, promisorio, y como lo decía la canción de moda, «con un corazón que llegaría al sacrificio por ella».

«Esto -sería su llave maestra- no es el tarareo de un simple bolerito que suena en las micros y en la televisión con una promesa sentirnentaloide que cualquier rascatripas rijoso le promete a la mujer que codicia, sino que hay pruebas fehacientes de que el joven Santiago estuvo al lado de su princesa cuando ésta se debatía entre la vida y la muerte, y que cuando la bella durmiente volvió cual Lázaro del reino de las tinieblas, organizó la velada nada menos que en el teatro Municipal, con riesgo de su vida, gracias a la cual la Víctorita Ponce se encuentra a las puertas de la fama mundial.» Concluyente: tiraría sobre el mantel la carpeta gris, el interior en passe-partout negro, y la crítica consagratoria.

Es decir, a esa hora de la mañana estaba transmigrando en un vuelo espiritual, y mientras maniobraba las tijeras con ausente precisión, pensó que a los diecisiete años se hubiera deseado a sí misma un futuro semejante: un amor, una vocación, un talento.

Pero si el croupier le había entregado malas cartas no se hundiría en tangos rencorosos, sino que iba a proyectarse en la joven artista y en su encendido enamorado. Esa parejita tendría que limar sus sinsabores por el chato mundo de hoteluchos, tabernas, cárceles y desdenes en que todos vivían: Monasterio, en la traición a su amigo y en la promiscuidad de mujerotas que le consumían los pocos ahorros mal habidos; el gran Vergara Grey, pulverizado de amor por una mujer altanera que no tenía la generosidad de ponerle ni siquiera un poco de oxígeno para que siguiera viviendo su agonía, y ella misma, eterna segundona de todos, despreciada por Monasterio salvo cuando un dolor profundo lo llevaba a su lecho para buscar, más que sexo fogoso, ternura maternal.

Y ni pensar siquiera en todos esos que pululaban la calle de las Tabernas, solos y sombríos, tratando de que alguien les pagase un último vino para tumbarse en sus sábanas frías a rogar que la muerte los sorprendiese en calma antes que abrir los ojos a un nuevo día de angustia. Ese mundo de «halcones nocturnos», como le había dicho la profesora de dibujo Elena Sanhueza.

Dejó sonar el teléfono más de siete veces, pues quería conseguir un recorte impecable: un rectángulo sin abruptos sobresaltos ni las huellas improlijas sobre el passe-partout de un estudiante con modorra. Cuando lo tuvo, contestó:

– ¿Es el hotel de Monasterio?

– Sí, señor.

– Quisiera hablar con don Alberto Parra Chacón.

– No vive aquí.

– ¿Por qué no revisa la lista de alojados, por favor? Se trata de algo urgente.

– Aquí la estoy viendo. El más frecuente de nuestros alojados es un señor Enrique Gutiérrez.

– Bueno, no es ése. Yo le hablo de Alberto Parra Chacón. No muy alto, flaco, nervioso.

– Casi todos los que vienen aquí se ponen nerviosos. Miedo de que alguien los vea o temor a no funcionar.

– Comprendo. Pero usted debe de llevar una lista de huéspedes.

– Por supuesto, señor.

– ¿Les pide carnet de identidad?

– í Como que hay Dios! Es una ordenanza municipal.

– ¿Y no le aparece ahí Parra?

– Parra como Violeta Parra. No, señor. Lo siento, señor.

– En caso de que apareciera, ¿le podría dejar un mensaje?

– Con todo gusto, caballero.

– Dígale, por favor: «Orden cancelada. Vuelve.»

– Voy a anotarla.

– No se vaya a equivocar, por favor. Es muy importante.

– ¿Cosa de vida o muerte?

– Exacto.

– Quédese tranquilito no más. Ya lo anoté: «Orden cancelada. Vuelve.»

– Muy amable, señora. Muchas gracias.

– ¿Y de parte de quién es el mensaje?

– ¿Cómo?

– Quiero decir, ¿cuál es su gracia?

Al otro lado de la línea se produjo un silencio. Elsa sostuvo el fono entre el hombro y la oreja, y con las manos libres aplicó el tubo con pegamento a la parte posterior del recorte y lo estampó en el passe-partout negro.

– Dígale a Parra Chacón que el mensaje es de parte de un amigo.

– ¿Entenderá así?

– Él va a entender.

– Comprendido, señor.

– Gracias, señora.

«Un amigo», sonrió la mujer, después de colgar. Agarró el papelito en que acababa de escribir el mensaje, lo arrugó en su puño y lo tiró al basurero. «¿Qué tengo yo que andarme metiendo en líos de cabrones?», se dijo. Y se tocó con rencor el punto en la garganta donde Alberto Parra Chacón le había abierto un pequeño tajo.

CUARENTA Y TRES

Coincidieron en que para trepar más allá del último piso había que llevar una escalera alta que no cabría en el minúsculo espacio del ascensor. Tampoco tendría que ser exageradamente alargada, pues desbordando el espacio del nivel donde estaba la caja fuerte podría astillarse contra el techo. La única solución posible era encontrar una escala con bisagras, que pudiera doblarse y desdoblarse hasta alcanzar al menos unas tres veces su tamaño. De no hallarse o fabricarse este artefacto, no quedaba otra que adiestrar a don Nico a trepar la soga en un gimnasio vecino donde hacían sus ejercicios de rescate los bomberos.

Una breve visita al local y sucesivos intentos de Vergara Grey por trepar no más que fuera un metro acabaron con esa esperanza y casi con las manos del maestro, que al resbalar sobre el cáñamo terminaron considerablemente dañadas.

– Tengo que salvar estas extremidades para la proeza mayor. De nada me serviría subir hasta la diestra de Dios Padre, si después no tengo deditos para manipular mis herramientas.

El joven quiso entusiasmarlo con algunas correrías sobre el cordel y ciertas piruetas de gimnasta dejando caer la cabeza mientras sus piernas se enrollaban en la soga. Semejantes proezas no le produjeron vértigo al muchacho, que las cumplía con exactitud y voluptuosidad, sino al maestro, quien salió de allí y se precipitó a la botica del barrio a adquirir aspirinas.

De modo que recorrieron el barrio, acompañados esta vez de Nemesio Santelices, buscando obreros de la Telefónica que estuvieran reparando tendidos de cables sobre los postes o instalando nuevas líneas para sus clientes. Solamente ellos tenían esas escaleras portátiles que acortaban o extendían a voluntad, y si lograban birlar una, ya nada ni nadie podría parar el Golpe.

Las herramientas modernas las consiguió gratuitas del buen padre de un criminal joven que pasaba una perpetua en la penitenciaría de Río de Janeiro y quien se alegró infinitamente de que éstas fueran bendecidas por los digitales de Vergara Grey antes de que el tedio las oxidara. El hombre no pidió nada a cambio, y aunque el maestro le insinuó que si las cosas se daban no faltaría una recompensa, el padre dijo que no habría para él otra alegría que abrazar a su hijo libre, y que mientras eso no ocurriera, el dinero, y por qué no decirlo, la vida, le resultaban indiferentes.

La escalera de marras fue ubicada en una transitada esquina de Américo Vespucio, y los tres delincuentes se armaron de paciencia y cigarrillos, dando saltitos sobre las baldosas para ahuyentar el frío, hasta que el técnico que reparaba un semáforo ubicado al centro de la arteria, sujetado por un arco curvo, resolviese el problema y descendiera.

Al ocurrir esto, el colega que manejaba la camioneta fue a ayudarlo para doblar la gigantesca escalera en varios trozos, y una vez del todo plegada se disponían a subirla al vehículo, cuando fueron interrumpidos por Nemesio Santelices -«yo, muchachos, porque si me agarran a mí, no pasa nada»- con la novedad que en el interior del bar había una llamada de la gerencia para los técnicos de la Dirección del Tránsito. El hombrecillo los condujo hasta los lavabos del bar, y con el índice enfático en dirección al fono descolgado, los dejó en un diálogo con la señora Elsa, gran cajera, cortés recepcionista y mejor amiga.